Toda ley de eutanasia es restrictiva, por definición. El tabú contribuye, así como el imaginario colectivo de que el suicidio “es cosa de locos”. Quizá no sea más que otra forma de huida, ponerle la etiqueta de “psiquiatría” y que lo resuelvan ell@s, que para eso les pagamos. Pero el suicidio lúcido existe, ¡vaya si existe!
Es contracultural. Si, como todo lo que va contra las ideas dominantes, como el feminismo, el voto de las mujeres o la abolición de la esclavitud. Contra-natura no, porque la búsqueda de sentido, trascender más allá del instante presente para preguntarnos por qué y para qué, forman parte de nuestra naturaleza humana. Al igual que la biografía, la disponibilidad de la propia vida, por coherencia biográfica, es una expresión de la libertad en su sentido más puro, exclusivamente humana.
El problema de las leyes de eutanasia es que nacen de la desconfianza, provocando consecuencias perversas. No se fían de que las personas sean lo suficientemente maduras para ejercer su libertad con responsabilidad. ¿A qué imbécil se le va a ocurrir pedir de forma reiterada, seria y reflexiva una muerte que no desea? "Hay gente pa tó", pero no iría más allá de una conversación con la médica. No me hablen del chaval que se arrojó al metro y ahora es un parapléjico feliz. ¡Me alegro por él!, pero eso no tiene nada que ver con la eutanasia. Lamentablemente esa tragedia seguirá ocurriendo, con o sin ley de eutanasia.
Pero la cosa no queda ahí, porque tampoco se fían de los profesionales, a los que también hay que vigilar, no vaya a ser que, por arte de birli birloque, se transformen en homicidas. ¡Vaya disparate!
Cuando se regule, la eutanasia la ejercerá del 1 al 4% de las personas que mueran cada año. Son varios miles, pero el derecho a morir no es un asunto de minorías, sino una conquista que beneficia a todas las personas que se sentirán más libres, con más opciones para afrontar el final de su vida.
Estas son las ideas de un artículo (un poco largo) publicado en la revista 78 de la Asociación Derecho a Morir Dignamente, colgado íntegramente a continuación
Es contracultural. Si, como todo lo que va contra las ideas dominantes, como el feminismo, el voto de las mujeres o la abolición de la esclavitud. Contra-natura no, porque la búsqueda de sentido, trascender más allá del instante presente para preguntarnos por qué y para qué, forman parte de nuestra naturaleza humana. Al igual que la biografía, la disponibilidad de la propia vida, por coherencia biográfica, es una expresión de la libertad en su sentido más puro, exclusivamente humana.
El problema de las leyes de eutanasia es que nacen de la desconfianza, provocando consecuencias perversas. No se fían de que las personas sean lo suficientemente maduras para ejercer su libertad con responsabilidad. ¿A qué imbécil se le va a ocurrir pedir de forma reiterada, seria y reflexiva una muerte que no desea? "Hay gente pa tó", pero no iría más allá de una conversación con la médica. No me hablen del chaval que se arrojó al metro y ahora es un parapléjico feliz. ¡Me alegro por él!, pero eso no tiene nada que ver con la eutanasia. Lamentablemente esa tragedia seguirá ocurriendo, con o sin ley de eutanasia.
Pero la cosa no queda ahí, porque tampoco se fían de los profesionales, a los que también hay que vigilar, no vaya a ser que, por arte de birli birloque, se transformen en homicidas. ¡Vaya disparate!
Cuando se regule, la eutanasia la ejercerá del 1 al 4% de las personas que mueran cada año. Son varios miles, pero el derecho a morir no es un asunto de minorías, sino una conquista que beneficia a todas las personas que se sentirán más libres, con más opciones para afrontar el final de su vida.
Estas son las ideas de un artículo (un poco largo) publicado en la revista 78 de la Asociación Derecho a Morir Dignamente, colgado íntegramente a continuación
EUTANASIA: LIBERTAD TUTELADA (Revista nº 78, Asociación DMD)
La muerte voluntaria: una cosa de locos
Todas las leyes de eutanasia entrañan una contradicción: afirman que su fundamento es el respeto a la libertad de elegir el momento de la muerte, pero a la vez la restringen a unos supuestos y unos procedimientos que la propia ley –con más o menos acierto- determina.
