El informe del Comité de Bioética de España (CBE) sobre la eutanasia, publicado en octubre de 2020, es decepcionante. No por su posición legítima contra la muerte asistida, sino porque en su más de 70 páginas no aporta ni un solo argumento sostenido en la abundante evidencia disponible.
Resumiendo, el CB se equivoca al utilizar un concepto erróneo de dignidad, al omitir que el derecho a la protección de la vida no puede convertirse en la obligación de vivir y al pasar por alto que la vida ya es disponible cuando depende de un tratamiento que cualquier persona tiene derecho a rechazar (¿Cuál es la respuesta frente al absurdo de la paradoja de la máquina? Ninguna).
Es inaudito que no aporte ni un solo dato de la experiencia de casi 20 años de Benelux (o la más reciente de Canadá) y que utilice como referencia países donde no se ha regulado la eutanasia, ignorando otros documentos de instituciones del Estado con bastante más prestigio que el CBE, como el Comité de Bioética de Catalunya.
El CB prefiere los lugares comunes, la pendiente resbaladiza y el mito paliativo, habar del amor como si estuvieran en un púlpito, en lugar de bajar al barro y ofrecer una respuesta a las personas que desean morir. Sin el más mínimo respeto, llegan a decir que desean morir porque no las quieren, o no las cuidan, no porque ese es su concepto de dignidad y de buena muerte. La falsa confrontación entre cuidados y muerte asistida o el disparate de que el Estado hace un juicio de valor sobre la vida de las personas son el colofón.
Es una lástima, una oportunidad perdida. En fin, cuánto nos queda por hacer…
Resumiendo, el CB se equivoca al utilizar un concepto erróneo de dignidad, al omitir que el derecho a la protección de la vida no puede convertirse en la obligación de vivir y al pasar por alto que la vida ya es disponible cuando depende de un tratamiento que cualquier persona tiene derecho a rechazar (¿Cuál es la respuesta frente al absurdo de la paradoja de la máquina? Ninguna).
Es inaudito que no aporte ni un solo dato de la experiencia de casi 20 años de Benelux (o la más reciente de Canadá) y que utilice como referencia países donde no se ha regulado la eutanasia, ignorando otros documentos de instituciones del Estado con bastante más prestigio que el CBE, como el Comité de Bioética de Catalunya.
El CB prefiere los lugares comunes, la pendiente resbaladiza y el mito paliativo, habar del amor como si estuvieran en un púlpito, en lugar de bajar al barro y ofrecer una respuesta a las personas que desean morir. Sin el más mínimo respeto, llegan a decir que desean morir porque no las quieren, o no las cuidan, no porque ese es su concepto de dignidad y de buena muerte. La falsa confrontación entre cuidados y muerte asistida o el disparate de que el Estado hace un juicio de valor sobre la vida de las personas son el colofón.
Es una lástima, una oportunidad perdida. En fin, cuánto nos queda por hacer…
Una posición inicial sesgada
De forma acertada, el Comité de Bioética de España (CB) plantea los dos significados de dignidad: la ontológica, que nos pertenece como seres humanos y permanece invariable, y la dignidad ética, que es «la forma en que los individuos se ven a sí mismos en relación con los valores que aprecian, sus aspiraciones, su vínculo con sus seres queridos, todo lo cual, por tanto, puede diferir considerablemente de una persona a otra y puede cambiar cuando la vejez o la falta de salud nos afectan» (p. 16).
Para la mayoría la dignidad es un valor individual, indisociable de la libertad, que cada persona dota de significado. Cuando Ramón Sampedro preguntaba a los jueces “¿Qué significa para ustedes la dignidad? Para mí la dignidad no es esto ¡Esto no es vivir dignamente!” lo expresaba con una claridad meridiana. Sin embargo, el CB opta por situarse fuera de la realidad e ignorar el significado común de dignidad, al abordar la eutanasia solo desde la dignidad ontológica, esa cualidad intrínseca que no depende de la persona, su capacidad para dar permiso y de evaluar sus condiciones de vida.
Desde esta posición afirman la sacralidad de la vida, un valor de origen religioso que sostiene que la vida no pertenece a cada persona, porque –como la dignidad ontológica– solo “Dios la da y la quita”. Cuando no se contempla ni siquiera la posibilidad de que cada persona sea dueña de su propia vida no es posible comprender el concepto de muerte digna (morir como tú quieras).
En contra de lo que dice el CB, la dignidad ética no niega el valor de la vida humana (ni su dignidad ontológica), ni de los valores universales. Los jerarquiza de acuerdo a una perspectiva laica en la que la propia vida ya no es sagrada, porque no es un valor superior a la soberanía de cada persona para decidir cuándo y cómo morir. Desde esta negación de la dignidad ética cierran cualquier camino al diálogo sobre la cuestión.
Según el CB «nos encontramos, pues, ante dos concepciones morales, contradictorias entre sí, acerca de la gestión de la muerte; y las sociedades necesariamente deben decidir si se decantan por una u otra. No cabe mantener una posición neutral, porque el Estado o protege la vida humana como el bien primario que posibilita toda suerte de realización humana, o protege el ejercicio de la autonomía del individuo sobre su propia vida» (p. 27).
