Al final de la vida se llega a veces en metro o en tren de Cercanías. Se deja atrás al trío ruidoso de hombres anuncio, se evita estropear a una turista su posado bajo el oso y el madroño y se sortea a los despreocupados muchachos de excursión sentados en el suelo. Arriba, en un tercer piso de la puerta del Sol, sede de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD) en Madrid, hay una mesa con caramelos y un dispensador de pañuelos de papel. En ocasiones alguien se sienta junto a ella. Guarda en el bolsillo un diagnóstico que será, antes o después, infausto. Dirá: Es lo que hay. Esto no va a durar mucho. A quien ha venido con él o ella se le enrojecen los ojos. Llora. Luego se rompen los dos.
La luz tamizada por un estor blanco baña de irrealidad el cuarto que mira a la anárquica marea humana del Kilómetro O. Es un espacio donde la muerte se muestra desnuda, ajena al grandísimo tabú de puertas afuera. “Aquí se ponen encima de la mesa todos los demonios”, relata el médico Fernando Marín, presidente de DMD Madrid, la asociación más numerosa, que reúne a 2.700 socios de los 7.000 de todo el país (leer)
La luz tamizada por un estor blanco baña de irrealidad el cuarto que mira a la anárquica marea humana del Kilómetro O. Es un espacio donde la muerte se muestra desnuda, ajena al grandísimo tabú de puertas afuera. “Aquí se ponen encima de la mesa todos los demonios”, relata el médico Fernando Marín, presidente de DMD Madrid, la asociación más numerosa, que reúne a 2.700 socios de los 7.000 de todo el país (leer)