“Me operaron por laparoscopia. Cuando salí del quirófano, una de las cirujanas, la más joven, me dijo: tenía mala pinta, hemos hecho lo que se ha podido. Luego vino el jefe: chapeau, expresó, todo ha ido de maravilla. Mi hija se puso a llorar…, Papá: te han salvado la vida. Me consideré un afortunado.
El postoperatorio fue llevadero, volví a caminar casi dos horas diarias. Estaba agradecido a la vida, pero algo me mosqueó, no sé el qué, así que nos fuimos de viaje.
Un mes después de la operación empezaron los dolores, cada vez más frecuentes, cada vez más intensos. Me decían que el dolor no tenía nada que ver con el tumor, que no era necesario hacer pruebas. Yo trataba de sobreponerme, pero mis paseos eran cada vez más cortos y cada día me encontraba peor.
A los tres meses de “curarme”, llegó un día en que sólo pude caminar diez minutos. El médico de cabecera pensó en un cólico nefrítico, me pinchó un nolotil y me dijo que me fuera al hospital.
El ingreso en el hospital fue un horror. En dos semanas me vieron 5 o 6 urólogos, pero no volví a ver al jefe, que me había operado. “No te podemos dar quimioterapia, el tumor se ha extendido y tienes metástasis abdominales”. No me lo dijeron, pero lo entendí perfectamente: te vas a morir. Hubiera preferido hablar de ello, de mi proceso de muerte, pero nunca me dieron esa oportunidad.
El postoperatorio fue llevadero, volví a caminar casi dos horas diarias. Estaba agradecido a la vida, pero algo me mosqueó, no sé el qué, así que nos fuimos de viaje.
Un mes después de la operación empezaron los dolores, cada vez más frecuentes, cada vez más intensos. Me decían que el dolor no tenía nada que ver con el tumor, que no era necesario hacer pruebas. Yo trataba de sobreponerme, pero mis paseos eran cada vez más cortos y cada día me encontraba peor.
A los tres meses de “curarme”, llegó un día en que sólo pude caminar diez minutos. El médico de cabecera pensó en un cólico nefrítico, me pinchó un nolotil y me dijo que me fuera al hospital.
El ingreso en el hospital fue un horror. En dos semanas me vieron 5 o 6 urólogos, pero no volví a ver al jefe, que me había operado. “No te podemos dar quimioterapia, el tumor se ha extendido y tienes metástasis abdominales”. No me lo dijeron, pero lo entendí perfectamente: te vas a morir. Hubiera preferido hablar de ello, de mi proceso de muerte, pero nunca me dieron esa oportunidad.
Tenía fiebre todos los días, que no conseguían controlar. Yo lo entiendo, comprendo que hay muchas cosas que están fuera del alcance de la medicina. Descubrieron un quiste en el riñón, que me propusieron pinchar, dejando un drenaje. No sabían si eso era la causa de la fiebre, se trataba de probar, por si sonaba la flauta. Yo tampoco sabía qué debía hacer, sospechaba que estaba en un proceso de deterioro progresivo, que nadie quería abordar.
Una mañana apareció en la habitación un celador. "Le van a hacer una prueba", fue toda su explicación, antes de llevarme por los laberintos del hospital a una consulta. Cuando vi al médico le dije: “Doctor, yo necesito comprender qué me pasa, de lo contrario prefiero que no me hagan nada”. "Ah, bueno, pues si no se va a tratar, mejor que se vaya a su casa", me contestó con un tono entre irónico y cínico. Yo la dignidad la tengo en el culo, pero aún soy una persona. Comprendo que estuvieran desconcertados, que no supieran por dónde tirar, incluso que me mintiera, pero no le perdono que no me mirara, que no me viera, que me tratara como si fuera un objeto. Y se lo dije: “mire usted, yo no estoy acostumbrado a hablar así con una persona, por favor, ¿Me podría mirar a los ojos mientras me habla?”
