Josefina Miró Quesada, abogada de Ana Estrada y de María Benito, las dos únicas personas en Perú a las que los jueces reconoció su derecho a morir, expresa de forma magistral qué es la muerte digna. ¡Chapó! Excelente (transcribo un resumen del texto a continuación).
Pero ¿qué es la muerte digna?, se preguntarán. La muerte digna tiene múltiples dimensiones. Algunas personas optarán por la eutanasia, que es un proceso por el cual un médico aplica una sustancia letal que causa, a pedido del paciente, una muerte indolora e inmediata. Otros optarán por el suicidio asistido, en el cual es la propia persona quien ingiere una sustancia letal que terceros le facilitan. Otras personas pueden optar por simplemente rechazar el tratamiento médico que los mantiene artificialmente en vida. Ese fue el pedido de María. Y finalmente, están quienes solo desean cuidados paliativos, prestos a esperar la muerte sin querer acelerarla. La decisión sobre cómo enfrentar ese destino final depende de cada quien.
La muerte digna es un derecho tan fundamental y, sin embargo, tan nuevo, (...) que aún es incomprendido y hasta rechazado por varios sectores. Y en parte esto es porque no nos gusta hablar de la muerte. (...) Yo no tengo que vivir lo que Ana o María han vivido para saber y entender sus reclamos, pero sin embargo no todos lo ven así.
¿Cuál es el umbral de sufrimiento que hay que mostrar para morir con dignidad? ¿Es tan difícil entender que el sufrimiento no lo determina el resto y que hay formas de sufrir que no se ven?. El sufrimiento es una experiencia subjetiva, es físico pero también puede ser emocional, psíquico, moral, y depende de las creencias y vivencias de cada persona. A Ana, que es una luchadora rebelde, le hacía sufrir la sola idea de que las leyes controlaran su vida y su cuerpo. María, que siempre fue una persona activa y deportista, le hacía sufrir solo ver el estado en el que se encontraba. ¿Quiénes somos el resto para decirle a alguien “sigue aguantando” cuando no es nuestro cuerpo el que sufre?
Tener empatía es comprender las vivencias del otro sin necesidad de nacer de nuevo en su piel. Es imaginarnos sus vivencias, comprender sus decisiones y respetarlas, porque no hay ser más autorizado que uno para diseñarlas. No es tener pena o lástima por el otro, es tratarlo como un igual. Ana y María quieren ser tratadas como un igual y respetadas en sus decisiones. Quieren una sociedad que juzgue menos y comprenda más, que entienda que lo que para uno funciona no necesariamente funciona para el resto.
Pero cuidado, a veces se piensa que se actúa con empatía porque se actúa desde la buena fe. Frases como “no renuncies a la vida, puedes encontrar la felicidad aún a pesar del dolor” o “mejor es sufrir en tierra y tener recompensa en el cielo” son algunas de las tantas que Ana y María reciben en redes, bajo la creencia de que se está actuando bien, de que se estaría dando fuerzas a quien no las tendría. Podría no haber mala fe, pero hay condescendencia. Y ser condescendiente es negar al otro como un igual. Es tratarlo como si fuera alguien inferior, es descender a un nivel inferior, es creer que estamos en una mejor posición que el otro para aleccionarle, es imponerle rutas de acción que no nacen de sus vivencias sino de las nuestras. Y cuando hay imposición, no hay empatía.
Actitudes así parten del error de creerse más autorizados que Ana y María para saber lo mejor para sus vidas. Es el resultado de una manera de ver el mundo que se reproduce a gran escala en el estado y en otros poderes que ejercen control sobre nuestras vidas y cuerpos, y que se recrudecen cuando los encarna quien desafía estos mandatos de imposición.