Parafraseando el famoso microrrelato del dinosaurio, “cuando despertó, el tabú todavía estaba allí”, estorbando, haciéndonos más difícil el pensar la muerte (lo que no se habla, sólo se piensa en soledad). Su propia naturaleza, su irreversibilidad, la radicalidad de la decisión de morir. Otro obstáculo es que la idea de la sacralidad de la vida, de origen religioso (solo dios da y quita la vida), continua vigente en una cultura que cada vez es más laica, pero que no sólo evita mirar a la muerte, sino que trata de comprender la disponibilidad de la propia vida con el prisma de la excepcionalidad.
Si socialmente ya nos cuesta pensar en la radicalidad de la muerte, su nada, acercarse a la muerte voluntaria es aún más difícil. La afirmación de que detrás del 90% de los suicidios existe una patología mental, cuando en realidad existe una relación causa efecto mucho más compleja que la que se da por supuesta, ha creado en el imaginario colectivo una idea distorsionada que asocia muerte voluntaria y locura, que contamina la reflexión sobre por qué morir y su aceptación. ¿Acaso no existe el suicidio lúcido de una persona con un trastorno mental? ¿Acaso no es la muerte la mejor opción posible para algunas personas jóvenes, “en la flor de una vida” marcada por la tragedia de un sufrimiento psicológico que no encuentra alivio de ninguna manera conocida? ¿Y para las personas mayores que deseen despedirse de los suyos y morir? Sí lo es, pero eso da miedo, la vulnerabilidad del ser humano, la voluntad de morir ante el no futuro de algunas vidas jóvenes, nos provoca un escalofrío. Preferimos vivir el espejismo del pensamiento positivo y ese absurdo buenismo del todo se cura.
Más allá de las cifras, la comparación con los accidentes de tráfico, unos gráficos y mensajes superficiales que nos trasladan a “lugares comunes”, como “el suicidio es un problema de salud pública”, no existen discursos que profundicen en la decisión de morir. Por temor al efecto Werther (jóvenes potencialmente suicidas imitando a otro que se ha quitado la vida), existe un silencio que en los tiempos de internet y de las redes sociales es absurdo. Adolescentes y jóvenes ya no leen periódicos, pero tienen en su mano millones de enlaces a páginas sobre cómo morir.
Quizá esta identificación, en el fondo no sea más que otra forma de huir y de esconder la muerte, el suicidio, etiquetándolo como un “asunto de personas que han perdido la chaveta”, o sea, que ya no es “mi” problema, algo sobre lo que yo deba reflexionar, sino de la psiquiatría y las profesiones sanitarias, que ya encontrarán cómo solucionarlo.
La muerte voluntaria: una cosa de locos
Todas las leyes de eutanasia entrañan una contradicción: afirman que su fundamento es el respeto a la libertad de elegir el momento de la muerte, pero a la vez la restringen a unos supuestos y unos procedimientos que la propia ley –con más o menos acierto- determina.
Parafraseando el famoso microrrelato del dinosaurio, “cuando despertó, el tabú todavía estaba allí”, estorbando, haciéndonos más difícil el pensar la muerte (lo que no se habla, sólo se piensa en soledad). Su propia naturaleza, su irreversibilidad, la radicalidad de la decisión de morir. Otro obstáculo es que la idea de la sacralidad de la vida, de origen religioso (solo dios da y quita la vida), continua vigente en una cultura que cada vez es más laica, pero que no sólo evita mirar a la muerte, sino que trata de comprender la disponibilidad de la propia vida con el prisma de la excepcionalidad.
Si socialmente ya nos cuesta pensar en la radicalidad de la muerte, su nada, acercarse a la muerte voluntaria es aún más difícil. La afirmación de que detrás del 90% de los suicidios existe una patología mental, cuando en realidad existe una relación causa efecto mucho más compleja que la que se da por supuesta, ha creado en el imaginario colectivo una idea distorsionada que asocia muerte voluntaria y locura, que contamina la reflexión sobre por qué morir y su aceptación. ¿Acaso no existe el suicidio lúcido de una persona con un trastorno mental? ¿Acaso no es la muerte la mejor opción posible para algunas personas jóvenes, “en la flor de una vida” marcada por la tragedia de un sufrimiento psicológico que no encuentra alivio de ninguna manera conocida? ¿Y para las personas mayores que deseen despedirse de los suyos y morir? Sí lo es, pero eso da miedo, la vulnerabilidad del ser humano, la voluntad de morir ante el no futuro de algunas vidas jóvenes, nos provoca un escalofrío. Preferimos vivir el espejismo del pensamiento positivo y ese absurdo buenismo del todo se cura.