No es verdad. El Estado puede proteger la vida, respetando la autonomía, sin obligar a vivir a una persona en contra de su voluntad, atendiendo a su petición de morir, conciliando ese derecho a la protección de la vida, con su dignidad, su derecho a no sufrir tratos inhumanos o degradantes, su libertad y el libre desarrollo de su personalidad.
Por eso la muerte voluntaria ya es un derecho cuando la vida depende de un tratamiento, que la ley ya contempla que cualquier persona tiene derecho a rechazar. Así fue la muerte de Inmaculada Echevarria y de tantas otras personas que rechazan que se las mantenga con vida de forma artificial. Esta contradicción es conocida como ‘la paradoja de la máquina’ y explica por qué Ramón Sampedro no tuvo opción a una muerte asistida. No dependía de un respirador, como el que Inmaculada Echevarría rechazó, para seguir con vida.
Ignoran cómo es la eutanasia en el mundo real
Hace casi veinte años que algunos países regularon la eutanasia. En este tiempo, decenas de miles de personas han decidido adelantar su muerte de forma voluntaria. Para aproximarse a la eutanasia y sus efectos es imprescindible estudiar cómo han funcionado estas leyes allí donde se han aprobado. Sin embargo, el CB toma como referencias documentos de países sin experiencia en la muerte asistida como Francia, Alemania o Italia, artículos de prensa, libros previos a la regulación o autores que, de nuevo, incluyen recortes de periódico y datos falsos, en un bucle de mentiras que se retroalimenta.
Ignoran sistemáticamente los detallados informes anuales que publican los países donde la eutanasia es legal, los artículos sobre la cuestión en la literatura científica e incluso documentos previos de otros organismos, como el del Consejo de Bioética de Catalunya (2006), que aportan puntos de vista cuando menos complementarios. Una elección de referencias tan sesgada es inaceptable para un organismo cuya responsabilidad es informar a las instituciones y no servir de escaparate para las posturas personales de sus miembros.
El CB ha hecho público un documento atestado de prejuicios, datos falsos, verdades a medias y observaciones vacuas, de dudosa utilidad para el debate. Por lo general, parece un informe más interesado en aprovechar el prestigio de la institución para intentar dar lustre científico a una postura ya muy minoritaria en la sociedad española que de informar una conversación social serena.
Algunos casos son tan llamativos que merecen ser señalados, denunciados y rebatidos. Por ejemplo, en lugar de dedicarse a teorizar sobre el utilitarismo y el concepto de «autonomía aislado y desconectado de la red de vínculos personales y comunitarios que dan sentido a la vida y a la muerte» (p. 31), los miembros del CB podrían haber leído reportajes o visto documentales que cuentan cómo es la práctica de la eutanasia donde es legal. Así sabrían que la muerte asistida siempre es compartida, al menos con los profesionales sanitarios (por ley), y en la inmensa mayoría de ocasiones también con las personas más queridas de quien va a morir.
El suicidio asistido no es violento, no se produce por una decisión improvisada o un arrebato, ni ocurre en soledad. Llevarlo a cabo requiere un proceso que puede llevar semanas de deliberación sobre todas las alternativas posibles. Se produce en un contexto de aceptación serena de la muerte que, a menudo, resulta satisfactorio y enriquecedor tanto para la persona que muere como para su familia, amigas y profesionales. La eutanasia es un acto de amor, que no se parece en nada a esa idea sórdida que imaginan los autores del informe.
El informe asegura, sin más respaldo que la imaginación de los firmantes, que la eutanasia es una cuestión de «pocos casos». Es obvio que los testimonios que salen en la prensa, o los que son juzgados, son la punta del iceberg. Las eutanasias clandestinas, que los médicos reconocen cuando se les pregunta, no aparecen en los periódicos. Pero si se quiere hacer una estimación razonable de cuántas personas recurrirán a la eutanasia lo lógico es mirar qué ha pasado en otros países. En Canadá, durante los primeros meses de la ley las muertes asistidas supusieron un 0.6% del total de fallecimientos. Llegaron al 1% tras el primer año. En Bélgica y Países Bajos, donde la práctica está más asentada, representa el 2% y el 4% de las muertes respectivamente. Con estas cifras, en España se practicarían entre 4.000 y 16.000 eutanasias al año. ¿Pocas? Según con qué se compare, pero desde luego no es una cifra irrelevante.
El CB se suma, en contra de toda la evidencia disponible, a la teoría de la "pendiente resbaladiza". Denuncian en su informe el peligro de que la regulación de la eutanasia provoque «una proporción no despreciable de casos de eutanasias no voluntarias» (p. 22). Por supuesto, sin aportar ninguna prueba, ni referencia que sustente una acusación así de grave, algo inaceptable en un documento supuestamente técnico. La realidad, la literatura científica disponible, deja claro que esta deriva homicida que esperan los detractores de la eutanasia no existe. La inmensa mayoría de eutanasias se ajustan rigurosamente a los mecanismos previstos por la ley (que exigen, en todos los casos, una petición explícita, reiterada y libre de la persona que la pide). En los pocos casos donde se han detectado irregularidades estas siempre han sido de procedimiento, y nunca se ha puesto en cuestión la voluntad de morir del paciente.