Desde que ingresé no he dejado de sufrir. No me pusieron el catéter, con el quinto antibiótico la fiebre desapareció, pero ese perro llamado dolor me cogió con rabia y desde entonces no ha dejado de morder.
Un día una uróloga me confesó que desde el principio sabían que mi cáncer tenía mal pronóstico. Ya lo sospechaba, ahora lo sabía. No entiendo por qué me dieron a entender que me había curado, por qué hablan de certezas cuando no las hay, ¿no se dan cuenta de lo que un enfermo sufre dándole vueltas a la cabeza?. Lo mío no tiene remedio, pero me gustaría que no le hicieran esto a la gente, que no la engañen con falsas esperanzas, que no le den largas mientras sufren.
Lo he pasado muy mal, relata Juan, sé que me queda poco tiempo de vida. No quiero volver a ver a los médicos del hospital. Lo único que deseo es mantener el dolor a raya, ordenar mis cosas, despedirme de mi familia y morir con dignidad.”
Tolstoi, en su novela La muerte de Ivan Illich (1886), nos cuenta esta misma experiencia. El dolor físico y psicológico provoca una metamorfosis, a una transformación de la propia existencia. La proximidad de la muerte empuja a Iván a un examen de conciencia, a revisar desde su infancia las diversas etapas de su vida. “¿Y si mi vida entera hubiera sido una equivocación?”. Juan, al repasar su vida, hacía un balance positivo y sentía que las cuentas le salían a favor.
Pero Juan también se irrita y se atormenta ante la mentira perpetuada hasta el fin por los médicos:
“Para Iván Ilich, había sólo una pregunta importante, a saber: ¿era grave su estado o no lo era? Pero el médico esquivó esa indiscreta pregunta. Desde su punto de vista, era una pregunta ociosa que no admitía discusión. Del resumen del médico, Iván Ilich sacó la conclusión de que las cosas iban mal, pero que al médico, y quizás a los demás, aquello les traía sin cuidado, aunque para él era un asunto funesto. Y tal conclusión afectó a Iván Ilich lamentablemente, suscitando en él un profundo sentimiento de lástima hacia sí mismo y de profundo rencor por la indiferencia del médico ante una cuestión importante. Pero no dijo nada. Se levantó, puso los honorarios del médico en la mesa y comentó suspirando: Probablemente, nosotros los enfermos hacemos a menudo preguntas indiscretas. Pero dígame: ¿esta enfermedad es, en general, peligrosa o no?
Ya le he dicho lo que considero necesario y conveniente. Veremos qué resulta de un análisis posterior”.
A Juan le sorprendió el celador llevándoselo como si fuera una mercancía, sin ninguna explicación. ¿Se había perdido algo? Su mujer tampoco sabía nada. Le indignó que el médico no le mirara a los ojos, que le diera la impresión de que aquello le traía sin cuidado. “Yo no estoy acostumbrado a esto, se lamentaba, llorando, un hombre el el momento más vulnerable de su vida. Me gusta hablar y que me escuchen”.
“No cesó de repasar mentalmente lo que había dicho el médico, tratando de traducir esas palabras complicadas, oscuras y científicas a un lenguaje sencillo y encontrar en ellas la respuesta a la pregunta: ¿Es grave lo que tengo? ¿Es muy grave o no lo es todavía? Y le parecía que el sentido de lo dicho por el médico era que la dolencia era muy grave.
El malestar que sentía, ese malestar sordo que no cesaba un momento, le parecía haber cobrado un nuevo y más grave significado a consecuencia de las oscuras palabras del médico. Iván Ilich lo observaba ahora con una nueva y opresiva atención”.
“Era imposible engañarse: algo terrible le estaba ocurriendo, algo nuevo y más importante que lo más importante que hasta entonces había conocido en su vida. Y él era el único que lo sabía; los que le rodeaban no lo comprendían o no querían comprenderlo y creían que todo en este mundo iba como de costumbre. Eso era lo que más atormentaba a Iván Ilich”.
