En los últimos 200 años, la mejora de las condiciones de vida (saneamientos, agua potable, alimentación…) en los países ricos ha permitido triplicar la esperanza de vida, coincidiendo con un desarrollo de la medicina espectacular. En el siglo XVIII no existía la anestesia, y como nadie pensaba que los microbios causaran enfermedades tampoco la antisepsia. Entonces, la gente moría sin remedio y sin recursos que aliviaran su sufrimiento. Con el descubrimiento de la penicilina en 1941 se inició una revolución terapéutica, que continua hasta hoy. Otra revolución, la molecular, se inició en el s.XIX cuando Mendel empezó a desentrañar los mecanismos de la herencia, secuenciando hace unos años el genoma humano. Por último, la revolución tecnológica ha desarrollado los procesos informatizados de diagnóstico, tratamiento e investigación, técnicas de imagen, internet, microcirugía, etc. Todos estos avances han salvado muchas vidas, pero también las han mantenido hasta límites inimaginables hace unas décadas, complicando el proceso de morir, empeorándolo, provocando un sufrimiento que es evitable. Es ahora cuando cabe preguntarse:
¿Cómo ha cambiado la muerte a lo largo de la historia? (ver en el blog: Historia de la Muerte)
“¿Tiene la medicina del siglo XXI los mismos fines que en tiempos se Hipócrates (s.IV a.C.) o que hace 200 años? Puesto que la condición humana es inseparable de la enfermedad, el dolor, el sufrimiento y, por fin, la muerte, el objetivo de recuperar la salud y evitar la muerte ¿No es ya demasiado simple o irreal?¿Se debe hacer todo lo que técnicamente se puede hacer? Una práctica médica adecuada ¿No ha de empezar por aceptar la finitud humana y enseñar o ayudar a vivir en ella?”
“Los fines de la medicina, a finales del siglo XX, deben ser algo más que la curación de la enfermedad y el alargamiento de la vida. Han de poner un énfasis especial en aspectos como la prevención de las enfermedades, la paliación del dolor y el sufrimiento, han de situar al mismo nivel el curar y el cuidar, y advertir contra la tentación de prolongar la vida indebidamente (…), porque el poder de la medicina no es absoluto”. (The Hastings Center, Los fines de la medicina, Fundación Grifols).
Dos son, por tanto, lo objetivos de la medicina del siglo XXI, ambos de la misma categoría e importancia, prevenir y tratar de vencer las enfermedades y conseguir que los pacientes mueran en paz. (Callahan D. Death and the research imperative. The New England Journal of Medicine 2000; 342: 654).
¿Cómo ha cambiado la muerte a lo largo de la historia? (ver en el blog: Historia de la Muerte)
“¿Tiene la medicina del siglo XXI los mismos fines que en tiempos se Hipócrates (s.IV a.C.) o que hace 200 años? Puesto que la condición humana es inseparable de la enfermedad, el dolor, el sufrimiento y, por fin, la muerte, el objetivo de recuperar la salud y evitar la muerte ¿No es ya demasiado simple o irreal?¿Se debe hacer todo lo que técnicamente se puede hacer? Una práctica médica adecuada ¿No ha de empezar por aceptar la finitud humana y enseñar o ayudar a vivir en ella?”
“Los fines de la medicina, a finales del siglo XX, deben ser algo más que la curación de la enfermedad y el alargamiento de la vida. Han de poner un énfasis especial en aspectos como la prevención de las enfermedades, la paliación del dolor y el sufrimiento, han de situar al mismo nivel el curar y el cuidar, y advertir contra la tentación de prolongar la vida indebidamente (…), porque el poder de la medicina no es absoluto”. (The Hastings Center, Los fines de la medicina, Fundación Grifols).
Dos son, por tanto, lo objetivos de la medicina del siglo XXI, ambos de la misma categoría e importancia, prevenir y tratar de vencer las enfermedades y conseguir que los pacientes mueran en paz. (Callahan D. Death and the research imperative. The New England Journal of Medicine 2000; 342: 654).
Morir es cotidiano, en España cada día mueren unas mil personas. Sin embargo, la muerte es un tabú, algo que mejor no pensar, no hablar, no planear… Pero ¡hete ahí!, que la gente muere, una cuarta parte de forma imprevista, la mayoría tras un proceso de enfermedad que anuncia un final sobre el que se puede intervenir, para morir bien. Aún así, permitimos que este hecho universal y cotidiano ocurra de cualquier manera. La angustia y el miedo nos atenazan, improvisamos ante una situación que es inédita para cada familia, pero habitual para los sanitarios. Si morir es tan natural como nacer, ¿Por qué nos cuesta tanto morir y por qué se muere tan mal?
El mayor obstáculo para morir bien es que muchos moribundos, y muchas familias, no quieren darse cuenta de que la Parca anda cerca, no afrontan el proceso de morir. Probablemente lo piensen, lo sospechen como algo que ocurrirá, pero no lo hablan. Así no se puede reflexionar, deliberar, tomar decisiones. Cuando el morir se deja en manos de una medicina seducida por la tecnología, del médico que a uno le toque, los resultados pueden ser lamentables.