Erre que erre con el mito paliativo
El informe ofrecer al lector un cursillo de cuidados paliativos que no viene a cuento para sustentar una premisa sugerente pero equivocada: que con mejores paliativos hay menos peticiones de eutanasia. ¿La apoyan con alguna referencia? No, porque la evidencia disponible desbarata el argumento. Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo (los tres, con leyes de eutanasia) lideran los rankings de la Unión Europa en cuidados paliativos. Y pese a que cuentan con sistemas excelentes de atención al final de la vida, cada año miles de sus ciudadanos deciden adelantar su muerte. Los cuidados paliativos tienen su espacio, y su desarrollo es fundamental para garantizar una buena muerte en muchas situaciones, pero ni compiten con la eutanasia ni ambas son prácticas excluyentes. Por mucho que insistan. Sin embargo, sobre esta idea insiste el CB en un grado disparatado.
Cerca del final del documento, el CB hace una aportación que –bienvenida sea– es una contradicción con las 60 páginas anteriores: comentan la posibilidad de una sedación paliativa a pacientes con un sufrimiento existencial que no se alivia de forma satisfactoria con ningún tratamiento (p. 60). Pero incluso esta práctica, que es legal y forma parte de las recomendaciones asistenciales en buena parte del mundo civilizado, la retuercen hasta dejarla irreconocible. Según los autores, es un caso poco frecuente (por supuesto, sin datos que respalden la afirmación). Ponen el ejemplo de una persona con ELA, a la que conceden que se podría sedar, pero solo si su expectativa de vida es de días o semanas y además se hace de forma intermitente (p.65). Es decir, sugieren reducir el nivel de conciencia para aliviar el sufrimiento y, unas horas después, despertar de nuevo a la persona. ¿Para que vuelva a sufrir?
En cualquier caso, su propuesta es tramposa porque los cuidados paliativos trabajan bajo la premisa de que ni adelantan ni retrasan la muerte. Además, el contexto habitual de la eutanasia no es la fase de últimos días, sino unas semanas o meses antes, cuando la sedación todavía no está indicada. Puede que con los años los cuidados paliativos se desprendan de su origen confesional, abandonen el paternalismo y comprendan que lo importante no es la intención del facultativo sino la voluntad del enfermo de que se alivie su sufrimiento con todas las medidas disponibles. Que la muerte se adelante, o que esta fuese o no la intención de quien seda es irrelevante, pero los paliativos aún no están ahí.
Otro de los “olvidos” del informe es el apoyo abrumador de la sociedad, incluso de los profesionales sanitarios, a la regulación de la eutanasia. La negación de la validez de las encuestas es un lugar común en el discurso fundamentalista. Todos los sondeos de los últimos años apuntan a que más del 80% de la ciudadanía quiere una ley de eutanasia. Ya existe una amplia mayoría social y parlamentaria (p. 5) que apoya la eutanasia, una demanda social indiscutible, pese a que el CB la niegue.
El amor todo lo cura, en realidad no quieren morir y otras sandeces.
Dice el CB que si la persona se siente apreciada, y cuidada es improbable que llegue a sentir que su vida carece de sentido. Por el contrario, si es visto por los demás como un estorbo, es altamente probable que considere la eutanasia como la única opción para abandonar una existencia que ha dejado de tener sentido, pero no porque sus facultades hayan menguado sino porque los demás lo han dejado de ver como alguien apreciable (29).
Qué atrevida es la ignorancia. ¿Qué saben de las vidas de miles de personas y familias que optaron por una muerte voluntaria? ¿En serio?
El documento presenta una idea de libertad que rezuma desconfianza, llegando a hablar de formas de coerción no aparentes, formas de coerción interna (p. 33). Para los autores, un pensamiento, una sensación, la vivencia de un sufrimiento que se hace intolerable es una coerción interna, que debe ser algo así como pecar en pensamiento u omisión.
La muerte voluntaria no es elegir un menú para comer o pulsar un “me gusta” en las redes sociales. Tampoco es tirarse por una ventana. Para llegar ahí, cada persona ha de recorrer un camino que le lleve a considerar adelantar su muerte, como la opción menos mala para liberarse de un sufrimiento que es insoportable. Hasta donde sabemos, la muerte es la nada, es el cero absoluto. Para optar por la muerte es necesario que la persona que decide morir valore su vida como menos de cero, como algo insoportable. Ninguna persona decide morir sin estar segura de que la vida solo le ofrece un sufrimiento que ya no está dispuesta a tolerar más. La eutanasia no es una elección entre vivir o morir, sino morir de una manera o morir de otra.