Dignificar el proceso de muerte no es nada más que permitir que el tránsito hacia ese final lo defina la persona que lo vive. La dignidad no puede desligarse de la autonomía. La dignidad es justo eso que permite que no seamos reducidos a cosas, que nuestra agencia sea respetada y que nuestra libertad sea también protegida. Esta es una lucha para emancipar nuestros cuerpos del control ajeno, es una lucha que cuestiona el poder que oprime y que defiende el poder que desata cadenas. Por eso es muy sintomático que esta lucha haya sido liderada por mujeres con discapacidad, personas que integran el colectivo que la historia se ha empeñado en ningunear, que ha tratado como seres incapaces, irracionales, que ha querido domesticar e infantilizar, que ha negado su autonomía.
(...)
Tanto Ana como María tuvieron que lidiar con que médicos y jueces dijeran que estaba deprimida, como si sus decisiones no fueran el resultado de años de investigación, de reflexión, y de haber agotado tantas vías. En cada incidente con profesionales del derecho y de la medicina, en vez de robustecer sus autonomías, las negaron. En vez de optimizar sus libertades, la cercenaron. Y como todo poder impuesto sobre la vida y sobre el cuerpo, este no es neutral, ni en la justicia ni en la medicina.
Con María tuve que litigar ante un juzgado que en audiencia mostró como imagen institucional a Jesucristo. Tuve que visitar los despachos de varios jueces rodeados de crucifijos. Con Ana, tuvimos que soportar que un juez supremo sugiriera condicionar su eutanasia a que al menos escuche cinco organizaciones religiosas contrarias a su pedido de muerte digna.
La lucha por la muerte digna es una lucha contra este poder irracional que ejerce la justicia injusta, la medicina paternalista y un estado que se niega a ser laico. La muerte digna es el acto de recuperar el control que otros han ejercido sobre nuestras vidas desde que nacemos.
Si era solo la muerte y lo que buscaban, Ana y María pudieron haberlo encontrado en la clandestinidad. Si era solo la depresión la que las motivaba, quizá no habría sido importante la forma de morir. Si era solo luchar de manera individual, quizá no habría sido necesario pelearla tanto ante los tribunales. Pero no era la muerte a secas lo que buscaban. Era el derecho a que esta muerte, que llegaría, no sea en sufrimientos, a que el acto no se haga a escondidas, como si fuera algo ilegal. No era la depresión lo que las motivaba, era la claridad, la firmeza y la fortaleza de sus convicciones. No era solo una lucha individual. María y Ana luchaban también pensando en el resto. Hoy es Ana y María, pero mañana puedo ser yo o pueden ser cualquiera de los que está en esta sala. El derecho a una muerte digna está ahí para quien lo necesite.
La muerte no desaparece porque dejemos de hablar de ella. Existe, pero estamos tan acostumbrados a entenderla bajo un encuadre violento que nos cuesta verla como un proceso en paz. ¿Por qué no desear que descanse en paz también quien transita hacia la muerte?
Ana y María lucharon para tener la libertad de decidir sobre sus vidas, y al hacerlo, lucharon también por nuestra libertad para decidir sobre el epílogo final de nuestras vidas. Ellas pusieron al servicio de esta causa sus vidas y sus cuerpos, pero honrar esta lucha requiere sacar de los escombros del silencio a la muerte. Requiere que hablemos de ese momento que llegará y que conversemos sobre cómo nos gustaría enfrentarlo. Requiere que nos hagamos las preguntas correctas. No es vivir o morir. El dilema es, llegado ese momento, morir en los términos de uno o en los del resto.
El legado de Ana y María va más allá de lo judicial. Gracias a ellas podemos mirar la vida y la muerte con otros ojos, y eso es quizá lo más difícil de cambiar. Hay que naturalizar la muerte, y hay que desafiar la representación violenta que tenemos de ella. Como dice María, la muerte es parte de la vida, pero a nadie le gusta hablar de ella como si fuéramos todos inmortales.
