La web no gracias (magnífica, de lectura recomendable) publica un artículo que dice que algo estamos haciendo mal con nuestros ancianos frágiles (los debilitados, con demencia o con enfermedades crónicas), que llenan las urgencias de los hospitales.
Para evitar su muerte, todos tienen criterios de ingreso, a veces por agotamiento, pero ¿Qué pasa cuando lo mejor que le puede pasar a un enfermo es morirse? ¿Y si la muerte no es lo más temido por los pacientes? ¿Y si eso que temen más que a la muerte se da con más frecuencia tras un ingreso hospitalario?
Pues que, si tenemos en cuenta sus prioridades, ingresarlos no es la mejor opción, sino la peor. Pero trabajar con esta hipótesis da vértigo.
Para evitar su muerte, todos tienen criterios de ingreso, a veces por agotamiento, pero ¿Qué pasa cuando lo mejor que le puede pasar a un enfermo es morirse? ¿Y si la muerte no es lo más temido por los pacientes? ¿Y si eso que temen más que a la muerte se da con más frecuencia tras un ingreso hospitalario?
Pues que, si tenemos en cuenta sus prioridades, ingresarlos no es la mejor opción, sino la peor. Pero trabajar con esta hipótesis da vértigo.
Según una encuesta, realizada a mayores de 60 años ingresados en un hospital con enfermedades crónicas graves, casi el 70% consideraba igual o peor que la muerte la incontinencia urinaria y/o fecal, la dependencia de un respirador o no poder moverse de la cama; y casi el 60% estar confuso todo el tiempo, la alimentación por sonda o la necesidad de cuidados continuos.
Para ellos y ellas es más importante evitar la dependencia que la propia muerte, por lo que cualquier decisión médica que provoque un deterioro funcional irreversible debería ser evitada, incluso aunque exista riesgo de muerte.
Según una revisión de la literatura sobre la pérdida durante una hospitalización de la capacidad para realizar una actividad básica de la vida diaria (ABVD: bañarse, vestirse, levantarse de la cama, ir al baño, comer o caminar) se comprobó que el 30% de los mayores de 70 años y más del 50% de los de 85 años eran dados de alta del hospital con mayor dependencia; el 50% de las pérdidas de ABVD se producen tras una hospitalización (no necesariamente prolongada ni por enfermedad grave) y al año, menos del 50% recuperan la función perdida.
¿Saben esto los ancianos que están en urgencias esperando cama? ¿Saben que la mitad de ellos serán dados de alta con dependencia? ¿No deberían cambiar muchas cosas estos datos? ¿Por qué no las cambian?
A modo de conclusiones, el autor hace varias propuestas:
Pues no, no las tendrá mientras la muerte voluntaria sea un tabú para una parte importante de la profesión médica. No hablo sólo de la eutanasia y del suicidio médicamente asistido, sino de la aceptación de la muerte como un proceso natural que se afronta no sólo como inevitable, sino como algo deseable cuando es la única opción frente a una dependencia que, para la mayoría, es peor que la muerte.
Morir voluntariamente no es sólo que hoy, aquí y ahora, el médico me pondrá una inyección que me liberará de una vida de sufrimiento de la que deseo liberarme. Morir voluntariamente también es dejar que la naturaleza siga su curso, morir para evitar situaciones indignas para sus protagonistas, permitir que esa bendita neumonía provoque una insuficiencia respiratoria que, con ayuda de algunos medicamentos, le vaya sumiendo en un sueño profundo del que ya no despierte.
Necesitamos con urgencia una cultura de la muerte que sea respetuosa con los valores y la voluntad de cada persona. Pero desgraciadamente, mientras la eutanasia siga siendo un delito en el Código Penal, ese debate no llegará, y los ancianos seguirán sufriendo el final de su vida rodeados de tecnología, con una ingente cantidad de datos, pero sin que nadie les haga ni puñetero caso.
Si usted es un anciano que aspira a morir en paz no lo deje en manos de los demás, hágase socio de DMD y firme su testamento vital.
Para ellos y ellas es más importante evitar la dependencia que la propia muerte, por lo que cualquier decisión médica que provoque un deterioro funcional irreversible debería ser evitada, incluso aunque exista riesgo de muerte.
Según una revisión de la literatura sobre la pérdida durante una hospitalización de la capacidad para realizar una actividad básica de la vida diaria (ABVD: bañarse, vestirse, levantarse de la cama, ir al baño, comer o caminar) se comprobó que el 30% de los mayores de 70 años y más del 50% de los de 85 años eran dados de alta del hospital con mayor dependencia; el 50% de las pérdidas de ABVD se producen tras una hospitalización (no necesariamente prolongada ni por enfermedad grave) y al año, menos del 50% recuperan la función perdida.
¿Saben esto los ancianos que están en urgencias esperando cama? ¿Saben que la mitad de ellos serán dados de alta con dependencia? ¿No deberían cambiar muchas cosas estos datos? ¿Por qué no las cambian?
A modo de conclusiones, el autor hace varias propuestas:
- Mejorar la información y la toma de decisiones compartidas con los pacientes ancianos frágiles, especialmente desde atención primaria, con herramientas como la planificación anticipada de la atención sanitaria.
- Y evitar actuaciones capaces de generar situaciones peores que la muerte, con opciones distintas al ingreso convencional, como las unidades de observación (con menos “daños colaterales” y más eficiencia), en las que los objetivos no son mejorar la saturación de oxígeno o la creatinina.
- Por último, la atención domiciliaria debería ser la principal preocupación de cualquier sistema de salud: es el mejor sitio para atender a los pacientes más frágiles y, con mucha frecuencia, sin la necesidad de tener que ponerse en la dicotomía morir o perder autonomía.
Pues no, no las tendrá mientras la muerte voluntaria sea un tabú para una parte importante de la profesión médica. No hablo sólo de la eutanasia y del suicidio médicamente asistido, sino de la aceptación de la muerte como un proceso natural que se afronta no sólo como inevitable, sino como algo deseable cuando es la única opción frente a una dependencia que, para la mayoría, es peor que la muerte.
Morir voluntariamente no es sólo que hoy, aquí y ahora, el médico me pondrá una inyección que me liberará de una vida de sufrimiento de la que deseo liberarme. Morir voluntariamente también es dejar que la naturaleza siga su curso, morir para evitar situaciones indignas para sus protagonistas, permitir que esa bendita neumonía provoque una insuficiencia respiratoria que, con ayuda de algunos medicamentos, le vaya sumiendo en un sueño profundo del que ya no despierte.
Necesitamos con urgencia una cultura de la muerte que sea respetuosa con los valores y la voluntad de cada persona. Pero desgraciadamente, mientras la eutanasia siga siendo un delito en el Código Penal, ese debate no llegará, y los ancianos seguirán sufriendo el final de su vida rodeados de tecnología, con una ingente cantidad de datos, pero sin que nadie les haga ni puñetero caso.
Si usted es un anciano que aspira a morir en paz no lo deje en manos de los demás, hágase socio de DMD y firme su testamento vital.