Por supuesto que necesitamos una buena red psicosocial que sustente y promueva la autonomía (p. 41), una sociedad menos desigual, pero los hechos son que la eutanasia no está condicionada por motivos sociales, de pobreza, aislamiento o precariedad. Deberían saberlo.
Disparate nº 1: Confrontar la muerte asistida con los cuidados. La eutanasia como un peligro para personas vulnerables.
Y si algo nos ha traído esta pandemia no es tanto la proclamación reiterada de la autonomía individual, sino, antes al contrario, la necesidad y la urgencia de implementar una verdadera sociedad del cuidado que se haga cargo de la vulnerabilidad de la condición humana, de la necesidad de incorporar precisamente a las personas mayores a la agenda pública política, desde otra reivindicación mucho más humana, que nos abra a la reciprocidad, solidaridad e inclusión (4).
La manipulación que se trata de hacer con el lenguaje es colosal, porque es falso que la eutanasia entre en conflicto o compita con los cuidados. Al contrario, sería incongruente promover el reconocimiento del derecho a morir sin defender todos los derechos humanos, una sociedad del cuidado que luche contra la desigualdad, la precariedad social, los desahucios, la criminalización de las personas migrantes, etc. etc. (lo que viene a ser una agenda progresista).
No tenemos que elegir entre los derechos humanos, los queremos todos, sin caer en la trampa de “lo más importante” o “hay otra reivindicación más humana”. Importante o humana… ¿Para quién? Las personas desean ser cuidadas y, además, decidir cuándo y cómo morir.
¿Qué tiene que ver el Covid con la eutanasia? Nada, pero ahí queda. Para el CB la eutanasia se resume en que se mueran los viejos y las personas vulnerables:
Según el CB, los Estados que la incorporen no se preocuparán tanto de garantizar las condiciones de vida dignas para todos en todo momento, sino de la autodeterminación de las personas sobre su propia vida (p. 28).En épocas de presión economicista como la actual se manda un mensaje sobre vidas que son consideradas como indignas de ser vividas (p. 41). La pregunta que cabría hacerse es, si la pretensión de despenalización surge de una acción de solidaridad hacia quienes sufren la enfermedad y la discapacidad o, por el contrario, de la falta de una solidaridad previa hacia ellos que sea capaz de promover las ayudas y apoyos que les permita desarrollar su propio proyecto personal de vida con una mitigación de las cargas (p. 43).
¿De verdad hay personas que piensan así? Sus suposiciones contradicen la experiencia de los países que han regulado la muerte asistida. Cada una puede creer lo que quiera, faltaría más. Lo que no está bien es que presente la eutanasia (o el matrimonio igualitario, o el aborto, etc.) como la antesala de todos los desastres, como un nihilismo vacío de contenido (p. 31), sin aclarar que esas son sus creencias y sus prejuicios, no los hechos.
Disparate nº 2: El Estado hace un juicio de valor sobre la vida de las personas, las presiona y luego las mata.
Es evidente que aunque el Estado permita a un hombre optar por el celibato, o a una mujer encerrarse el resto de su vida en un convento, el Estado no está proponiendo a los ciudadanos que lo hagan (lo que, por cierto, conllevaría la extinción de la especie). Es una opción personal, un derecho, no una obligación. Confundir lo voluntario con lo forzado es un recurso demagógico, que les lleva a utilizar de forma deliberada la palabra homicidio, e incluso matar.
El juicio de valor que cada persona hace de su vida de ninguna manera implica que el Estado o la sociedad consideren que hay vidas que no merecen la pena ser vividas. Esto sería tan inaceptable, como la supuesta presión que sobre ellas se ejercería para que solicitaran una eutanasia (p. 29). Es una barbaridad y es falso. ¿Acaso la muerte de Ramón Sampedro es una invitación a morir para otras personas tetrapléjicas? Obviamente no. Su fama no se debe a su decisión de morir, sino a su lucha para que el Estado reconozca algo elemental, que la mayoría de la gente comprende: su derecho a decidir sobre su vida.
No se trata de superioridad moral. Vivimos en una sociedad plural, que se fundamenta en la libertad individual, lo que yo pienso, mis valores, no son los del Estado, cuya obligación es garantizar el libre desarrollo de mi personalidad.
Con mayor o menor acierto, las leyes de eutanasia dibujan un marco de posibilidad para la muerte voluntaria que establece unos requisitos de deterioro irreversible. Pero el fundamento de la eutanasia no es el sufrimiento, sino la voluntad seria, razonada y reiterada de morir de personas que consideran que su vida ya no merece ser vivida. No es solo una cuestión de compasión, sino sobre todo, y antes que nada, de respeto a la libertad de cada persona.
El CB, como buen pater que no se fía, advierte reiteradamente sobre el peligro de una ley de eutanasia que interpele a las personas enfermas o discapacitadas a morir (p. 42), con presiones reales o imaginarias (43), por una coacción moral de la familia que considera a la persona un estorbo (39), creando el deber de morir (69), con políticas públicas para ahorrar costes (70). El despropósito es descomunal, las afirmaciones son insultantes, es un dejarse llevar por sus temores que desprecia la verdad (sin datos, of course). ¿Existen coacciones reales o imaginarias en Suiza, Países Bajos o Canadá? ¿Se están cargando a los discapacitados, los pobres o los ancianos? Pues, evidentemente, NO.