Más allá de las cifras, la comparación con los accidentes de tráfico, unos gráficos y mensajes superficiales que nos trasladan a “lugares comunes”, como “el suicidio es un problema de salud pública”, no existen discursos que profundicen en la decisión de morir. Por temor al efecto Werther (jóvenes potencialmente suicidas imitando a otro que se ha quitado la vida), existe un silencio que en los tiempos de internet y de las redes sociales es absurdo. Adolescentes y jóvenes ya no leen periódicos, pero tienen en su mano millones de enlaces a páginas sobre cómo morir.
Quizá esta identificación, en el fondo no sea más que otra forma de huir y de esconder la muerte, el suicidio, etiquetándolo como un “asunto de personas que han perdido la chaveta”, o sea, que ya no es “mi” problema, algo sobre lo que yo deba reflexionar, sino de la psiquiatría y las profesiones sanitarias, que ya encontrarán cómo solucionarlo.
Contracultural si, contranatura no.
La idea de que la muerte voluntaria es una conducta subversiva, contraria a la cultura dominante de vivir “hasta que dios quiera” o “hasta que el cuerpo aguante”, todavía sigue ahí (como el dinosaurio). Una cultura, como decimos, sólo dispuesta a aceptar algunas excepciones, como la proximidad de la muerte (total, si ya se está muriendo, qué más da) o el deterioro grave de la vida (pobrecito Ramón Sampedro), y siempre que la muerte esté medicalizada.
La muerte voluntaria es contracultural porque rompe con esas ideas dominantes, procurando que cada persona se apropie de su muerte y exija morir bien, cuando y como ella decida. El feminismo, la exigencia de igualdad de género, también es contracultural, como lo fueron la libertad de expresión, de conciencia, el divorcio, la planificación familiar, el aborto o el matrimonio igualitario. Avanzar en el respeto a los derechos humanos, incorporando el derecho a morir, es progreso.
Pero la muerte voluntaria no es contra natura. Siempre ha existido, ocultada o despreciada por la cultura. A lo largo de la historia el suicida ha sido vilipendiado públicamente, sus familiares castigados confiscando sus propiedades, su cadáver colgado de un puente o enterrado en un lugar diferente al de los demás mortales, para escarnio público y para que los demás no cayeran en la tentación de imitarlo. Pero siempre ha estado ahí. Corramos esa cortina de una vez y sepamos qué ocurre, qué se pasa por la cabeza de una persona que –se acerque o no de forma inevitable a la muerte- voluntariamente decide morir.
Coherencia biográfica
Morir no es fácil. Cualquier persona puede soportar un día más, una semana más, un mes más…; pero si quiere morir tiene que, primero, planearlo con tiempo, y segundo, que llegue el día en que diga ¡basta, llegó la hora de decir adiós! Es triste que, por culpa del código penal, muchas personas se vean obligadas a hacerlo en soledad.
La vida biológica trata de perpetuarse a sí misma, pero el ser humano también tiene una vida espiritual, que es la capacidad de trascender más allá de su cuerpo y del instante presente. Junto a las cuestiones clásicas de la filosofía de quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, las personas se preguntan qué sentido tiene su propia vida. En 200 años la esperanza de vida se ha duplicado, en los países desarrollados la vida ya no es amenazada por el hambre, las epidemias, la guerra o las condiciones de trabajo. Sin embargo, cuando la vida es más segura que nunca, muchas personas no desean llegar al horizonte estadístico de los ochenta y tantos años, en malas condiciones físicas o psíquicas. Para ellas, vivir es mucho más que respirar, desean un proyecto vital en el que hasta el final al menos se intuya la felicidad. No sólo no basta con sobrevivir, sino que la vida misma se puede convertir en un mal si se desarrolla en condiciones de indignidad.
La ley de eutanasia se arma de fundamentos para, acto seguido, ignorarlos. Nos trata como a niños y niñas. En EEUU las razones para morir son: incapacidad para disfrutar de actividades satisfactorias, pérdida de autonomía y pérdida de dignidad. Las leyes se enfrentan al reto de transformar esa experiencia de sinsentido, en un texto legal, con requisitos supuestamente objetivos. Pero se equivoca (mejor hubiera sido copiar el código penal: graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar). Probablemente la mejor manera, quizá la única, de acercarse a la experiencia de no sentido de la vida, o de sufrimiento, de una persona que desea morir, sea a través del relato, de la poesía, del arte, del silencio. No se puede hacer un texto legal con silencio, pero sí con más respeto a la compleja naturaleza humana.