Finalmente, tanto Iván Ilich como Juan, toman conciencia de la muerte. «No se trata del apéndice o del riñón, sino de la vida y… la muerte. Sí, la vida estaba ahí y ahora se va, se va, y no puedo retenerla. Sí. ¿De qué sirve engañarme? ¿Acaso no ven todos, menos yo, que me estoy muriendo, y que sólo es cuestión de semanas, de días… quizá ahora mismo? La muerte. Sí, la muerte. Y esos no lo saben ni quieren saberlo, y no me tienen lástima".
“El mayor tormento de Iván Ilich era la mentira. La mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba muriéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo.
Él sabía, sin embargo, que hiciera lo que hiciera nada resultaría de ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa mentira, le atormentaba que no quisieran admitir que ellos sabían que era mentira y que él lo sabía también, y que mintieran acerca de su horrible estado y se apartaran -más aun, le obligaran- a participar en esa mentira. La mentira -esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte- encaminada a rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era un horrible tormento para Iván Ilich. Y, cosa extraña, muchas veces, cuando se entregaban junto a él a esas patrañas, estuvo a un pelo de gritarles: ¡dejad de mentir! ¡Vosotros bien sabéis, y yo sé, que me estoy muriendo! ¡Conque, al menos, dejad de mentir!. Pero nunca había tenido arranque bastante para hacerlo".
"Esa mentira en torno suyo y dentro de sí mismo emponzoñó más que nada los últimos días de la vida de Iván Ilich”.
En los últimos días, ante la visita del médico, Iván le mira como preguntando: “¿Pero es que usted no se avergüenza nunca de mentir?”. El médico, sin embargo, no quiso comprender la pregunta. En una de las últimas visitas Iván le dice: “Bien sabe usted que no puede hacer nada por mí; conque déjeme en paz. Podemos calmarle el dolor, respondió el médico. Ni siquiera eso. Déjeme".
Juan también se sitió bastante solo. Hablaba de su situción con su mujer y su hija, pero no con el médico, ni con la enfermera de paliativos que le visitaban en casa. Usaban otro lenguaje, se enredaban en asuntos que a él le parecían banales, como la tensión, el agua que bebía o lo que comía o dejaba de comer. No consigueron apaciguar el dolor, que no cesaba de morderle, a ratos muy duramente. Nunca le hablaron de la muerte, de sus miedos, de su expectaviva de morir dormido cuando ya no pudiera soportarlo más. En una ocasión Juan preguntó cómo iba a ser su final. El médico sentenció: "no se preocupe, nosotros sabemos lo que tenemos que hacer. Le advierto que si está pensando en otra cosa eso es ilegal", y se marchó. La desazón y la frustración de Juan eran enormes: se moría y a nadie -salvo su mujer y su hija- parecía importarle.
“A partir de ese momento, empezó un aullido que no se interrumpió durante tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo sin espanto a través de dos puertas”. Y justo en el momento de morir se preguntó: «“Y la muerte… ¿dónde está?”. Buscaba su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba. “¿Dónde está? ¿Qué muerte?”. No había temor alguno porque tampoco había muerte. En lugar de la muerte había luz. ¡Éste es el fin! –dijo alguien a su lado. Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. “Éste es el fin de la muerte, se dijo. La muerte ya no existe”. Tomó un sorbo de aire, se detuvo en medio de un suspiro, dio un estirón y murió”.