Gracias a Ana y María entiendo la importancia de defender la autonomía de principio a fin, de respetar cada proyecto de vida y de entender el sufrimiento desde la empatía, como una experiencia subjetiva. Acompañarlas en sus luchas ha sido un privilegio, ha sido un camino desbordado de aprendizajes, de lágrimas, de felicidad y de tristeza ante la indolencia ajena. Ha sido de mucha frustración ante la sinrazón, pero de tremenda satisfacción por las victorias que hemos logrado juntas. La muerte digna es recuperar el control sobre nuestras vidas, es tomar ese poder para decidir hasta el último día y tener la maravillosa oportunidad de diseñar nuestra despedida. No es sobre el destino, es sobre el camino. Muchas gracias.
La muerte digna es un derecho tan fundamental y, sin embargo, tan nuevo, (...) que aún es incomprendido y hasta rechazado por varios sectores. Y en parte esto es porque no nos gusta hablar de la muerte. (...) Yo no tengo que vivir lo que Ana o María han vivido para saber y entender sus reclamos, pero sin embargo no todos lo ven así.
¿Cuál es el umbral de sufrimiento que hay que mostrar para morir con dignidad? ¿Es tan difícil entender que el sufrimiento no lo determina el resto y que hay formas de sufrir que no se ven?. El sufrimiento es una experiencia subjetiva, es físico pero también puede ser emocional, psíquico, moral, y depende de las creencias y vivencias de cada persona. A Ana, que es una luchadora rebelde, le hacía sufrir la sola idea de que las leyes controlaran su vida y su cuerpo. María, que siempre fue una persona activa y deportista, le hacía sufrir solo ver el estado en el que se encontraba. ¿Quiénes somos el resto para decirle a alguien “sigue aguantando” cuando no es nuestro cuerpo el que sufre?
Tener empatía es comprender las vivencias del otro sin necesidad de nacer de nuevo en su piel. Es imaginarnos sus vivencias, comprender sus decisiones y respetarlas, porque no hay ser más autorizado que uno para diseñarlas. No es tener pena o lástima por el otro, es tratarlo como un igual. Ana y María quieren ser tratadas como un igual y respetadas en sus decisiones. Quieren una sociedad que juzgue menos y comprenda más, que entienda que lo que para uno funciona no necesariamente funciona para el resto.
Pero cuidado, a veces se piensa que se actúa con empatía porque se actúa desde la buena fe. Frases como “no renuncies a la vida, puedes encontrar la felicidad aún a pesar del dolor” o “mejor es sufrir en tierra y tener recompensa en el cielo” son algunas de las tantas que Ana y María reciben en redes, bajo la creencia de que se está actuando bien, de que se estaría dando fuerzas a quien no las tendría. Podría no haber mala fe, pero hay condescendencia. Y ser condescendiente es negar al otro como un igual. Es tratarlo como si fuera alguien inferior, es descender a un nivel inferior, es creer que estamos en una mejor posición que el otro para aleccionarle, es imponerle rutas de acción que no nacen de sus vivencias sino de las nuestras. Y cuando hay imposición, no hay empatía.
Actitudes así parten del error de creerse más autorizados que Ana y María para saber lo mejor para sus vidas. Es el resultado de una manera de ver el mundo que se reproduce a gran escala en el estado y en otros poderes que ejercen control sobre nuestras vidas y cuerpos, y que se recrudecen cuando los encarna quien desafía estos mandatos de imposición.
Dignificar el proceso de muerte no es nada más que permitir que el tránsito hacia ese final lo defina la persona que lo vive. La dignidad no puede desligarse de la autonomía. La dignidad es justo eso que permite que no seamos reducidos a cosas, que nuestra agencia sea respetada y que nuestra libertad sea también protegida. Esta es una lucha para emancipar nuestros cuerpos del control ajeno, es una lucha que cuestiona el poder que oprime y que defiende el poder que desata cadenas. Por eso es muy sintomático que esta lucha haya sido liderada por mujeres con discapacidad, personas que integran el colectivo que la historia se ha empeñado en ningunear, que ha tratado como seres incapaces, irracionales, que ha querido domesticar e infantilizar, que ha negado su autonomía.