Pero no se queda ahí: con la legalización de aquélla y su incorporación al catálogo de prestaciones el Estado no tendría ya en sus manos la salud de sus ciudadanos/as, sino la propia vida (p. 8). Además, la eutanasia tendría la enorme capacidad de transformar la concepción tradicional acerca de la muerte de la inmensa mayoría de las sociedades y culturas. De ser un acontecimiento que afecta a todos y cada uno de los seres humanos, pasa a convertirse en una decisión, que aparentemente adopta el sujeto pero que, en realidad, lleva a cabo el Estado, actuando tanto en el plano normativo como en el administrativo (p. 27).
¡Uf! Menuda brocha gorda. La pregunta pertinente que podrían responder sería cómo se ha transformado la cultura de la muerte en los Países Bajos o Bélgica, después de que del 2 al 4% de las personas que fallecen cada año haya decidido adelantar su muerte. El 90% de estas personas estaban gravemente enfermas, la mayoría de cáncer, y su muerte se preveía cercana. ¿Acaso el aborto ha cambiado el significado antropológico de la maternidad? La eutanasia tampoco transforma el sentido social de la muerte. No se alarmen, que no es para tanto. La libertad no es el problema, el problema es su mirada.
De forma acertada, el Comité de Bioética de España (CB) plantea los dos significados de dignidad: la ontológica, que nos pertenece como seres humanos y permanece invariable, y la dignidad ética, que es «la forma en que los individuos se ven a sí mismos en relación con los valores que aprecian, sus aspiraciones, su vínculo con sus seres queridos, todo lo cual, por tanto, puede diferir considerablemente de una persona a otra y puede cambiar cuando la vejez o la falta de salud nos afectan» (p. 16).
Para la mayoría la dignidad es un valor individual, indisociable de la libertad, que cada persona dota de significado. Cuando Ramón Sampedro preguntaba a los jueces “¿Qué significa para ustedes la dignidad? Para mí la dignidad no es esto ¡Esto no es vivir dignamente!” lo expresaba con una claridad meridiana. Sin embargo, el CB opta por situarse fuera de la realidad e ignorar el significado común de dignidad, al abordar la eutanasia solo desde la dignidad ontológica, esa cualidad intrínseca que no depende de la persona, su capacidad para dar permiso y de evaluar sus condiciones de vida.
Desde esta posición afirman la sacralidad de la vida, un valor de origen religioso que sostiene que la vida no pertenece a cada persona, porque –como la dignidad ontológica– solo “Dios la da y la quita”. Cuando no se contempla ni siquiera la posibilidad de que cada persona sea dueña de su propia vida no es posible comprender el concepto de muerte digna (morir como tú quieras).
En contra de lo que dice el CB, la dignidad ética no niega el valor de la vida humana (ni su dignidad ontológica), ni de los valores universales. Los jerarquiza de acuerdo a una perspectiva laica en la que la propia vida ya no es sagrada, porque no es un valor superior a la soberanía de cada persona para decidir cuándo y cómo morir. Desde esta negación de la dignidad ética cierran cualquier camino al diálogo sobre la cuestión.
Según el CB «nos encontramos, pues, ante dos concepciones morales, contradictorias entre sí, acerca de la gestión de la muerte; y las sociedades necesariamente deben decidir si se decantan por una u otra. No cabe mantener una posición neutral, porque el Estado o protege la vida humana como el bien primario que posibilita toda suerte de realización humana, o protege el ejercicio de la autonomía del individuo sobre su propia vida» (p. 27).
No es verdad. El Estado puede proteger la vida, respetando la autonomía, sin obligar a vivir a una persona en contra de su voluntad, atendiendo a su petición de morir, conciliando ese derecho a la protección de la vida, con su dignidad, su derecho a no sufrir tratos inhumanos o degradantes, su libertad y el libre desarrollo de su personalidad.
Por eso la muerte voluntaria ya es un derecho cuando la vida depende de un tratamiento, que la ley ya contempla que cualquier persona tiene derecho a rechazar. Así fue la muerte de Inmaculada Echevarria y de tantas otras personas que rechazan que se las mantenga con vida de forma artificial. Esta contradicción es conocida como ‘la paradoja de la máquina’ y explica por qué Ramón Sampedro no tuvo opción a una muerte asistida. No dependía de un respirador, como el que Inmaculada Echevarría rechazó, para seguir con vida.
Ignoran cómo es la eutanasia en el mundo real
Hace casi veinte años que algunos países regularon la eutanasia. En este tiempo, decenas de miles de personas han decidido adelantar su muerte de forma voluntaria. Para aproximarse a la eutanasia y sus efectos es imprescindible estudiar cómo han funcionado estas leyes allí donde se han aprobado. Sin embargo, el CB toma como referencias documentos de países sin experiencia en la muerte asistida como Francia, Alemania o Italia, artículos de prensa, libros previos a la regulación o autores que, de nuevo, incluyen recortes de periódico y datos falsos, en un bucle de mentiras que se retroalimenta.