Una mañana apareció en la habitación un celador. "Le van a hacer una prueba", fue toda su explicación, antes de llevarme por los laberintos del hospital a una consulta. Cuando vi al médico le dije: “Doctor, yo necesito comprender qué me pasa, de lo contrario prefiero que no me hagan nada”. "Ah, bueno, pues si no se va a tratar, mejor que se vaya a su casa", me contestó con un tono entre irónico y cínico. Yo la dignidad la tengo en el culo, pero aún soy una persona. Comprendo que estuvieran desconcertados, que no supieran por dónde tirar, incluso que me mintiera, pero no le perdono que no me mirara, que no me viera, que me tratara como si fuera un objeto. Y se lo dije: “mire usted, yo no estoy acostumbrado a hablar así con una persona, por favor, ¿Me podría mirar a los ojos mientras me habla?”
Desde que ingresé no he dejado de sufrir. No me pusieron el catéter, con el quinto antibiótico la fiebre desapareció, pero ese perro llamado dolor me cogió con rabia y desde entonces no ha dejado de morder.
Un día una uróloga me confesó que desde el principio sabían que mi cáncer tenía mal pronóstico. Ya lo sospechaba, ahora lo sabía. No entiendo por qué me dieron a entender que me había curado, por qué hablan de certezas cuando no las hay, ¿no se dan cuenta de lo que un enfermo sufre dándole vueltas a la cabeza?. Lo mío no tiene remedio, pero me gustaría que no le hicieran esto a la gente, que no la engañen con falsas esperanzas, que no le den largas mientras sufren.
Lo he pasado muy mal, relata Juan, sé que me queda poco tiempo de vida. No quiero volver a ver a los médicos del hospital. Lo único que deseo es mantener el dolor a raya, ordenar mis cosas, despedirme de mi familia y morir con dignidad.”
Tolstoi, en su novela La muerte de Ivan Illich (1886), nos cuenta esta misma experiencia. El dolor físico y psicológico provoca una metamorfosis, a una transformación de la propia existencia. La proximidad de la muerte empuja a Iván a un examen de conciencia, a revisar desde su infancia las diversas etapas de su vida. “¿Y si mi vida entera hubiera sido una equivocación?”. Juan, al repasar su vida, hacía un balance positivo y sentía que las cuentas le salían a favor.
Pero Juan también se irrita y se atormenta ante la mentira perpetuada hasta el fin por los médicos:
“Para Iván Ilich, había sólo una pregunta importante, a saber: ¿era grave su estado o no lo era? Pero el médico esquivó esa indiscreta pregunta. Desde su punto de vista, era una pregunta ociosa que no admitía discusión. Del resumen del médico, Iván Ilich sacó la conclusión de que las cosas iban mal, pero que al médico, y quizás a los demás, aquello les traía sin cuidado, aunque para él era un asunto funesto. Y tal conclusión afectó a Iván Ilich lamentablemente, suscitando en él un profundo sentimiento de lástima hacia sí mismo y de profundo rencor por la indiferencia del médico ante una cuestión importante. Pero no dijo nada. Se levantó, puso los honorarios del médico en la mesa y comentó suspirando: Probablemente, nosotros los enfermos hacemos a menudo preguntas indiscretas. Pero dígame: ¿esta enfermedad es, en general, peligrosa o no?
Ya le he dicho lo que considero necesario y conveniente. Veremos qué resulta de un análisis posterior”.
A Juan le sorprendió el celador llevándoselo como si fuera una mercancía, sin ninguna explicación. ¿Se había perdido algo? Su mujer tampoco sabía nada. Le indignó que el médico no le mirara a los ojos, que le diera la impresión de que aquello le traía sin cuidado. “Yo no estoy acostumbrado a esto, se lamentaba, llorando, un hombre el el momento más vulnerable de su vida. Me gusta hablar y que me escuchen”.
“No cesó de repasar mentalmente lo que había dicho el médico, tratando de traducir esas palabras complicadas, oscuras y científicas a un lenguaje sencillo y encontrar en ellas la respuesta a la pregunta: ¿Es grave lo que tengo? ¿Es muy grave o no lo es todavía? Y le parecía que el sentido de lo dicho por el médico era que la dolencia era muy grave.
