¿Qué aporta el feminismo a la eutanasia? Esa es la pregunta a la que responde Ana Pollán en un magnífico artículo publicado en la última Revista de DMD (nº 84, p.39-42).
Para empezar, la autora nos recuerda que el lema feminista “mi cuerpo es mío y yo decido”, coreado en las manifestaciones a favor del aborto, ha sido tergiversado para justificar prácticas profundamente patriarcales como el “derecho” a ejercer la prostitución o el “derecho” a alquilarse para gestar hijos (vientres de alquiler). Por eso es necesario reformular esa concepción del cuerpo como posesión del individuo –lo que se inscribiría en un dualismo mente/cuerpo propio de la religión o de la filosofía cartesiana– para empezar a vindicar que “mi cuerpo soy yo”, o “yo soy mi cuerpo”. Es decir, que el alma o “lo mental” no es un ente abstracto separado de la materialidad física de un ser humano, sino que el cuerpo de un sujeto es el sujeto mismo, sin buscarle entidades metafísicas o abstractas superiores que lo rijan. Por ello, ni estamos al servicio de lo que un hipotético Dios disponga, ni podemos concebir nuestro propio cuerpo como objeto cuya disponibilidad o uso por terceros podamos gestionar ni mucho menos permitir. O, mejor dicho, nadie puede cosificar a una mujer con el fin de explotarla sexual o reproductivamente y sacar un beneficio de ello.
Para empezar, la autora nos recuerda que el lema feminista “mi cuerpo es mío y yo decido”, coreado en las manifestaciones a favor del aborto, ha sido tergiversado para justificar prácticas profundamente patriarcales como el “derecho” a ejercer la prostitución o el “derecho” a alquilarse para gestar hijos (vientres de alquiler). Por eso es necesario reformular esa concepción del cuerpo como posesión del individuo –lo que se inscribiría en un dualismo mente/cuerpo propio de la religión o de la filosofía cartesiana– para empezar a vindicar que “mi cuerpo soy yo”, o “yo soy mi cuerpo”. Es decir, que el alma o “lo mental” no es un ente abstracto separado de la materialidad física de un ser humano, sino que el cuerpo de un sujeto es el sujeto mismo, sin buscarle entidades metafísicas o abstractas superiores que lo rijan. Por ello, ni estamos al servicio de lo que un hipotético Dios disponga, ni podemos concebir nuestro propio cuerpo como objeto cuya disponibilidad o uso por terceros podamos gestionar ni mucho menos permitir. O, mejor dicho, nadie puede cosificar a una mujer con el fin de explotarla sexual o reproductivamente y sacar un beneficio de ello.
(Comentario: Este concepto es clave para entender una solicitud de ayuda a morir, un contexto en el que sufrimiento y dignidad son vivencias indisociables. Hablamos de sufrimientos físicos o psíquicos para simplificar, para tratar de ser operativos e influir sobre ellos, aliviándolos en la medida de nuestras posibilidades. Pero inmediatamente después es necesario volver de lo concreto a los abstracto, a la vivencia personal de cada una, sin fronteras artificiales entre lo físico y lo psicosocial.)
¿Es incoherente rechazar la prostitución, la pornografía y los vientres de alquiler y apoyar la eutanasia? No. Aparentemente la sacrosanta libertad individual parecería poder amparar a las tres prácticas, pero esta equiparación es inaceptable y carece de sustento ético y lógico, pues mientras que la eutanasia se reivindica como derecho para impedir el sufrimiento físico y emocional de una persona que quiere poner fin a su vida en cuanto que le es imposible vivirla digna y plenamente, prácticas como la prostitución o el alquiler de vientres suponen infligir un daño físico y emocional a una mujer, relegarla a una situación de sometimiento y dominación para que terceros obtengan un bien del que beneficiarse.
