- La muerte asistida no pretende ser una solución a la mala calidad de la muerte, ni a los problemas de la medicina o de la sociedad para una “comprensión colectiva de la muerte”, una expresión que no se sabe bien qué significa.
- Es un error plantear el tema de forma dilemática: regulamos la eutanasia o nos olvidamos de la muerte (eutanasia o paliativos), debatimos sobre “elección” o sobre la “muerte misma”, porque no estamos obligados a elegir. La sociedad mantiene decenas de debates complejos simultáneamente, sin que unos (el cambio climático, por ejemplo) excluyan a los otros (el feminismo, la buena muerte o el derecho a morir).
- La evidencia (los datos) no deja lugar a dudas: la pendiente resbaladiza es una falacia. Los temores a que la eutanasia sea una amenaza para la sociedad y la medicina, con graves consecuencias respecto a su sentido antropológico son opiniones sin fundamento. La mayoría de los fallecimientos se producen tras una decisión médica (o por rechazo de un tratamiento), pero eso no convierte a los médicos en sospechosos. ¿De qué manera el que un equipo de atención primaria (hospitalaria o de una residencia de mayores), comprometido con el respeto a la voluntad de cada persona, ayude a una o dos pacientes al año a morir puede deteriorar la confianza de la ciudadanía en estos profesionales? De ninguna, más bien todo lo contrario.
- Abandonemos de una vez el paternalismo, dejemos de dudar de la madurez de las personas para tomar sus decisiones (por ejemplo a través del testamento vital) y de colocar al médico en el centro del universo. La esencia de la muerte asistida es una decisión individual, no un acto médico.
Callahan plantea la muerte asistida con un dilema falso: regulamos la eutanasia o nos olvidamos de la muerte, debatimos sobre “elección” o sobre la “muerte misma”, es tan falaz como contraponer eutanasia y cuidados paliativos, porque no estamos obligados a elegir. No es verdad que la toma de decisiones no incluya una reflexión profunda sobre la propia muerte: “estamos en una sociedad que utiliza la excusa del pluralismo, del respeto a cualquier decisión autónoma, para eliminar el intercambio serio sobre los problemas más profundos, que han sido desterrados al reino de lo privado, enajenados de la plaza pública”. “Cuanto más públicamente sancionamos nuestro derecho a elegir, parece más enterrado y más oculto el significado de la muerte en nuestras vidas, y más excluida de cualquier discurso público común parece que queda la muerte. Cuanto más pública es la posibilidad de elección, más privado se hace el contenido y la orientación que debe sustanciar esa elección. En lugar de intentar estimular nuestra comprensión colectiva de la muerte, el énfasis social ha ido dirigido al establecimiento de un conjunto de derechos sobre nuestra muerte”.
¿La comprensión colectiva de la muerte? Ese es otro debate. ¿Acaso cuando se reguló el divorcio se hizo una comprensión colectiva de lo que significa vivir en pareja? ¿O el aborto y la maternidad? Sin embargo, aunque esa no sea su finalidad, ¡Claro que existe la reflexión! Primero individual, en las personas que deciden morir y en las que les prestan ayuda, y luego colectiva, en el ámbito profesional y social. En los países donde se ha regulado la eutanasia existe un debate continuo sobre la muerte, cada vez más serio, más profundo, tal y como demuestra la gran cantidad de artículos, documentales, programas de televisión, informes institucionales, documentos de ámbito profesional, protocolos, etc., etc. Pero la reflexión más seria sobre el afrontamiento de la muerte y sobre la asistencia en el proceso de morir llegará a partir de la experiencia, después de aprobar una ley. La sociedad es capaz de mantener muchos debates a la vez, que no se realizan unos “en lugar de” otros, no solo sobre la eutanasia y la calidad de la muerte, sino también sobre la desigualdad, la inmigración, el feminismo, el cambio climático, etc., etc.
El falso dilema del todo o nada coloca a la eutanasia en un contexto irreal, justificando el miedo infundado a la eutanasia. Para Callahan “la regulación de la eutanasia para nada es socialmente neutra. Establecer la eutanasia como política social es, en primer lugar, ponerse del lado de quienes dicen que el sufrimiento nunca tiene sentido y es siempre innecesario, y que defienden que debe ser aliviado de la manera más decisiva posible. En segundo lugar, es aceptar que una materia tan variable, tan altamente subjetiva como la evaluación del sufrimiento es mejor dejarla al juicio irrevocable del médico y el paciente”. ¿De qué habla? Nadie propone que la eutanasia (o el aborto, o el divorcio) sea una “política social”, nadie dice que el sufrimiento nunca (o siempre) tenga sentido y, desde luego, no se propone “la legitimación del asesinato mutuamente acordado” (menudo disparate). Al decir que “se trataría de añadir una nueva categoría a los homicidios aceptables socialmente (defensa propia, pena de muerte y en el campo de batalla)” pone unos ejemplos en los que confunde lo voluntario con lo forzado (el amor con la violación, el regalo con el robo...).