Ignoran sistemáticamente los detallados informes anuales que publican los países donde la eutanasia es legal, los artículos sobre la cuestión en la literatura científica e incluso documentos previos de otros organismos, como el del Consejo de Bioética de Catalunya (2006), que aportan puntos de vista cuando menos complementarios. Una elección de referencias tan sesgada es inaceptable para un organismo cuya responsabilidad es informar a las instituciones y no servir de escaparate para las posturas personales de sus miembros.
El CB ha hecho público un documento atestado de prejuicios, datos falsos, verdades a medias y observaciones vacuas, de dudosa utilidad para el debate. Por lo general, parece un informe más interesado en aprovechar el prestigio de la institución para intentar dar lustre científico a una postura ya muy minoritaria en la sociedad española que de informar una conversación social serena.
Algunos casos son tan llamativos que merecen ser señalados, denunciados y rebatidos. Por ejemplo, en lugar de dedicarse a teorizar sobre el utilitarismo y el concepto de «autonomía aislado y desconectado de la red de vínculos personales y comunitarios que dan sentido a la vida y a la muerte» (p. 31), los miembros del CB podrían haber leído reportajes o visto documentales que cuentan cómo es la práctica de la eutanasia donde es legal. Así sabrían que la muerte asistida siempre es compartida, al menos con los profesionales sanitarios (por ley), y en la inmensa mayoría de ocasiones también con las personas más queridas de quien va a morir.
El suicidio asistido no es violento, no se produce por una decisión improvisada o un arrebato, ni ocurre en soledad. Llevarlo a cabo requiere un proceso que puede llevar semanas de deliberación sobre todas las alternativas posibles. Se produce en un contexto de aceptación serena de la muerte que, a menudo, resulta satisfactorio y enriquecedor tanto para la persona que muere como para su familia, amigas y profesionales. La eutanasia es un acto de amor, que no se parece en nada a esa idea sórdida que imaginan los autores del informe.
El informe asegura, sin más respaldo que la imaginación de los firmantes, que la eutanasia es una cuestión de «pocos casos». Es obvio que los testimonios que salen en la prensa, o los que son juzgados, son la punta del iceberg. Las eutanasias clandestinas, que los médicos reconocen cuando se les pregunta, no aparecen en los periódicos. Pero si se quiere hacer una estimación razonable de cuántas personas recurrirán a la eutanasia lo lógico es mirar qué ha pasado en otros países. En Canadá, durante los primeros meses de la ley las muertes asistidas supusieron un 0.6% del total de fallecimientos. Llegaron al 1% tras el primer año. En Bélgica y Países Bajos, donde la práctica está más asentada, representa el 2% y el 4% de las muertes respectivamente. Con estas cifras, en España se practicarían entre 4.000 y 16.000 eutanasias al año. ¿Pocas? Según con qué se compare, pero desde luego no es una cifra irrelevante.
El CB se suma, en contra de toda la evidencia disponible, a la teoría de la "pendiente resbaladiza". Denuncian en su informe el peligro de que la regulación de la eutanasia provoque «una proporción no despreciable de casos de eutanasias no voluntarias» (p. 22). Por supuesto, sin aportar ninguna prueba, ni referencia que sustente una acusación así de grave, algo inaceptable en un documento supuestamente técnico. La realidad, la literatura científica disponible, deja claro que esta deriva homicida que esperan los detractores de la eutanasia no existe. La inmensa mayoría de eutanasias se ajustan rigurosamente a los mecanismos previstos por la ley (que exigen, en todos los casos, una petición explícita, reiterada y libre de la persona que la pide). En los pocos casos donde se han detectado irregularidades estas siempre han sido de procedimiento, y nunca se ha puesto en cuestión la voluntad de morir del paciente.
Erre que erre con el mito paliativo
El informe ofrecer al lector un cursillo de cuidados paliativos que no viene a cuento para sustentar una premisa sugerente pero equivocada: que con mejores paliativos hay menos peticiones de eutanasia. ¿La apoyan con alguna referencia? No, porque la evidencia disponible desbarata el argumento. Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo (los tres, con leyes de eutanasia) lideran los rankings de la Unión Europa en cuidados paliativos. Y pese a que cuentan con sistemas excelentes de atención al final de la vida, cada año miles de sus ciudadanos deciden adelantar su muerte. Los cuidados paliativos tienen su espacio, y su desarrollo es fundamental para garantizar una buena muerte en muchas situaciones, pero ni compiten con la eutanasia ni ambas son prácticas excluyentes. Por mucho que insistan. Sin embargo, sobre esta idea insiste el CB en un grado disparatado.
