Raquel Clarke cuenta el caso de un paciente que le dijo: “Ayúdeme doctora, me estoy muriendo”. Tras evaluar su estado de salud, comprobó que estaba in extremis, su presión arterial y su oxígeno en sangre caían en picado, de un momento a otro entraría en paro cardiaco. Estaba claro que había llegado al final natural de su vida, pero también era un candidato a una reanimación cardiopulmonar. ¿Había que someterlo a compresiones torácicas y descargas eléctricas, un tratamiento indigno e inadecuado, negándole su derecho a morir en paz? La enfermera le suministró drogas para disminuir su conciencia, exhaló su último aliento y murió. Este es el escenario al que se enfrentan los médicos todos los días.
Un gerifalte británico afirma que para los médicos tratar la muerte es como poner una cruz en una casilla. Pero la solución no es que los médicos tomen decisiones rápidas sobre la atención al final de la vida, como si la muerte nos fuera indiferente. La muerte, para los no iniciados, es tan traumática como cruda. Los médicos sentimos el peso de la muerte de cada paciente, por eso no es un tema que se pueda tomar a la ligera, como poner una cruz en un protocolo.
Se deben promover todas las iniciativas encaminadas a facilitar una buena muerte, procurar una vida lo más significativa, digna y humana posible, un enfoque sensible y holístico. Debemos corregir esa actitud de despreocupación e indiferencia profesional hacia el proceso de muerte, mediante la educación de todos los profesionales de la salud involucrados.
En este sentido, Michael Wunder, psicoterapeuta de una fundación evangélica alemana, habla de que es necesario un nuevo arte de morir, una nueva cultura de la muerte que requiere no sólo de paliativos, sino también de un cambio de mentalidad social, como requisito previo. En la Edad Media el Ars Moriendi partía del miedo a la muerte, el infierno y el purgatorio. El Ars nova Muriendi es una respuesta a la expulsión de la muerte de la medicina y la percepción social del sufrimiento, no sólo físico -que estaría atendido por el cuidado paliativo-, sino también al que provoca el temor al dolor emocional y la dependencia. Integrar la muerte en la vida diaria, un Ars Moriendi que forma parte del Ars Vivendi, la muerte como experiencia enriquecedora, debería encontrarse en las residencias de mayores y los centros de paliativos (hospices modernos), pero no es así.
La promoción y el respeto a la autonomía son elementos centrales de un Ars nova Moriendi, una condición necesaria, pero no suficiente. Además, según Wunder, se debe saber cuándo llega la muerte y entender lo que se puede esperar; mantener el control sobre lo que está sucediendo; en unas condiciones de dignidad e intimidad; con un buen tratamiento del dolor y otros síntomas; eligiendo dónde morir; con toda la información necesaria; con apoyo espiritual y emocional, deliberando sobre el sentido de la vida y los cuidados; con tiempo para despedirse; muriendo cuando sea el momento adecuado, sin sufrir una prolongación absurda de la vida.
La buena muerte no llegará de la mano de los profesionales, sino de unos ciudadanos empoderados, que exijan ejercer su derecho al alivio del sufrimiento, a elegir entre opciones, a morir dormidos -si ese es su deseo-, a ser protagonistas de su propia vida decidiendo cuándo y cómo morir. En este camino, hay que aumentar los recursos paliativos, pero para que la medicina paliativa lidere un cambio de actitud fundamental hacia la muerte, ha de ser ponerse a la altura de los ciudadanos y abandonar sus posiciones fundamentalistas que anteponen la sacralidad de la vida a la voluntad del paciente (como por ejemplo su afirmación dogmática de que los CP ni adelantan ni retrasan la muerte o su rechazo a la sedación a demanda), y ser capaz de leer los signos de los tiempos (la autonomía), respetando las preferencias de cada paciente. Esa muerte amable y compasiva, que actualmente se niega a demasiados pacientes y familiares, no depende tanto de que haya más médicos y enfermeras de paliativos, sino de que todos los profesionales se involucren y asuman que ayudar a morir también es una finalidad irrenunciable de la medicina del siglo XXI.
En este sentido, Michael Wunder, psicoterapeuta de una fundación evangélica alemana, habla de que es necesario un nuevo arte de morir, una nueva cultura de la muerte que requiere no sólo de paliativos, sino también de un cambio de mentalidad social, como requisito previo. En la Edad Media el Ars Moriendi partía del miedo a la muerte, el infierno y el purgatorio. El Ars nova Muriendi es una respuesta a la expulsión de la muerte de la medicina y la percepción social del sufrimiento, no sólo físico -que estaría atendido por el cuidado paliativo-, sino también al que provoca el temor al dolor emocional y la dependencia. Integrar la muerte en la vida diaria, un Ars Moriendi que forma parte del Ars Vivendi, la muerte como experiencia enriquecedora, debería encontrarse en las residencias de mayores y los centros de paliativos (hospices modernos), pero no es así.
La promoción y el respeto a la autonomía son elementos centrales de un Ars nova Moriendi, una condición necesaria, pero no suficiente. Además, según Wunder, se debe saber cuándo llega la muerte y entender lo que se puede esperar; mantener el control sobre lo que está sucediendo; en unas condiciones de dignidad e intimidad; con un buen tratamiento del dolor y otros síntomas; eligiendo dónde morir; con toda la información necesaria; con apoyo espiritual y emocional, deliberando sobre el sentido de la vida y los cuidados; con tiempo para despedirse; muriendo cuando sea el momento adecuado, sin sufrir una prolongación absurda de la vida.
La buena muerte no llegará de la mano de los profesionales, sino de unos ciudadanos empoderados, que exijan ejercer su derecho al alivio del sufrimiento, a elegir entre opciones, a morir dormidos -si ese es su deseo-, a ser protagonistas de su propia vida decidiendo cuándo y cómo morir. En este camino, hay que aumentar los recursos paliativos, pero para que la medicina paliativa lidere un cambio de actitud fundamental hacia la muerte, ha de ser ponerse a la altura de los ciudadanos y abandonar sus posiciones fundamentalistas que anteponen la sacralidad de la vida a la voluntad del paciente (como por ejemplo su afirmación dogmática de que los CP ni adelantan ni retrasan la muerte o su rechazo a la sedación a demanda), y ser capaz de leer los signos de los tiempos (la autonomía), respetando las preferencias de cada paciente. Esa muerte amable y compasiva, que actualmente se niega a demasiados pacientes y familiares, no depende tanto de que haya más médicos y enfermeras de paliativos, sino de que todos los profesionales se involucren y asuman que ayudar a morir también es una finalidad irrenunciable de la medicina del siglo XXI.