En algún momento, al mencionar la pendiente resbaladiza, Callahan modera su discurso: “Rechazo la visión apocalíptica de algunos oponentes a la eutanasia que anuncian que el tren de la muerte arrollará a los más pobres, a los discapacitados o a los dementes. Esta visión no hace justicia a la seriedad de aquellas personas que la proponen ni a las numerosas fuerzas culturales y sociales capaces de controlar esas tendencias. No seré yo quien exagere con ese tipo de males”. Pero vuelve otra vez al afirmar que “no importa las salvaguardas que se activen, el abuso y la corrupción serán posibles” o que “una vez que la sociedad permite a una persona matar a otra según unos estándares privados de qué vidas merecen seguir viviéndose, no habrá manera de contener ese virus que hemos introducido.” Si hay un hecho absolutamente contrastado por la experiencia de los países que han regulado la eutanasia y/o el suicidio asistido es que la pendiente resbaladiza no existe. Como el debate del veto parental que propone la extrema derecha en España, es cansino hablar de suposiciones cuya única realidad está en la mente de los que expresan esos temores, que son fruto de su “mirada sucia”, de su permanente sospecha de la libertad y de la autonomía de las personas.
La esencia de la eutanasia es una decisión individual compartida. Pero la libertad no se regala, es una conquista personal, en la que es imposible evadirse de la muerte. Por eso, no es una cuestión de mayorías, cualquier persona no opta por una muerte voluntaria. Del 10% de personas que se puedan plantear morir, solo del 1 al 4% mueren de forma voluntaria (en España, de 4 a 16 mil de las 425 mil personas que mueren cada año). La muerte asistida no tiene nada que ver con el suicidio violento y en soledad, de cuya reflexión no sabemos nada. Asistida, significa acompañada, tras un proceso deliberativo sobre las razones para morir y las opciones alternativas a la muerte. Evadirse es la conspiración de silencio (todos saben, pero nadie habla), la negación de algunos profesionales de los derechos al final de la vida de los pacientes, el imperativo tecnológico (o la tecnología al borde del abismo). La eutanasia no tiene nada que ver con todo esto, con evadirse de la muerte.
Actualmente, la mayoría de los fallecimientos se producen tras una decisión médica, tomada por un rechazo de un tratamiento o por una adecuación del esfuerzo terapéutico. Si la toma de decisiones es correcta, esto no convierte a los médicos en sospechosos, ni en homicidas. ¿De qué manera el que un equipo de atención primaria (hospitalaria o de una residencia de mayores), comprometido con el respeto a la voluntad de cada persona, ayude a uno o dos pacientes al año a morir puede deteriorar la confianza de la ciudadanía en estos profesionales? De ninguna, más bien todo lo contrario.
Poco tiene que ver el imperativo tecnológico (la necesidad de usar la tecnología que el médico tiene a su alcance) con la eutanasia, porque la muerte voluntaria es la excepción que confirma la regla. Estas personas “sí que pueden conocerse a sí mismas y sus propios deseos lo suficientemente bien para saber exactamente cuándo deben renunciar a la lucha por seguir con vida”. Ya sabemos que la mayoría de personas aceptarán lo que les propongan, pero las cifras son las que son, la eutanasia no va de mayorías, es una opción personalísima de personas que dicen “basta, aquí me quedo”.
Una de las distorsiones más frecuentes en el debate de la eutanasia es colocar mal el foco. La esencia de la muerte asistida es una decisión individual, no un acto médico. Al igual que en la interrupción voluntaria del embarazo lo fundamental no es la prescripción de unas medicinas o la cirugía, sino la voluntad de la mujer, en la eutanasia lo único que decide el profesional es si ayuda o no a morir a esa persona, pero la decisión de morir no es suya. Repito, el médico no decide que el paciente muera. Para Callahan, el salto a la muerte médicamente asistida es peligroso por potencialmente incontrolable: “Esta es una dirección peligrosa para ir en la búsqueda de una muerte pacífica. Se basa en la ilusión de que una sociedad puede poner en manos privadas de los médicos, sin problemas, el poder de acabar con la vida de un enfermo de manera directa y deliberada”. ¡Qué barbaridad! ¿Los médicos del mundo están acabando con la vida de millones de fetos cada año? Pues no.
