La media de supervivencia de ese tipo de tumor, un glioblastoma grado 4, es de 15 meses, la mitad de los pacientes sobreviven ese tiempo y prácticamente ninguno llega a los 18 meses.
¿Cómo lo consiguió? En el libro Anticáncer (2007) el autor explicaba que hay montones de “cosas” anticáncer que podemos hacer. En primer lugar, encontrar la serenidad interior, con la ayuda de la meditación, realizar ejercicios de coherencia cardiaca y, sobre todo, de poner en marcha un equilibrio de vida que reduzca las fuentes de estrés al mínimo. En segundo lugar la actividad física y llevar una alimentación adecuada (como comer frambuesas o beber té verde).
Cuatro años después, David comparte con los lectores cómo se enfrenta a la muerte, con un texto sencillo que refleja muy bien la situación en la que cada año se encuentran millones de personas.
Por supuesto, el aspecto afectivo es también importante. Cuanto más enfermo estás, más solo te sientes y más ansioso y deprimido te encuentras. Al contrario, cuanto más rodeado estás, más te mantienes conectado a la vida y todo lo que infunde ganas de vivir. Pueden ser suficientes las cosas más simples: ver juntos una película, jugar a las cartas, contarse historias, rememorar recuerdos, hacer proyectos de fin de semana o de vacaciones… Incluso si tienen que renunciar a su forma de vida de “antes”, los enfermos necesitan sentir que siguen formando “parte del club”, del club de los vivos que “hacen cosas” y que “viven su vida” (pág. 31).
Mi antigua experiencia de hospitalizaciones me había enseñado que, cuando entras en la fase de los cuidados, la cosa marcha por sí sola, podría decirse. Ya no te preocupas de lo que va a pasar al día siguiente, ni siquiera de lo que ocurrirá una hora después. Libras toda una serie de pequeñas batallas: lavarse, comer, tratar de descansar de la manera más cómoda posible a pesar del dolor de cabeza, de las náuseas, de los pinchazos, de los otros dolores corporales; encontrar fuerzas para hablar, para escuchar, para nutrir e contacto… Son batallas minúsculas, pero, como se suceden sin cesar, acaparan toda tu atención. También hay batallas más importantes: las pruebas, la anestesia, la operación, etc. Y consagras las fuerzas que te quedan a o esencial: a preservar el vínculo con la familia, con los hijos, con los hermanos… (33).
En circunstancias críticas, focalizarse en la acción constituye la mejor salvaguarda contra la desesperación. Pero antes es preciso reconocer que la situación es muy dura desde el punto de vista emocional, y recordarse que en este barco estaremos juntos nosotros, nuestra pareja y nuestros seres queridos. Entonces podemos afrontar las decisiones prácticas y pasar de lleno a la acción (42).
A menudo asistí a mis pacientes en el instante en que la esperanza de curarse, o la de atenuar los síntomas, basculan hacia otra realidad: la de la muerte inminente. Tuve el privilegio de observar cómo penetran entonces en otra esperanza, al de “superar” su muerte. Se trata de una apuesta sumamente importante y un objetivo absolutamente legítimo. Después de todo, la trayectoria de la vida conduce a la muerte, desemboca en la muerte, y me gusta pensar –al igual que muchos filósofos- que la vida constituye una larga preparación para ese instante soberano. Cuando renuncias a luchar contra la enfermedad, queda aún un combate que hay que librar, el combate para superar tu propia muerte: despedirse bien de las personas de las que precisas despedirte, perdonar a las personas a las que hay que perdonar, obtener el perdón de las personas de las que necesitas hacerte perdonar. Dejar mensajes, disponer tus asuntos. Y partir con un sentimiento de paz y de “conexión”.
Tener la posibilidad de preparar nuestra partida es en realidad un gran privilegio. Los telediarios, son su lote de accidentes y de catástrofes, nos recuerdan cada noche que la muerte violenta puede surgir en cualquier momento, segando de un tajo a sus víctimas y privando a los seres queridos de la etapa tan valiosa de las despedidas (69).
Toda mi experiencia me lleva a pensar que, para afrontar la enfermedad de la mejor manera, es indispensable plantearse la cuestión de la muerte. Este asunto atormenta en realidad a todos aquellos que padecen afecciones graves como el cáncer, aunque no hablen de ello. Desde el momento en que dices: “Tengo un cáncer y estoy siguiendo tal o cual tratamiento”, la muerte aparece en escena. Es imposible negarlo. Estoy convencido de que es preferible poner el tema sobre la mesa, verlo en todas sus dimensiones, prácticas y simbólicas, para que cuando llegue el momento se desarrolle de la mejor manera posible. En el punto al que han llegado estas personas, constituye en el fondo “el” asunto más importante de su vida y valdría más que no lo eludiesen.
Pero, al mismo tiempo, el simple hecho de hablar de ello puede provocar en el paciente la impresión, a menudo falsa, de que su fin es inminente, lo cual puede ser fuente de una enorme angustia. Por eso, el entorno tiende a evitar el tema mientras el estado de la persona no se ha deteriorado claramente. Pero entonces ocurre que muchas veces es demasiado tarde, porque el enfermo ya no puede hablar de ello o incluso pensar en ello siquiera.
Mis conversaciones con mis pacientes me enseñaron que no existe un “buen” momento para abordar la cuestión. No importa cuándo se haga, siempre que no se violente al enfermo, que no se le transmita el sentimiento de que “está acabado”, manteniéndose en la ambigüedad y usando expresiones matizadas, aunque no sea cosa fácil.
Para determinadas personalidades muy frágiles, pensar en la muerte es algo inimaginable. Está, literalmente, por encima de sus fuerzas. No hay que violentarles. Pero estos casos son bastante infrecuentes (103).
“¿Qué debo esperar?”, preguntó mi mujer a los médicos. La doctora le respondió en tono amistoso: “En el estado en el que están las cosas, le aconsejo que se tome cada día como un regalo y que no piense en otra cosa” (72).