El feminismo nos enseña a conjugar la defensa de la libertad individual con las vindicaciones de igualdad y de derechos colectivos. La eutanasia es un derecho individual, pero también un derecho colectivo que redunda en el bien común y en el progreso social. Se conjuga un individualismo sano insertado en una tradición progresista, democrática y de izquierda, en una noción ilustrada de solidaridad, igualdad, progreso y bien común. El derecho a morir dignamente transmite una serie de valores éticos como el valor de apreciar la vida, de evitar el sufrimiento, una prueba de madurez de la humanidad para asumir la finitud de la vida de forma consciente, científica y racional, para superar el paradigma judeocristiano según el cual el individuo no puede asumir racional y libremente su propia muerte, sino que debe esperarla con temor y resignarse a sufrirla pasivamente sin intervenir para acortar su sufrimiento y su agonía. La defensa de la eutanasia exige reivindicar una asistencia de calidad a las personas enfermas o dependientes y el respeto a todos los derechos humanos, valores que son la antítesis del individualismo atroz y neoliberal.
El feminismo ha sabido evadir la trampa de la libre elección, ha sabido progresar del “mi cuerpo es mío” al “mi cuerpo soy yo” y ha defendido derechos individuales imprescindibles para que las mujeres abandonásemos nuestra condición de eternas menores de edad sin dejar de plantear jamás una agenda colectiva. Es en esto en lo que encuentro la mayor similitud con la defensa a morir dignamente: mejora indudablemente la vida, la autonomía y la libertad del individuo. Pero este derecho se inscribe en una tradición progresista enfocada a la colectividad y el bien común que dignifica y refuerza la legitimidad de este derecho. Por eso, seamos iguales y libres: iguales hasta el final y libres hasta el final.
¡Chapeau!
¿Es incoherente rechazar la prostitución, la pornografía y los vientres de alquiler y apoyar la eutanasia? No. Aparentemente la sacrosanta libertad individual parecería poder amparar a las tres prácticas, pero esta equiparación es inaceptable y carece de sustento ético y lógico, pues mientras que la eutanasia se reivindica como derecho para impedir el sufrimiento físico y emocional de una persona que quiere poner fin a su vida en cuanto que le es imposible vivirla digna y plenamente, prácticas como la prostitución o el alquiler de vientres suponen infligir un daño físico y emocional a una mujer, relegarla a una situación de sometimiento y dominación para que terceros obtengan un bien del que beneficiarse.
El feminismo nos enseña a conjugar la defensa de la libertad individual con las vindicaciones de igualdad y de derechos colectivos. La eutanasia es un derecho individual, pero también un derecho colectivo que redunda en el bien común y en el progreso social. Se conjuga un individualismo sano insertado en una tradición progresista, democrática y de izquierda, en una noción ilustrada de solidaridad, igualdad, progreso y bien común. El derecho a morir dignamente transmite una serie de valores éticos como el valor de apreciar la vida, de evitar el sufrimiento, una prueba de madurez de la humanidad para asumir la finitud de la vida de forma consciente, científica y racional, para superar el paradigma judeocristiano según el cual el individuo no puede asumir racional y libremente su propia muerte, sino que debe esperarla con temor y resignarse a sufrirla pasivamente sin intervenir para acortar su sufrimiento y su agonía. La defensa de la eutanasia exige reivindicar una asistencia de calidad a las personas enfermas o dependientes y el respeto a todos los derechos humanos, valores que son la antítesis del individualismo atroz y neoliberal.
El feminismo ha sabido evadir la trampa de la libre elección, ha sabido progresar del “mi cuerpo es mío” al “mi cuerpo soy yo” y ha defendido derechos individuales imprescindibles para que las mujeres abandonásemos nuestra condición de eternas menores de edad sin dejar de plantear jamás una agenda colectiva. Es en esto en lo que encuentro la mayor similitud con la defensa a morir dignamente: mejora indudablemente la vida, la autonomía y la libertad del individuo. Pero este derecho se inscribe en una tradición progresista enfocada a la colectividad y el bien común que dignifica y refuerza la legitimidad de este derecho. Por eso, seamos iguales y libres: iguales hasta el final y libres hasta el final.
¡Chapeau!