En el blog tránsitos intrusos, se relata muy bien una experiencia tipo Ivan Illich, un ejemplo más de la deshumanización de la medicina.
Pero el maldito corporativismo impide la autocrítica, reconocer que algo anda mal entre la medicina y los ciudadanos, que empeora aún más las cosas. Como dice al eutor, la vivencia de una situación tan inverosímil, que es imposible que sea aceptada por un interlocutor. Cuando cuento esto a mis amigos médicos siento un aislamiento especial, un sentimiento de vacío, por lo inverosímil de la historia. La indefensión es una situación muy difícil, pero más lo es la soledad absoluta que se deriva de esta situación terrible.
Carmen, una mujer con una enfermedad crónica, tenía una relación con su médico que parecía salida de uno de los hermosos textos de Laín Entralgo, inscrita en unas coordenadas, que ni siquiera pueden imaginar quienes están convirtiendo la asistencia médica en una industria. Hasta que apareció el cáncer:
En una situación tan amenazadora, cada vez aparecía un médico diferente, eran distantes, portavoces de la sesión clínica que había examinado el caso y tomado decisiones. No respondían a nuestras preguntas. Pronto aprendimos que no se podía conversar con una sesión clínica.
Por el contrario, las enfermeras de la sala de tratamiento eran cordiales, cercanas y muy profesionales.
Carmen se quedó literalmente muerta. Sus miedos a la enfermedad fueron complementados con su miedo a los oncólogos y a las tenebrosas consultas despersonalizadas con los portavoces de las misteriosas sesiones clínicas. Se sentía totalmente desamparada. Es un sentimiento tan terrible, que no se lo deseo a nadie. Ella no comprendía por qué le trataban así. Nunca en su experiencia de enferma tuvo un problema de este rango, ni en el centro de salud, ni con los internistas, ni con otros especialistas, ni con los cirujanos.
Pero el maldito corporativismo impide la autocrítica, reconocer que algo anda mal entre la medicina y los ciudadanos, que empeora aún más las cosas. Como dice al eutor, la vivencia de una situación tan inverosímil, que es imposible que sea aceptada por un interlocutor. Cuando cuento esto a mis amigos médicos siento un aislamiento especial, un sentimiento de vacío, por lo inverosímil de la historia. La indefensión es una situación muy difícil, pero más lo es la soledad absoluta que se deriva de esta situación terrible.
Carmen, una mujer con una enfermedad crónica, tenía una relación con su médico que parecía salida de uno de los hermosos textos de Laín Entralgo, inscrita en unas coordenadas, que ni siquiera pueden imaginar quienes están convirtiendo la asistencia médica en una industria. Hasta que apareció el cáncer:
En una situación tan amenazadora, cada vez aparecía un médico diferente, eran distantes, portavoces de la sesión clínica que había examinado el caso y tomado decisiones. No respondían a nuestras preguntas. Pronto aprendimos que no se podía conversar con una sesión clínica.
Por el contrario, las enfermeras de la sala de tratamiento eran cordiales, cercanas y muy profesionales.
Carmen se quedó literalmente muerta. Sus miedos a la enfermedad fueron complementados con su miedo a los oncólogos y a las tenebrosas consultas despersonalizadas con los portavoces de las misteriosas sesiones clínicas. Se sentía totalmente desamparada. Es un sentimiento tan terrible, que no se lo deseo a nadie. Ella no comprendía por qué le trataban así. Nunca en su experiencia de enferma tuvo un problema de este rango, ni en el centro de salud, ni con los internistas, ni con otros especialistas, ni con los cirujanos.
Una oncóloga muy joven, distante, al estilo de los portavoces de las sesiones clínicas, lee los resultados en la pantalla: "tienes varias metástasis en el hígado, en ganglios linfáticos y una ósea en el muslo". Carmen estaba en una situación tal que no procesó la información. Le preguntaba si eran operables todas las metástasis. La oncóloga le dijo que estaba descartado, que sólo quedaba el tratamiento (la quimio). Entonces le dijo un sentido "lo siento".
