Eutanasia es una bella palabra, dar la muerte a una persona que libremente la solicita, para liberarse de una vida que ya no desea, es un acto de amor.
Si la muerte es un tabú, el suicidio lo es aún más. A lo largo de la historia, el suicida primero fue un delincuente, luego un pecador y ahora un loco. Pero cada día se suicidan en España diez personas: la mitad se ahorcan, tres se lanzan al vacío, una se pega un tiro y otra se envenena.
La muerte voluntaria es algo cotidiano, una conducta compleja que la sociedad ha medicalizado para simplificarla.
El derecho a negarse a un tratamiento implica que la vida ya no es el bien superior (Inmaculada, 2007). En 1998, Ramón Sampedro no tuvo la "suerte" de estar enchufado a un aparato. Esta es la paradoja de la máquina, una situación absurda, injustificable desde el sentido común, que es necesario cambiar.
¿Podrían existir formas de coacción más sutiles, por parte de la familia o de cualquier otro, que obligaran a los ancianos y a las personas más vulnerables a solicitar una muerte que no desean? ¿Regular la eutanasia nos podría situar en una pendiente resbaladiza que nos conduciría de forma inevitable al homicidio de personas contra su voluntad? Ambas preguntas son un tanto enrevesadas, porque sospechan que el médico sea cómplice de homicidio, algo que no encaja en una relación médico-paciente de confianza. ¿De qué forma el médico se convierte en homicida?
De ninguna, y por tres razones: la propia naturaleza de la relación médica, los mecanismos de control de la ley y la experiencia de los países que han regulado la eutanasia (especialmente Bélgica y los Países Bajos).
El concepto que aparece en los estudios de “terminación de la vida sin petición expresa” son retirada de medidas de soporte vital y sedaciones paliativas en las que a juicio del médico existió un adelantamiento de la muerte. Estas prácticas, cotidianas en todos los países del mundo, no son eutanasias.
Las razones para morir no tienen relación con síntomas tratables con cuidados paliativos, sino con el sufrimiento existencial, la incapacidad para disfrutar de la vida y la pérdida de autonomía. Cuando “vivir así” ya no tiene sentido, afirmar que los paliativos son el antídoto de la eutanasia es un acto de fe que no se basa en la realidad (el deseo de morir), sino en las creencias personales (la muerte voluntaria es inaceptable, ya sea un suicidio asistido o una eutanasia).
Si la muerte es un tabú, el suicidio lo es aún más. A lo largo de la historia, el suicida primero fue un delincuente, luego un pecador y ahora un loco. Pero cada día se suicidan en España diez personas: la mitad se ahorcan, tres se lanzan al vacío, una se pega un tiro y otra se envenena.
La muerte voluntaria es algo cotidiano, una conducta compleja que la sociedad ha medicalizado para simplificarla.
El derecho a negarse a un tratamiento implica que la vida ya no es el bien superior (Inmaculada, 2007). En 1998, Ramón Sampedro no tuvo la "suerte" de estar enchufado a un aparato. Esta es la paradoja de la máquina, una situación absurda, injustificable desde el sentido común, que es necesario cambiar.
¿Podrían existir formas de coacción más sutiles, por parte de la familia o de cualquier otro, que obligaran a los ancianos y a las personas más vulnerables a solicitar una muerte que no desean? ¿Regular la eutanasia nos podría situar en una pendiente resbaladiza que nos conduciría de forma inevitable al homicidio de personas contra su voluntad? Ambas preguntas son un tanto enrevesadas, porque sospechan que el médico sea cómplice de homicidio, algo que no encaja en una relación médico-paciente de confianza. ¿De qué forma el médico se convierte en homicida?
De ninguna, y por tres razones: la propia naturaleza de la relación médica, los mecanismos de control de la ley y la experiencia de los países que han regulado la eutanasia (especialmente Bélgica y los Países Bajos).
El concepto que aparece en los estudios de “terminación de la vida sin petición expresa” son retirada de medidas de soporte vital y sedaciones paliativas en las que a juicio del médico existió un adelantamiento de la muerte. Estas prácticas, cotidianas en todos los países del mundo, no son eutanasias.
Las razones para morir no tienen relación con síntomas tratables con cuidados paliativos, sino con el sufrimiento existencial, la incapacidad para disfrutar de la vida y la pérdida de autonomía. Cuando “vivir así” ya no tiene sentido, afirmar que los paliativos son el antídoto de la eutanasia es un acto de fe que no se basa en la realidad (el deseo de morir), sino en las creencias personales (la muerte voluntaria es inaceptable, ya sea un suicidio asistido o una eutanasia).