(Imagen: El vuelo de Venus, Omar Ortíz)
“Hasta un monstruo antiguo necesita un nombre. Bautizar una enfermedad es describir cierto estado de sufrimiento: un acto literario antes de ser un acto médico. Mucho antes de convertirse en objeto de escrutinio médico, un paciente es, ante todo, simplemente un cronista, un narrador del sufrimiento, un viajero que ha visitado el reino de los enfermos. Para aliviar una enfermedad es preciso, entonces, empezar por descargarle de su historia“ (p.74).
El diálogo es la esencia de la medicina, el encuentro de dos seres humanos que confian y se respetan mutuamente. El cuidado esencial no está tan centrado en el logos o la razón, como en el phatos o el sentimiento (L.Boff, el cuidado esencial), “es aquí cuando la medicina se transforma y deja de ser esencialmente acción, para ser gesto y palabra. Pareciera que aquí deja de ser medicina, pero no es así: justamente es cuando más lo es” (Pis Diez Pretti).
Su fundadora, Cecicly Saunders, fue testigo de que a los pacientes terminales se les negaba la dignidad, el alivio del dolor y a menudo hasta la atención médica básica; vivían una vida confinada, a veces literalmente, en habitaciones sin ventanas. Esos casos desesperados se habían convertido en los parias de la oncología, incapaces de encontrar un lugar en su retórica de batallas y victorias y por eso, como soldados inútiles y heridos, puestos fuera de la vista y el pensamiento”.
“La resistencia a prestar cuidados paliativos a los pacientes era tan grande que los médicos ni siquiera nos miraban a los ojos cuando les recomendábamos que dejaran de esforzarse por salvar vidas y comenzaran a salvar la dignidad (…). Los médicos eran alérgicos al olor de la muerte. La muerte significaba fracaso, derrota: era la muerte de ellos, la muerte de la medicina, la muerte de la oncología”.
¿Qué ha cambiado? La asistencia paliativa ha sido admitida en la medicina, el tratamiento del dolor es una prioridad, la sedación ante el sufrimiento refractario -aunque todavía con algunos reparos- se acepta como un tratamiento necesario. Pero sobre todo, lo que ha cambiado son los pacientes, que exigen que se respete el valor autonomía en sus decisiones, retrocediendo con paso lento, pero seguro, el paternalismo de antaño. Afrontar la muerte no es “tirar la toalla”, sino tomar conciencia de nuestra contingencia. Es difícil y doloroso, pero es imprescindible para morir en paz.
“Más es más”, me dijo de manera cortante la hija de una paciente. (Yo le había sugerido con delicadeza que para algunos pacientes con cáncer “menos podría ser más”) (…).
La hija era médica, y cuando terminé la revisión fijó en mí una mirada intensa y aguda. Estaba consagrada a su madre con e instinto maternal invertido –y dos veces más feroz- que marca el conmovedor momento de la mediana edad en el que los papeles de madre e hija empiezan a intercambiarse. La hija quería la mejor atención posible para su madre: los mejores médicos, la mejor habitación y la mejor medicina, la más fuerte y dura que el privilegio y el dinero pudieran comprar.
La anciana, entretanto, difícilmente sería capaz de tolerar la droga más suave. Todavía no había sufrido un fallo hepático, pero estaba al borde de hacerlo, y sutiles señales indicaban que los riñones apenas funcionaban. Sugerí que lo intentáramos con drogas paliativas, tal vez un solo agente quimioterápico que mejorara sus síntomas, en vez de propiciar un régimen más fuerte para tratar de curar una enfermedad incurable.
La hija me miró como si yo estuviera loco. “He venido aquí a buscar un tratamiento, no consuelos para enfermos terminales”, me dijo finalmente, rebosante de furia.
Al cabo de unas semanas supe que había encontrado otro médico. No sé si la enferma murió de cáncer o de su cura” .