Estoy de acuerdo en que “el hombre es un ser en busca de sentido”. Pero esa afirmación de postal, con un bellísimo paisaje soleado de fondo, de que “quién encuentra un para qué, soporta cualquier cómo”, se torna en un panorama amenazador, que llega a ser horrible, cuando no existe un para qué. ¿Qué sentido tiene vivir con demencia, enajenado, vacío de uno mismo? Para mí, ninguno. No existe un para qué, es para nada, para morir, fastidiando a los demás. ¿Qué sentido tiene esperar a la Parca durante años cuando una persona mayor se siente harta, aburrida, hastiada de vivir?
La muerte voluntaria no es contra-natura, sino todo lo contrario, es el resultado de la exigencia de sentido. La posibilidad de renuncia, de dimisión de la vida no deseada, es una expresión de la libertad en su sentido más puro.
La idea de que la muerte voluntaria es una conducta subversiva, contraria a la cultura dominante de vivir “hasta que dios quiera” o “hasta que el cuerpo aguante”, todavía sigue ahí (como el dinosaurio). Una cultura, como decimos, sólo dispuesta a aceptar algunas excepciones, como la proximidad de la muerte (total, si ya se está muriendo, qué más da) o el deterioro grave de la vida (pobrecito Ramón Sampedro), y siempre que la muerte esté medicalizada.
La muerte voluntaria es contracultural porque rompe con esas ideas dominantes, procurando que cada persona se apropie de su muerte y exija morir bien, cuando y como ella decida. El feminismo, la exigencia de igualdad de género, también es contracultural, como lo fueron la libertad de expresión, de conciencia, el divorcio, la planificación familiar, el aborto o el matrimonio igualitario. Avanzar en el respeto a los derechos humanos, incorporando el derecho a morir, es progreso.
Pero la muerte voluntaria no es contra natura. Siempre ha existido, ocultada o despreciada por la cultura. A lo largo de la historia el suicida ha sido vilipendiado públicamente, sus familiares castigados confiscando sus propiedades, su cadáver colgado de un puente o enterrado en un lugar diferente al de los demás mortales, para escarnio público y para que los demás no cayeran en la tentación de imitarlo. Pero siempre ha estado ahí. Corramos esa cortina de una vez y sepamos qué ocurre, qué se pasa por la cabeza de una persona que –se acerque o no de forma inevitable a la muerte- voluntariamente decide morir.
Coherencia biográfica
Morir no es fácil. Cualquier persona puede soportar un día más, una semana más, un mes más…; pero si quiere morir tiene que, primero, planearlo con tiempo, y segundo, que llegue el día en que diga ¡basta, llegó la hora de decir adiós! Es triste que, por culpa del código penal, muchas personas se vean obligadas a hacerlo en soledad.
La vida biológica trata de perpetuarse a sí misma, pero el ser humano también tiene una vida espiritual, que es la capacidad de trascender más allá de su cuerpo y del instante presente. Junto a las cuestiones clásicas de la filosofía de quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, las personas se preguntan qué sentido tiene su propia vida. En 200 años la esperanza de vida se ha duplicado, en los países desarrollados la vida ya no es amenazada por el hambre, las epidemias, la guerra o las condiciones de trabajo. Sin embargo, cuando la vida es más segura que nunca, muchas personas no desean llegar al horizonte estadístico de los ochenta y tantos años, en malas condiciones físicas o psíquicas. Para ellas, vivir es mucho más que respirar, desean un proyecto vital en el que hasta el final al menos se intuya la felicidad. No sólo no basta con sobrevivir, sino que la vida misma se puede convertir en un mal si se desarrolla en condiciones de indignidad.
La ley de eutanasia se arma de fundamentos para, acto seguido, ignorarlos. Nos trata como a niños y niñas. En EEUU las razones para morir son: incapacidad para disfrutar de actividades satisfactorias, pérdida de autonomía y pérdida de dignidad. Las leyes se enfrentan al reto de transformar esa experiencia de sinsentido, en un texto legal, con requisitos supuestamente objetivos. Pero se equivoca (mejor hubiera sido copiar el código penal: graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar). Probablemente la mejor manera, quizá la única, de acercarse a la experiencia de no sentido de la vida, o de sufrimiento, de una persona que desea morir, sea a través del relato, de la poesía, del arte, del silencio. No se puede hacer un texto legal con silencio, pero sí con más respeto a la compleja naturaleza humana.