Cerca del final del documento, el CB hace una aportación que –bienvenida sea– es una contradicción con las 60 páginas anteriores: comentan la posibilidad de una sedación paliativa a pacientes con un sufrimiento existencial que no se alivia de forma satisfactoria con ningún tratamiento (p. 60). Pero incluso esta práctica, que es legal y forma parte de las recomendaciones asistenciales en buena parte del mundo civilizado, la retuercen hasta dejarla irreconocible. Según los autores, es un caso poco frecuente (por supuesto, sin datos que respalden la afirmación). Ponen el ejemplo de una persona con ELA, a la que conceden que se podría sedar, pero solo si su expectativa de vida es de días o semanas y además se hace de forma intermitente (p.65). Es decir, sugieren reducir el nivel de conciencia para aliviar el sufrimiento y, unas horas después, despertar de nuevo a la persona. ¿Para que vuelva a sufrir?
En cualquier caso, su propuesta es tramposa porque los cuidados paliativos trabajan bajo la premisa de que ni adelantan ni retrasan la muerte. Además, el contexto habitual de la eutanasia no es la fase de últimos días, sino unas semanas o meses antes, cuando la sedación todavía no está indicada. Puede que con los años los cuidados paliativos se desprendan de su origen confesional, abandonen el paternalismo y comprendan que lo importante no es la intención del facultativo sino la voluntad del enfermo de que se alivie su sufrimiento con todas las medidas disponibles. Que la muerte se adelante, o que esta fuese o no la intención de quien seda es irrelevante, pero los paliativos aún no están ahí.
Otro de los “olvidos” del informe es el apoyo abrumador de la sociedad, incluso de los profesionales sanitarios, a la regulación de la eutanasia. La negación de la validez de las encuestas es un lugar común en el discurso fundamentalista. Todos los sondeos de los últimos años apuntan a que más del 80% de la ciudadanía quiere una ley de eutanasia. Ya existe una amplia mayoría social y parlamentaria (p. 5) que apoya la eutanasia, una demanda social indiscutible, pese a que el CB la niegue.
El amor todo lo cura, en realidad no quieren morir y otras sandeces.
Dice el CB que si la persona se siente apreciada, y cuidada es improbable que llegue a sentir que su vida carece de sentido. Por el contrario, si es visto por los demás como un estorbo, es altamente probable que considere la eutanasia como la única opción para abandonar una existencia que ha dejado de tener sentido, pero no porque sus facultades hayan menguado sino porque los demás lo han dejado de ver como alguien apreciable (29).
Qué atrevida es la ignorancia. ¿Qué saben de las vidas de miles de personas y familias que optaron por una muerte voluntaria? ¿En serio?
El documento presenta una idea de libertad que rezuma desconfianza, llegando a hablar de formas de coerción no aparentes, formas de coerción interna (p. 33). Para los autores, un pensamiento, una sensación, la vivencia de un sufrimiento que se hace intolerable es una coerción interna, que debe ser algo así como pecar en pensamiento u omisión.
La muerte voluntaria no es elegir un menú para comer o pulsar un “me gusta” en las redes sociales. Tampoco es tirarse por una ventana. Para llegar ahí, cada persona ha de recorrer un camino que le lleve a considerar adelantar su muerte, como la opción menos mala para liberarse de un sufrimiento que es insoportable. Hasta donde sabemos, la muerte es la nada, es el cero absoluto. Para optar por la muerte es necesario que la persona que decide morir valore su vida como menos de cero, como algo insoportable. Ninguna persona decide morir sin estar segura de que la vida solo le ofrece un sufrimiento que ya no está dispuesta a tolerar más. La eutanasia no es una elección entre vivir o morir, sino morir de una manera o morir de otra.
Por supuesto que necesitamos una buena red psicosocial que sustente y promueva la autonomía (p. 41), una sociedad menos desigual, pero los hechos son que la eutanasia no está condicionada por motivos sociales, de pobreza, aislamiento o precariedad. Deberían saberlo.
Disparate nº 1: Confrontar la muerte asistida con los cuidados. La eutanasia como un peligro para personas vulnerables.
Y si algo nos ha traído esta pandemia no es tanto la proclamación reiterada de la autonomía individual, sino, antes al contrario, la necesidad y la urgencia de implementar una verdadera sociedad del cuidado que se haga cargo de la vulnerabilidad de la condición humana, de la necesidad de incorporar precisamente a las personas mayores a la agenda pública política, desde otra reivindicación mucho más humana, que nos abra a la reciprocidad, solidaridad e inclusión (4).
La manipulación que se trata de hacer con el lenguaje es colosal, porque es falso que la eutanasia entre en conflicto o compita con los cuidados. Al contrario, sería incongruente promover el reconocimiento del derecho a morir sin defender todos los derechos humanos, una sociedad del cuidado que luche contra la desigualdad, la precariedad social, los desahucios, la criminalización de las personas migrantes, etc. etc. (lo que viene a ser una agenda progresista).
No tenemos que elegir entre los derechos humanos, los queremos todos, sin caer en la trampa de “lo más importante” o “hay otra reivindicación más humana”. Importante o humana… ¿Para quién? Las personas desean ser cuidadas y, además, decidir cuándo y cómo morir.