¿Por qué dudamos de la madurez de las personas para decidir sobre su muerte? El ejemplo de que las personas, especialmente mayores, digan en una encuesta sobre el uso de tratamientos al final de la vida una cosa y luego hagan otra no es comparable a una petición seria y reiterada de morir, deliberada con al menos dos profesionales, según los requisitos de una ley de eutanasia. Ni tampoco lo es con un testamento vital (TV), sobre el que al autor hace un desafortunado comentario: “es frecuente que las personas sean ambivalentes: dicen una cosa cuando están bien y otra cuando están mal. De ahí la poca utilidad de las directrices previas”. La afirmación es absurda, porque el TV entra en vigor cuando la persona no se puede expresar, es decir, ya no puede pensar, ni cambiar de opinión, ni ser ambivalente. Pero lo peor no es este error conceptual, sino la desconfianza que transmite sobre las decisiones de los pacientes. Parafraseando una famosa frase "es el paternalismo, amigos".
Pero no queda ahí. Dice el autor del blog: “Hoy en día, para enfermedades tan prevalentes como el cáncer, podría llegar a ser más fácil para un enfermo solicitar la eutanasia que rechazar la quimioterapia. Hay una enorme presión social, familiar y médica para que los enfermos acepten tratamientos que la mayoría de las veces ofrecen a lo sumo unas pocas semanas de mala vida. Esos rechazos son interpretados como irracionales y, si están inscritos en un contexto de creencias espirituales, religiosas o existenciales que alguien pueda interpretar como “terapéuticas”, entonces la persecución incluirá denuncias públicas. En algún sitio denominé a esta situación “nuevo paternalismo tecnocientífico”.
¡Toma ya! Efectivamente, existe una gran presión para agotar todas las opciones de tratamiento, que trata de combatir la medicina paliativa y cada vez más fuentes de información, pero decir que alguien pedirá la muerte para librarse de la quimio, es disparatado. ¿Dónde queda el proceso deliberativo que exige la muerte voluntaria?
Se mencionan otros aspectos interesantes, pero que tampoco tienen relación con que la muerte sea o no voluntaria, como los ritos funerarios (la muerte des-culturalizada) o cómo se moría antes. Es frecuente leer que antes se moría mejor, con una nostalgia de la muerte natural, que es injustificada. “(Hay) una pérdida de la familiaridad y la sencillez que marcó la muerte anterior, una muerte que era aceptada con cierta resignación y tranquilidad; una muerte que, en la era de enfermedades infecciosas, llegaba rápida. Ahora nunca hay simplicidad en la muerte; hoy en día, la muerte, que transcurre en su mayor parte en instituciones, suele requerir una decisión específica para suspender un tratamiento médico. Y esta muerte nos aterroriza cada vez más a pesar de que todas las posibilidades que tenemos para su gestión. El incremento de la incertidumbre y de la capacidad de gestión solo han aumentado el miedo”.
Hace cien años, de cada 1.000 recién nacidos, la mitad no llegaba a los 20 años, y la esperanza de vida era de 40. La gente moría en su casa porque no había ni hospitales, ni asistencia médica y dudo que le dieran más sentido personal y colectivo a su final que en el siglo XXI. Ciertamente la tecnología se vuelve en nuestra contra en el proceso de morir, resultando que hoy en día te mueres bien, regular o mal, dependiendo del médico que te toque. Pero aun así, la mayoría de las personas mueren mucho mejor que hace cien años, cuando el médico se retiraba y la muerte quedaba en manos del cura y el notario (el ars moriendi medieval es un espanto).
Según el autor, “ahora nos comportamos como dioses, somos la causa (real o imaginaria) de todo lo que existe y, por tanto, somos moralmente responsables de todo lo que sucede o podría suceder al final de la vida” (lo que Callahan llama “monismo tecnológico”). Si fuéramos dioses no padeceríamos un sufrimiento tan intolerable como para desear morir. La naturaleza del ser humano es ser consciente de su propia existencia y trascender para dotarla de sentido. La muerte voluntaria ha existido desde siempre, porque la muerte elegida, la muerte libre, pertenece a nuestra naturaleza humana. En una sociedad civilizada, no tiene sentido que la eutanasia (y el suicidio asistido) siga siendo clandestina, solo al alcance de las personas bien relacionadas, que se la puedan pagar en otro país o conseguir los medios en el mercado clandestino. Morir en libertad es un derecho humano que será reconocido en todas las democracias. Y que nos hará mejores, a las personas y a la sociedad. Cuanto antes, mejor.