Estoy de acuerdo en que “el hombre es un ser en busca de sentido”. Pero esa afirmación de postal, con un bellísimo paisaje soleado de fondo, de que “quién encuentra un para qué, soporta cualquier cómo”, se torna en un panorama amenazador, que llega a ser horrible, cuando no existe un para qué. ¿Qué sentido tiene vivir con demencia, enajenado, vacío de uno mismo? Para mí, ninguno. No existe un para qué, es para nada, para morir, fastidiando a los demás. ¿Qué sentido tiene esperar a la Parca durante años cuando una persona mayor se siente harta, aburrida, hastiada de vivir?
La muerte voluntaria no es contra-natura, sino todo lo contrario, es el resultado de la exigencia de sentido. La posibilidad de renuncia, de dimisión de la vida no deseada, es una expresión de la libertad en su sentido más puro.
Libertad vigilada
Regular las conductas eutanásicas es crear un marco que ineludiblemente deja fuera aquella parte de la realidad que no queda circunscrita dentro de los límites que, de forma artificial, determina la ley. Si de verdad el objetivo fuera incorporar a nuestra cultura democrática el respeto a la disponibilidad de la propia vida, sin otro requisito que la libertad y la responsabilidad (dar razones y no perjudicar a los demás), cuantas más personas pudieran ejercer su derecho a morir, mejor sería la ley.
Según la exposición de motivos de la proposición de ley del PSOE, “no basta simplemente con despenalizar las conductas que impliquen alguna forma de ayuda a la muerte de otra persona, aun cuando se produzca por expreso deseo de esta. Tal modificación legal dejaría a las personas desprotegidas respecto de su derecho a la vida que nuestro marco constitucional exige proteger.” La incongruencia es astronómica. ¿Por qué sólo en la eutanasia del enfermo terminal o con discapacidad grave y crónica con un sufrimiento insoportable no peligra su derecho a la vida y si en las que desean morir, pero no cumplen esos requisitos de la ley?
Está bastante claro que el derecho a la vida en ningún caso se puede convertir en la obligación de vivir, es decir, que el derecho a la vida nunca, jamás, entra en conflicto con el derecho a morir de una persona. Obviamente, la vida es el soporte de todo; sin vida, no queda nada, pero el debate semántico sobre la inexistencia del derecho a morir, porque entonces ya no existe el sujeto titular de ese derecho no me interesa, pero en ese caso, me da lo mismo sustituir la expresión derecho a morir por derecho a finalizar mi vida cuando y como yo decida.
Por mucho que le pese a algunos, legalmente yo puedo rechazar cualquier tratamiento, incluso cuando mi vida dependa del mismo. El ejemplo más claro sería la ventilación mecánica. En ese caso tengo derecho a morir, exigiendo que apaguen la máquina que me mantiene con vida. Si lo hago, consciente de que al darle al off mi muerte acontecerá en unos minutos, la ley no me exige, como sí hace la ley de eutanasia, que intervengan cuatro personas distintas, tres médicas y una jurista, antes de apagar esa dichosa máquina. Ciertamente, la regulación que se plantea es un avance, que resolvería lo que hemos llamado la paradoja de la suerte de la máquina, es decir, que Ramón Sampedro ya no tendría la “mala suerte” de no estar enchufado a una máquina para morir voluntariamente, pero ¿Qué pasa con los demás?
Treinta años después de la muerte de Ramón y dieciséis de las leyes en Holanda y Bélgica, la ley española debería recoger toda esa experiencia y mirar al futuro. A estas alturas, la “valoración cualificada y externa a las personas solicitante y ejecutora, previa y posterior al acto eutanásico” está fuera de lugar. Me parece muy bien que exista una valoración de las prácticas eutanásicas, pero no de la forma desproporcionada que impone la ley. ¿A qué vienen tantas pegas? ¿De dónde surge esa desconfianza? Si el control posterior funciona ¿Por qué aquí ponemos la venda antes que la herida? Tal y como se explicaba bien en la revista anterior, marca España.
Una libertad sospechosa
En ausencia de una cultura de la muerte voluntaria, la ley de eutanasia provoca consecuencias perversas, que consisten en sospechar en primer lugar de la libertad de la persona que desea morir, y como daño colateral, del médico que de mutuo acuerdo está dispuesto a ayudarla. Es penoso que una ley que nace para proteger un derecho individual se deje llevar por los derroteros de la propaganda contra la muerte voluntaria (la inexistente pendiente deslizante).