Desde los tiempos de Hipócrates se ha defendido la necesidad de ocultar al paciente todo lo referente a su enfermedad, para no producir en el enfermo un estado de desesperanza que se creía negativo para su recuperación. Hoy en día, esta posición es inadmisible e ilegal. La Ley 41/2002 de Autonomía del paciente establece que el titular de la información clínica es el ciudadano enfermo, no la familia. Éticamente ese paternalismo profesional tan frecuente que trata de proteger al paciente ocultándole información no se sostiene. El privilegio terapéutico debería ser una rara excepción, no la norma. La familia debe comprender que engañar el enfermo (“no lo resistiría, doctor”) no le beneficia, porque acaba volviéndose en su contra, agravando la soledad del moribundo.
En los años 60 la psiquiatra Elizabeth Kübler-Ross realizó un magnífico trabajo a la cabecera de miles de enfermos, tratando de romper la barrera de negación profesional que prohibía a los pacientes expresar su más íntimas preocupaciones. “Saqué la muerte del váter” diría ella. “A los pacientes les conviene ser animados a manifestar su rabia, a llorar para expresar su dolor, a referir sus miedos y fantasías a alguien que esté sereno escuchándoles, sin esa actitud de ocultamiento que se ha mantenido hasta la fecha”.
Todavía muchas familias ocultan información a los pacientes con la complicidad de los profesionales. Es lo que se llama una conspiración de silencio, nadie habla, pero todos saben, empezando por el propio enfermo, al que se le impide compartir sus preocupaciones, porque “de eso no se habla en casa". Al enfermo se le escamotea su proceso de morir, y muere, rodeado de gente, en la más absoluta soledad.
Informar al paciente es una obligación de los profesionales. No es un acto de cinco minutos ante un paciente en shock que no se entera. Es un trabajo de exploración sobre lo que sabe, espera, teme, y desea saber en ese momento. Se trata de ir progresando poco a poco, acompañando al enfermo, a su ritmo, explorando ese territorio del proceso de morir, afrontándolo, conquistándolo.
El mayor obstáculo para morir bien es que muchos moribundos, y muchas familias, no quieren darse cuenta de que la Parca anda cerca, no afrontan el proceso de morir. Probablemente lo piensen, lo sospechen como algo que ocurrirá, pero no lo hablan. Así no se puede reflexionar, deliberar, tomar decisiones. Cuando el morir se deja en manos de una medicina seducida por la tecnología, del médico que a uno le toque, los resultados pueden ser lamentables.
Desde los tiempos de Hipócrates se ha defendido la necesidad de ocultar al paciente todo lo referente a su enfermedad, para no producir en el enfermo un estado de desesperanza que se creía negativo para su recuperación. Hoy en día, esta posición es inadmisible e ilegal. La Ley 41/2002 de Autonomía del paciente establece que el titular de la información clínica es el ciudadano enfermo, no la familia. Éticamente ese paternalismo profesional tan frecuente que trata de proteger al paciente ocultándole información no se sostiene. El privilegio terapéutico debería ser una rara excepción, no la norma. La familia debe comprender que engañar el enfermo (“no lo resistiría, doctor”) no le beneficia, porque acaba volviéndose en su contra, agravando la soledad del moribundo.
En los años 60 la psiquiatra Elizabeth Kübler-Ross realizó un magnífico trabajo a la cabecera de miles de enfermos, tratando de romper la barrera de negación profesional que prohibía a los pacientes expresar su más íntimas preocupaciones. “Saqué la muerte del váter” diría ella. “A los pacientes les conviene ser animados a manifestar su rabia, a llorar para expresar su dolor, a referir sus miedos y fantasías a alguien que esté sereno escuchándoles, sin esa actitud de ocultamiento que se ha mantenido hasta la fecha”.
Todavía muchas familias ocultan información a los pacientes con la complicidad de los profesionales. Es lo que se llama una conspiración de silencio, nadie habla, pero todos saben, empezando por el propio enfermo, al que se le impide compartir sus preocupaciones, porque “de eso no se habla en casa". Al enfermo se le escamotea su proceso de morir, y muere, rodeado de gente, en la más absoluta soledad.
Informar al paciente es una obligación de los profesionales. No es un acto de cinco minutos ante un paciente en shock que no se entera. Es un trabajo de exploración sobre lo que sabe, espera, teme, y desea saber en ese momento. Se trata de ir progresando poco a poco, acompañando al enfermo, a su ritmo, explorando ese territorio del proceso de morir, afrontándolo, conquistándolo.
“Surge así la necesidad de legislar los derechos y garantías que aseguren la aspiración de morir dignamente con los significados que ello conlleva. Morir con el mínimo sufrimiento físico, psíquico o espiritual. Morir acompañado de los seres queridos. Morir bien informado, si se desea, y no en el engaño falsamente compasivo de una esperanza irreal. Morir pudiendo rechazar los tratamientos que no se desean. Morir según los deseos íntimos previamente expresados en un testamento vital. Morir en la intimidad personal y familiar. Morir, en fin, sin tener que soportar tratamientos que no son útiles y solo alargan el fin, innecesariamente, proporcionados por profesionales bien intencionados, pero obstinados en terapias no curativas.
Morir bien cuidado, morir a tiempo, morir dormido si se quiere. Morir en paz. Morir «de forma natural», sin prolongación artificial, cuando llegue el momento”.
(Ley Foral 8/2011 de derechos y garantías de la persona en el proceso de muerte de Navarra)
Morir bien cuidado, morir a tiempo, morir dormido si se quiere. Morir en paz. Morir «de forma natural», sin prolongación artificial, cuando llegue el momento”.
(Ley Foral 8/2011 de derechos y garantías de la persona en el proceso de muerte de Navarra)