He vivido muchas situaciones de adversidad en mi vida, pero ninguna tan fuerte como esta. Ser espectador de las súplicas de una mujer tan débil y moribunda frente a una oncóloga carente de cualquier debilidad frente a los pacientes, que sitúa su vida profesional por encima de cualquier cuestión, que carece de cualquier sentimiento, en coherencia con los parámetros por los que va a ser evaluada, es una de las peores experiencias a las que he tenido que enfrentarme. Carmen no era una inversión rentable para la oncóloga. Así lo diría un programador o gerente de los que escriben los guiones profesionales.
Carmen no se enteró muy bien de su situación. Desde que empezó el último tratamiento hasta su muerte, transcurrieron cuatro semanas.
Esta es una experiencia de lo que me gusta llamar las granjas oncológicas. Un sistema en el que, como en las granjas, los científicos deciden las dosis individualizadas de alimento de cada interno. La relación de cada uno con los técnicos tiene como finalidad obtener información para la toma de decisiones con criterios científicos. En este sentido es despojado de su condición de ser humano, siendo convertido en un sistema de órganos y funciones sobre el que es posible intervenir. Un lugar donde es posible encontrar un gesto de compasión u otro sentimiento humano positivo en quien te administra la dosis. Una pregunta subyace en esta historia. Se trata de discernir si un enfermo oncológico debe tener asignado un médico, de modo que se pueda establecer una relación asistencial continua e integrada.
Como ya se comentó en Quimioterapia ¿paliativa? la oncología es una especialidad que parece esté fuera de control: todo vale por aumentar la supervivencia, independientemente de que esos supestos días o semanas de más sean para el paciente un infierno de pruebas, tratamientos, deterioro y sufrimiento por los efectos secundarios de los tratamientos y por la enfermedad. Si no escuchamos a los pacientes, si no les miramos a los ojos y facilitamos la deliberación sobre las decisiones a tomar, si negamos o somos indiferentes a su sufrimiento, su angustia, sus dudas... el tratamiento se convierte en un tipo de encarnizamiento moral.
He vivido muchas situaciones de adversidad en mi vida, pero ninguna tan fuerte como esta. Ser espectador de las súplicas de una mujer tan débil y moribunda frente a una oncóloga carente de cualquier debilidad frente a los pacientes, que sitúa su vida profesional por encima de cualquier cuestión, que carece de cualquier sentimiento, en coherencia con los parámetros por los que va a ser evaluada, es una de las peores experiencias a las que he tenido que enfrentarme. Carmen no era una inversión rentable para la oncóloga. Así lo diría un programador o gerente de los que escriben los guiones profesionales.
Carmen no se enteró muy bien de su situación. Desde que empezó el último tratamiento hasta su muerte, transcurrieron cuatro semanas.
Esta es una experiencia de lo que me gusta llamar las granjas oncológicas. Un sistema en el que, como en las granjas, los científicos deciden las dosis individualizadas de alimento de cada interno. La relación de cada uno con los técnicos tiene como finalidad obtener información para la toma de decisiones con criterios científicos. En este sentido es despojado de su condición de ser humano, siendo convertido en un sistema de órganos y funciones sobre el que es posible intervenir. Un lugar donde es posible encontrar un gesto de compasión u otro sentimiento humano positivo en quien te administra la dosis. Una pregunta subyace en esta historia. Se trata de discernir si un enfermo oncológico debe tener asignado un médico, de modo que se pueda establecer una relación asistencial continua e integrada.
Como ya se comentó en Quimioterapia ¿paliativa? la oncología es una especialidad que parece esté fuera de control: todo vale por aumentar la supervivencia, independientemente de que esos supestos días o semanas de más sean para el paciente un infierno de pruebas, tratamientos, deterioro y sufrimiento por los efectos secundarios de los tratamientos y por la enfermedad. Si no escuchamos a los pacientes, si no les miramos a los ojos y facilitamos la deliberación sobre las decisiones a tomar, si negamos o somos indiferentes a su sufrimiento, su angustia, sus dudas... el tratamiento se convierte en un tipo de encarnizamiento moral.