En esta propuesta se huele el miedo a la libertad, a que las personas decidan morir. Ese miedo que explica que cuando un anciano con achaques muere súbitamente los demás comenten en el tanatorio, “¡Qué suerte ha tenido! Una muerte así la quiero yo para mí”. Y sin embargo, si él mismo plantea a sus hijos -que también piensan en el “bendito infarto”- su voluntad de morir, éstos se lleven las manos a la cabeza y recurran al psiquiatra para que le coloque una etiqueta en la frente que diga depresión, o sea, está mal de la cabeza, “no intentar comprender”. ¿Qué nos pasa con la muerte voluntaria? ¿Cuántos de estos ancianos se ahorcarán o se tirarán por la ventana? Con esta ley, nunca lo sabremos.
El legislador transmite miedo. A la imitación, a que sea demasiado fácil morir. ¡Qué disparate! ¿Qué persona en sus cabales pedirá una muerte no deseada? Nadie. La sospecha, la idea de que morir sea una decisión impulsiva, no reflexiva, debida a un arrebato o a coacciones de terceras personas, no sólo es absurda, sino una falta de respeto a las personas que expresan su voluntad de morir y a la relación entre dos personas, profesional y paciente, que deliberan para dilucidar cuál es la opción menos mala.
La eutanasia se puede regular, con garantías, de otra manera. Tras la infamia de 2005 del gobierno del PP contra Luis Montes y compañeros del Hospital Severo Ochoa de Leganés, ¿Me puedo fiar de una comisión de control nombrada a dedo, por el mismo partido político, que todavía gobierna? (Por cierto, sin haber reconocido sus errores, ni pedido perdón en ningún momento) Pues no, la ley no debería dejar en manos de las comunidades autónomas la posibilidad de boicotearla mediante el control previo. Ojalá que, si finalmente se aprueba, los ciudadanos no tengan que irse a morir a la región vecina, porque eso sería patético.
Regular las conductas eutanásicas es crear un marco que ineludiblemente deja fuera aquella parte de la realidad que no queda circunscrita dentro de los límites que, de forma artificial, determina la ley. Si de verdad el objetivo fuera incorporar a nuestra cultura democrática el respeto a la disponibilidad de la propia vida, sin otro requisito que la libertad y la responsabilidad (dar razones y no perjudicar a los demás), cuantas más personas pudieran ejercer su derecho a morir, mejor sería la ley.
Según la exposición de motivos de la proposición de ley del PSOE, “no basta simplemente con despenalizar las conductas que impliquen alguna forma de ayuda a la muerte de otra persona, aun cuando se produzca por expreso deseo de esta. Tal modificación legal dejaría a las personas desprotegidas respecto de su derecho a la vida que nuestro marco constitucional exige proteger.” La incongruencia es astronómica. ¿Por qué sólo en la eutanasia del enfermo terminal o con discapacidad grave y crónica con un sufrimiento insoportable no peligra su derecho a la vida y si en las que desean morir, pero no cumplen esos requisitos de la ley?
Está bastante claro que el derecho a la vida en ningún caso se puede convertir en la obligación de vivir, es decir, que el derecho a la vida nunca, jamás, entra en conflicto con el derecho a morir de una persona. Obviamente, la vida es el soporte de todo; sin vida, no queda nada, pero el debate semántico sobre la inexistencia del derecho a morir, porque entonces ya no existe el sujeto titular de ese derecho no me interesa, pero en ese caso, me da lo mismo sustituir la expresión derecho a morir por derecho a finalizar mi vida cuando y como yo decida.
Por mucho que le pese a algunos, legalmente yo puedo rechazar cualquier tratamiento, incluso cuando mi vida dependa del mismo. El ejemplo más claro sería la ventilación mecánica. En ese caso tengo derecho a morir, exigiendo que apaguen la máquina que me mantiene con vida. Si lo hago, consciente de que al darle al off mi muerte acontecerá en unos minutos, la ley no me exige, como sí hace la ley de eutanasia, que intervengan cuatro personas distintas, tres médicas y una jurista, antes de apagar esa dichosa máquina. Ciertamente, la regulación que se plantea es un avance, que resolvería lo que hemos llamado la paradoja de la suerte de la máquina, es decir, que Ramón Sampedro ya no tendría la “mala suerte” de no estar enchufado a una máquina para morir voluntariamente, pero ¿Qué pasa con los demás?
Treinta años después de la muerte de Ramón y dieciséis de las leyes en Holanda y Bélgica, la ley española debería recoger toda esa experiencia y mirar al futuro. A estas alturas, la “valoración cualificada y externa a las personas solicitante y ejecutora, previa y posterior al acto eutanásico” está fuera de lugar. Me parece muy bien que exista una valoración de las prácticas eutanásicas, pero no de la forma desproporcionada que impone la ley. ¿A qué vienen tantas pegas? ¿De dónde surge esa desconfianza? Si el control posterior funciona ¿Por qué aquí ponemos la venda antes que la herida? Tal y como se explicaba bien en la revista anterior, marca España.