(...)
Tanto Ana como María tuvieron que lidiar con que médicos y jueces dijeran que estaba deprimida, como si sus decisiones no fueran el resultado de años de investigación, de reflexión, y de haber agotado tantas vías. En cada incidente con profesionales del derecho y de la medicina, en vez de robustecer sus autonomías, las negaron. En vez de optimizar sus libertades, la cercenaron. Y como todo poder impuesto sobre la vida y sobre el cuerpo, este no es neutral, ni en la justicia ni en la medicina.
Con María tuve que litigar ante un juzgado que en audiencia mostró como imagen institucional a Jesucristo. Tuve que visitar los despachos de varios jueces rodeados de crucifijos. Con Ana, tuvimos que soportar que un juez supremo sugiriera condicionar su eutanasia a que al menos escuche cinco organizaciones religiosas contrarias a su pedido de muerte digna.
La lucha por la muerte digna es una lucha contra este poder irracional que ejerce la justicia injusta, la medicina paternalista y un estado que se niega a ser laico. La muerte digna es el acto de recuperar el control que otros han ejercido sobre nuestras vidas desde que nacemos.
Si era solo la muerte y lo que buscaban, Ana y María pudieron haberlo encontrado en la clandestinidad. Si era solo la depresión la que las motivaba, quizá no habría sido importante la forma de morir. Si era solo luchar de manera individual, quizá no habría sido necesario pelearla tanto ante los tribunales. Pero no era la muerte a secas lo que buscaban. Era el derecho a que esta muerte, que llegaría, no sea en sufrimientos, a que el acto no se haga a escondidas, como si fuera algo ilegal. No era la depresión lo que las motivaba, era la claridad, la firmeza y la fortaleza de sus convicciones. No era solo una lucha individual. María y Ana luchaban también pensando en el resto. Hoy es Ana y María, pero mañana puedo ser yo o pueden ser cualquiera de los que está en esta sala. El derecho a una muerte digna está ahí para quien lo necesite.
La muerte no desaparece porque dejemos de hablar de ella. Existe, pero estamos tan acostumbrados a entenderla bajo un encuadre violento que nos cuesta verla como un proceso en paz. ¿Por qué no desear que descanse en paz también quien transita hacia la muerte?
Ana y María lucharon para tener la libertad de decidir sobre sus vidas, y al hacerlo, lucharon también por nuestra libertad para decidir sobre el epílogo final de nuestras vidas. Ellas pusieron al servicio de esta causa sus vidas y sus cuerpos, pero honrar esta lucha requiere sacar de los escombros del silencio a la muerte. Requiere que hablemos de ese momento que llegará y que conversemos sobre cómo nos gustaría enfrentarlo. Requiere que nos hagamos las preguntas correctas. No es vivir o morir. El dilema es, llegado ese momento, morir en los términos de uno o en los del resto.
El legado de Ana y María va más allá de lo judicial. Gracias a ellas podemos mirar la vida y la muerte con otros ojos, y eso es quizá lo más difícil de cambiar. Hay que naturalizar la muerte, y hay que desafiar la representación violenta que tenemos de ella. Como dice María, la muerte es parte de la vida, pero a nadie le gusta hablar de ella como si fuéramos todos inmortales.
Gracias a Ana y María entiendo la importancia de defender la autonomía de principio a fin, de respetar cada proyecto de vida y de entender el sufrimiento desde la empatía, como una experiencia subjetiva. Acompañarlas en sus luchas ha sido un privilegio, ha sido un camino desbordado de aprendizajes, de lágrimas, de felicidad y de tristeza ante la indolencia ajena. Ha sido de mucha frustración ante la sinrazón, pero de tremenda satisfacción por las victorias que hemos logrado juntas. La muerte digna es recuperar el control sobre nuestras vidas, es tomar ese poder para decidir hasta el último día y tener la maravillosa oportunidad de diseñar nuestra despedida. No es sobre el destino, es sobre el camino. Muchas gracias.