El malestar que sentía, ese malestar sordo que no cesaba un momento, le parecía haber cobrado un nuevo y más grave significado a consecuencia de las oscuras palabras del médico. Iván Ilich lo observaba ahora con una nueva y opresiva atención”.
“Era imposible engañarse: algo terrible le estaba ocurriendo, algo nuevo y más importante que lo más importante que hasta entonces había conocido en su vida. Y él era el único que lo sabía; los que le rodeaban no lo comprendían o no querían comprenderlo y creían que todo en este mundo iba como de costumbre. Eso era lo que más atormentaba a Iván Ilich”.
Finalmente, tanto Iván Ilich como Juan, toman conciencia de la muerte. «No se trata del apéndice o del riñón, sino de la vida y… la muerte. Sí, la vida estaba ahí y ahora se va, se va, y no puedo retenerla. Sí. ¿De qué sirve engañarme? ¿Acaso no ven todos, menos yo, que me estoy muriendo, y que sólo es cuestión de semanas, de días… quizá ahora mismo? La muerte. Sí, la muerte. Y esos no lo saben ni quieren saberlo, y no me tienen lástima".
“El mayor tormento de Iván Ilich era la mentira. La mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba muriéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo.
Él sabía, sin embargo, que hiciera lo que hiciera nada resultaría de ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa mentira, le atormentaba que no quisieran admitir que ellos sabían que era mentira y que él lo sabía también, y que mintieran acerca de su horrible estado y se apartaran -más aun, le obligaran- a participar en esa mentira. La mentira -esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte- encaminada a rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era un horrible tormento para Iván Ilich. Y, cosa extraña, muchas veces, cuando se entregaban junto a él a esas patrañas, estuvo a un pelo de gritarles: ¡dejad de mentir! ¡Vosotros bien sabéis, y yo sé, que me estoy muriendo! ¡Conque, al menos, dejad de mentir!. Pero nunca había tenido arranque bastante para hacerlo".
"Esa mentira en torno suyo y dentro de sí mismo emponzoñó más que nada los últimos días de la vida de Iván Ilich”.
En los últimos días, ante la visita del médico, Iván le mira como preguntando: “¿Pero es que usted no se avergüenza nunca de mentir?”. El médico, sin embargo, no quiso comprender la pregunta. En una de las últimas visitas Iván le dice: “Bien sabe usted que no puede hacer nada por mí; conque déjeme en paz. Podemos calmarle el dolor, respondió el médico. Ni siquiera eso. Déjeme".
Juan también se sitió bastante solo. Hablaba de su situción con su mujer y su hija, pero no con el médico, ni con la enfermera de paliativos que le visitaban en casa. Usaban otro lenguaje, se enredaban en asuntos que a él le parecían banales, como la tensión, el agua que bebía o lo que comía o dejaba de comer. No consigueron apaciguar el dolor, que no cesaba de morderle, a ratos muy duramente. Nunca le hablaron de la muerte, de sus miedos, de su expectaviva de morir dormido cuando ya no pudiera soportarlo más. En una ocasión Juan preguntó cómo iba a ser su final. El médico sentenció: "no se preocupe, nosotros sabemos lo que tenemos que hacer. Le advierto que si está pensando en otra cosa eso es ilegal", y se marchó. La desazón y la frustración de Juan eran enormes: se moría y a nadie -salvo su mujer y su hija- parecía importarle.
“A partir de ese momento, empezó un aullido que no se interrumpió durante tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo sin espanto a través de dos puertas”. Y justo en el momento de morir se preguntó: «“Y la muerte… ¿dónde está?”. Buscaba su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba. “¿Dónde está? ¿Qué muerte?”. No había temor alguno porque tampoco había muerte. En lugar de la muerte había luz. ¡Éste es el fin! –dijo alguien a su lado. Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. “Éste es el fin de la muerte, se dijo. La muerte ya no existe”. Tomó un sorbo de aire, se detuvo en medio de un suspiro, dio un estirón y murió”.