Una libertad sospechosa
En ausencia de una cultura de la muerte voluntaria, la ley de eutanasia provoca consecuencias perversas, que consisten en sospechar en primer lugar de la libertad de la persona que desea morir, y como daño colateral, del médico que de mutuo acuerdo está dispuesto a ayudarla. Es penoso que una ley que nace para proteger un derecho individual se deje llevar por los derroteros de la propaganda contra la muerte voluntaria (la inexistente pendiente deslizante).
En esta propuesta se huele el miedo a la libertad, a que las personas decidan morir. Ese miedo que explica que cuando un anciano con achaques muere súbitamente los demás comenten en el tanatorio, “¡Qué suerte ha tenido! Una muerte así la quiero yo para mí”. Y sin embargo, si él mismo plantea a sus hijos -que también piensan en el “bendito infarto”- su voluntad de morir, éstos se lleven las manos a la cabeza y recurran al psiquiatra para que le coloque una etiqueta en la frente que diga depresión, o sea, está mal de la cabeza, “no intentar comprender”. ¿Qué nos pasa con la muerte voluntaria? ¿Cuántos de estos ancianos se ahorcarán o se tirarán por la ventana? Con esta ley, nunca lo sabremos.
El legislador transmite miedo. A la imitación, a que sea demasiado fácil morir. ¡Qué disparate! ¿Qué persona en sus cabales pedirá una muerte no deseada? Nadie. La sospecha, la idea de que morir sea una decisión impulsiva, no reflexiva, debida a un arrebato o a coacciones de terceras personas, no sólo es absurda, sino una falta de respeto a las personas que expresan su voluntad de morir y a la relación entre dos personas, profesional y paciente, que deliberan para dilucidar cuál es la opción menos mala.
La eutanasia se puede regular, con garantías, de otra manera. Tras la infamia de 2005 del gobierno del PP contra Luis Montes y compañeros del Hospital Severo Ochoa de Leganés, ¿Me puedo fiar de una comisión de control nombrada a dedo, por el mismo partido político, que todavía gobierna? (Por cierto, sin haber reconocido sus errores, ni pedido perdón en ningún momento) Pues no, la ley no debería dejar en manos de las comunidades autónomas la posibilidad de boicotearla mediante el control previo. Ojalá que, si finalmente se aprueba, los ciudadanos no tengan que irse a morir a la región vecina, porque eso sería patético.
El médico no es el protagonista
Para morir en paz, los médicos no sólo son colaboradores necesarios (sólo ellos prescriben fármacos), sino también acompañantes cualificados para garantizar una toma de decisiones y un proceso deliberativo libre y sin coacciones (las enfermeras, si las dejaran, también lo serían). Sin duda, su papel es importante, pero no son los protagonistas de la muerte, de la eutanasia o del suicidio asistido. Situar al mismo nivel al médico que practica una eutanasia, con la persona que solicita ayuda para morir es un problema de enfoque grave. De la misma manera que el funcionario del registro civil, imprescindible para inscribir un matrimonio, no decide que dos personas se casen, el médico tampoco decide sobre la muerte de nadie.
Sin embargo, al médico también se le coloca la lupa encima como sospechoso de abusos. ¿En qué momento, por qué mecanismos, una médica o médico se convierte en homicida? No se me ocurre ninguno, mucho menos en el sistema público de salud. Pero, por la incapacidad de los legisladores para profundizar en el significado de la muerte voluntaria, la ley sospecha de “todo el que se menee”.
Me parece muy bien que se evalúe la labor de los profesionales. DMD lleva años solicitando que se defina qué es una buena muerte, cómo mueren las personas en cada territorio del estado y cómo alcanzamos esa buena muerte. Un observatorio de la muerte digna que evalúe todas y cada una de las muertes que se producen, no sólo por eutanasia, sino en todos los casos. El médico tendría que justificar la prescripción del pentobarbital, o cualquier otro fármaco eutanásico que se utilice, con un informe, pero nada más (y nada menos). ¡Eso es apostar por la muerte digna! Sin sospechar de la eutanasia, ni esconderla tras una montaña burocrática.