¿Qué tiene que ver el Covid con la eutanasia? Nada, pero ahí queda. Para el CB la eutanasia se resume en que se mueran los viejos y las personas vulnerables:
Según el CB, los Estados que la incorporen no se preocuparán tanto de garantizar las condiciones de vida dignas para todos en todo momento, sino de la autodeterminación de las personas sobre su propia vida (p. 28).En épocas de presión economicista como la actual se manda un mensaje sobre vidas que son consideradas como indignas de ser vividas (p. 41). La pregunta que cabría hacerse es, si la pretensión de despenalización surge de una acción de solidaridad hacia quienes sufren la enfermedad y la discapacidad o, por el contrario, de la falta de una solidaridad previa hacia ellos que sea capaz de promover las ayudas y apoyos que les permita desarrollar su propio proyecto personal de vida con una mitigación de las cargas (p. 43).
¿De verdad hay personas que piensan así? Sus suposiciones contradicen la experiencia de los países que han regulado la muerte asistida. Cada una puede creer lo que quiera, faltaría más. Lo que no está bien es que presente la eutanasia (o el matrimonio igualitario, o el aborto, etc.) como la antesala de todos los desastres, como un nihilismo vacío de contenido (p. 31), sin aclarar que esas son sus creencias y sus prejuicios, no los hechos.
Disparate nº 2: El Estado hace un juicio de valor sobre la vida de las personas, las presiona y luego las mata.
Es evidente que aunque el Estado permita a un hombre optar por el celibato, o a una mujer encerrarse el resto de su vida en un convento, el Estado no está proponiendo a los ciudadanos que lo hagan (lo que, por cierto, conllevaría la extinción de la especie). Es una opción personal, un derecho, no una obligación. Confundir lo voluntario con lo forzado es un recurso demagógico, que les lleva a utilizar de forma deliberada la palabra homicidio, e incluso matar.
El juicio de valor que cada persona hace de su vida de ninguna manera implica que el Estado o la sociedad consideren que hay vidas que no merecen la pena ser vividas. Esto sería tan inaceptable, como la supuesta presión que sobre ellas se ejercería para que solicitaran una eutanasia (p. 29). Es una barbaridad y es falso. ¿Acaso la muerte de Ramón Sampedro es una invitación a morir para otras personas tetrapléjicas? Obviamente no. Su fama no se debe a su decisión de morir, sino a su lucha para que el Estado reconozca algo elemental, que la mayoría de la gente comprende: su derecho a decidir sobre su vida.
No se trata de superioridad moral. Vivimos en una sociedad plural, que se fundamenta en la libertad individual, lo que yo pienso, mis valores, no son los del Estado, cuya obligación es garantizar el libre desarrollo de mi personalidad.
Con mayor o menor acierto, las leyes de eutanasia dibujan un marco de posibilidad para la muerte voluntaria que establece unos requisitos de deterioro irreversible. Pero el fundamento de la eutanasia no es el sufrimiento, sino la voluntad seria, razonada y reiterada de morir de personas que consideran que su vida ya no merece ser vivida. No es solo una cuestión de compasión, sino sobre todo, y antes que nada, de respeto a la libertad de cada persona.
El CB, como buen pater que no se fía, advierte reiteradamente sobre el peligro de una ley de eutanasia que interpele a las personas enfermas o discapacitadas a morir (p. 42), con presiones reales o imaginarias (43), por una coacción moral de la familia que considera a la persona un estorbo (39), creando el deber de morir (69), con políticas públicas para ahorrar costes (70). El despropósito es descomunal, las afirmaciones son insultantes, es un dejarse llevar por sus temores que desprecia la verdad (sin datos, of course). ¿Existen coacciones reales o imaginarias en Suiza, Países Bajos o Canadá? ¿Se están cargando a los discapacitados, los pobres o los ancianos? Pues, evidentemente, NO.
Pero no se queda ahí: con la legalización de aquélla y su incorporación al catálogo de prestaciones el Estado no tendría ya en sus manos la salud de sus ciudadanos/as, sino la propia vida (p. 8). Además, la eutanasia tendría la enorme capacidad de transformar la concepción tradicional acerca de la muerte de la inmensa mayoría de las sociedades y culturas. De ser un acontecimiento que afecta a todos y cada uno de los seres humanos, pasa a convertirse en una decisión, que aparentemente adopta el sujeto pero que, en realidad, lleva a cabo el Estado, actuando tanto en el plano normativo como en el administrativo (p. 27).
¡Uf! Menuda brocha gorda. La pregunta pertinente que podrían responder sería cómo se ha transformado la cultura de la muerte en los Países Bajos o Bélgica, después de que del 2 al 4% de las personas que fallecen cada año haya decidido adelantar su muerte. El 90% de estas personas estaban gravemente enfermas, la mayoría de cáncer, y su muerte se preveía cercana. ¿Acaso el aborto ha cambiado el significado antropológico de la maternidad? La eutanasia tampoco transforma el sentido social de la muerte. No se alarmen, que no es para tanto. La libertad no es el problema, el problema es su mirada.