Los derechos no es un asunto de minorías
La regulación de la muerte voluntaria es un torpedo contra el tabú de la muerte. Con más o menos miedo, hablaremos de ella, de cada caso de eutanasia conocido, de cada informe de la comisión (el observatorio, que debería hacer pedagogía de los derechos, lo doy por perdido). Muchas más personas firmarán su testamento vital. Esta es la aportación que, desde 1984, el movimiento ciudadano por el derecho a morir hace a la sociedad.
En otros países, la eutanasia se practica en el 1 al 4% de los fallecimientos. Estamos hablando, en el estado español, de 4 a 16 mil personas cada año. Son una minoría, pero no son pocas. Los beneficiados somos todos. Por ejemplo, el derecho al matrimonio igualitario lo ejercen casi el 3% del total de bodas. ¿En qué beneficia a las personas que no se casan o al 97% que lo hace con una persona de distinto sexo? Cuanto más libre y más feliz se sienta la gente, mejor será la sociedad. Morir es una opción para todas las personas, por la que sólo optará una minoría, porque la libertad no se regala, se la gana cada persona durante cada día de su vida (coherencia biográfica). Pero tan sólo esa idea, la hipótesis de morir cuando yo decida, disponer de una puerta de escape, una salida de emergencia, por si el final de la vida se hace insoportable, es para la inmensa mayoría una fuente de serenidad, que les devuelve el protagonismo hasta el final de su vida. En la muerte, dejemos de una vez de ser súbditos y seamos respetad@s como ciudadan@s.
Para morir en paz, los médicos no sólo son colaboradores necesarios (sólo ellos prescriben fármacos), sino también acompañantes cualificados para garantizar una toma de decisiones y un proceso deliberativo libre y sin coacciones (las enfermeras, si las dejaran, también lo serían). Sin duda, su papel es importante, pero no son los protagonistas de la muerte, de la eutanasia o del suicidio asistido. Situar al mismo nivel al médico que practica una eutanasia, con la persona que solicita ayuda para morir es un problema de enfoque grave. De la misma manera que el funcionario del registro civil, imprescindible para inscribir un matrimonio, no decide que dos personas se casen, el médico tampoco decide sobre la muerte de nadie.
Sin embargo, al médico también se le coloca la lupa encima como sospechoso de abusos. ¿En qué momento, por qué mecanismos, una médica o médico se convierte en homicida? No se me ocurre ninguno, mucho menos en el sistema público de salud. Pero, por la incapacidad de los legisladores para profundizar en el significado de la muerte voluntaria, la ley sospecha de “todo el que se menee”.
Me parece muy bien que se evalúe la labor de los profesionales. DMD lleva años solicitando que se defina qué es una buena muerte, cómo mueren las personas en cada territorio del estado y cómo alcanzamos esa buena muerte. Un observatorio de la muerte digna que evalúe todas y cada una de las muertes que se producen, no sólo por eutanasia, sino en todos los casos. El médico tendría que justificar la prescripción del pentobarbital, o cualquier otro fármaco eutanásico que se utilice, con un informe, pero nada más (y nada menos). ¡Eso es apostar por la muerte digna! Sin sospechar de la eutanasia, ni esconderla tras una montaña burocrática.
Los derechos no es un asunto de minorías
La regulación de la muerte voluntaria es un torpedo contra el tabú de la muerte. Con más o menos miedo, hablaremos de ella, de cada caso de eutanasia conocido, de cada informe de la comisión (el observatorio, que debería hacer pedagogía de los derechos, lo doy por perdido). Muchas más personas firmarán su testamento vital. Esta es la aportación que, desde 1984, el movimiento ciudadano por el derecho a morir hace a la sociedad.
En otros países, la eutanasia se practica en el 1 al 4% de los fallecimientos. Estamos hablando, en el estado español, de 4 a 16 mil personas cada año. Son una minoría, pero no son pocas. Los beneficiados somos todos. Por ejemplo, el derecho al matrimonio igualitario lo ejercen casi el 3% del total de bodas. ¿En qué beneficia a las personas que no se casan o al 97% que lo hace con una persona de distinto sexo? Cuanto más libre y más feliz se sienta la gente, mejor será la sociedad. Morir es una opción para todas las personas, por la que sólo optará una minoría, porque la libertad no se regala, se la gana cada persona durante cada día de su vida (coherencia biográfica). Pero tan sólo esa idea, la hipótesis de morir cuando yo decida, disponer de una puerta de escape, una salida de emergencia, por si el final de la vida se hace insoportable, es para la inmensa mayoría una fuente de serenidad, que les devuelve el protagonismo hasta el final de su vida. En la muerte, dejemos de una vez de ser súbditos y seamos respetad@s como ciudadan@s.