
Oficialmente, cada día se suicidan diez personas en España, cifra que en realidad se estima superior por los suicidios de enfermos terminales y accidentes de coche que pasan desapercibidos y los que deliberadamente no se certifican. El 75% son varones. A groso modo, según los certificados de defunción, de cada diez suicidios, cinco personas se ahorcan, de dos a tres saltan desde un lugar elevado, una utiliza un arma de fuego y otra se envenena con medicamentos o sustancias tóxicas. ¡Qué bestialidad! Cuánta violencia...
Según cuenta Ramón Andrés en Semper Dolens (Acantilado, 2015), el suicida primero fue un delincuente, luego un pecador y ahora es un loco.
De ser considerado en el mundo clásico un acto de libertad y liberador, en la Edad Media el suicidio pasó a quedar proscrito como un crimen, un atentado contra la vida, de la que sólo Dios es dueño y señor: de ahí que se escarneciera el cuerpo del suicida y se tomaran represalias de castigo contra su familia. Para Kant (s. XVIII), tenemos deberes que cumplir con la vida y no debemos matarnos. Sin embargo, para autores como David Hume, y posteriormente los existencialistas, la muerte voluntaria es un símbolo de libertad frente a una realidad que encadena, atormenta y desespera.
Según cuenta Ramón Andrés en Semper Dolens (Acantilado, 2015), el suicida primero fue un delincuente, luego un pecador y ahora es un loco.
De ser considerado en el mundo clásico un acto de libertad y liberador, en la Edad Media el suicidio pasó a quedar proscrito como un crimen, un atentado contra la vida, de la que sólo Dios es dueño y señor: de ahí que se escarneciera el cuerpo del suicida y se tomaran represalias de castigo contra su familia. Para Kant (s. XVIII), tenemos deberes que cumplir con la vida y no debemos matarnos. Sin embargo, para autores como David Hume, y posteriormente los existencialistas, la muerte voluntaria es un símbolo de libertad frente a una realidad que encadena, atormenta y desespera.
Al igual que ha ocurrido con otros ámbitos de la vida humana, la muerte se ha medicalizado. Para la medicina la muerte voluntaria comporta casi siempre una enfermedad mental, es una consecuencia del delirio de las pasiones, de la mismísima locura, a la que hoy llamamos depresión. Aunque algunos estudios lo pongan en duda, la muerte voluntaria se ha simplificado hasta tal punto que ha quedado enmarcada como un problema de salud pública.
La muerte de un adolescente víctima de una crisis existencial o de un joven con un trastorno mental grave probablemente lo sea, pero la muerte voluntaria, lúcida y responsable, lejos de ser un problema de salud pública es una manifestación de libertad, que nace de la naturaleza humana. Para Ramón Andrés no puede haber teorías nuevas sobre el suicidio. Nos damos la muerte por lo mismo que decidimos acometerla hace miles de años. Poner término al dolor, bien sea moral o físico, acabar con el aislamiento, dar por concluido un camino dominado por la precariedad y lo adverso, no soportar el abandono, la injusticia, la vergüenza, el acoso. No sucumbir al miedo atenazante de una guerra, de una epidemia, no tolerar la indiferencia ajena, el honor ofendido, sentirse excluido del mundo, verse cercado por el tedio, morir por venganza, decidir sin saber en el fondo la razón por la que se desea desaparecer, el inmotivado adiós, son situaciones entre otras que conducen a conjeturar la existencia.
Es curioso que, en una sociedad tan violenta, el tabú del suicidio permanezca intacto.
Las matanzas sin término de Vladímir Illich Lenin; los campos de castigo ideados por Iósif Stalin, donde los caídos se contaron por millones; los innumerables archipiélagos Gulag, en los que se moría no sin antes haber arañado un poco de calor gracias al caldo hecho con los cascos de los caballos muertos; las fosas comunes cavadas durante la Guerra de los Balcanes; los ataques del terrorismo y su cuenta siniestra de vidas y mutilaciones; los nauseabundos métodos de gaseo de Al-Assad sobre población civil en Siria, cuando en agosto de 2013 murieron cerca de mil cuatrocientas personas en apenas unos minutos; el episodio de la horripilante carnicería de la isla de Utoya; la catástrofe minera de Soma, el avión de la compañía Germanwings estrellado en los Alpes, han contribuido a abrir unas rápidas vías hacia el autodesprecio humano. Por todo esto, y ante esta embrutecedora falta de responsabilidad, cabe preguntarse si es legítimo acusar a alguien de darse muerte cuando una sociedad entera no deja de arrebatarse la vida.
El intimidador azote publicitario, el salvaje remolino originado por los medios de comunicación y su destreza para difundir la alienación y desmoralización social, las endémicas injurias bancarias, la impunidad de los malhechores de las altas finanzas, el florecido jardín de Wall Street, la dentellada de los políticos que deben obediencia a su partido y que han arrebatado la política a los ciudadanos, el obsceno y tintineante campar de las mafias, el grito de “¡Todo para la banca del deporte! ¡Siempre gana!” –con las infames sumas pagadas a unas estrellas que apenas saben esbozar una frase-. La corrupción institucionalizada, el consumo vuelto ideología, el consiguiente expolio económico, la voz elevada desde la presidencia del Fondo Monetario Internacional proclamando a los cuatro vientos la necesaria “austeridad” de la ciudadanía para una salvación financiera universal, los mal disimulados cepos del banco central europeo, la jactancia del simulacro síndico-empresarial, son, en fin, recordatorios obstinados de la insignificancia de las personas en lo real: actúan como una lente de aumento sobre nuestra propia indefensión, e instigan de manera eficaz el menosprecio hacia cada uno en tanto que miembro de una especie que es capaz de los peores escarnios y, por supuesto, de cometer, muchas veces de manera colectiva, los actos más autodestructivos. Cuando se es capaz de actuar monstruosamente, tenemos que poner en entredicho la condición de una especie que se llama a sí misma humana.
Es incontestable que la muerte voluntaria es una conducta compleja, con numerosos factores genéticos, psicológicos, sociales... Pero no todo se puede atribuir a los trastornos mentales. Foucault concibe la muerte como “el punto más secreto de la existencia”, el más íntimo, y el suicidio como el derecho personal y privado de morir. Y lo hace, precisamente, como oposición al poder que desde el sistema se ejerce sobre la existencia de cada uno, sobre el devenir de cada ciudadano. El Estado moderno, con su potestad sobre la administración de la vida, contempla el suicidio como una usurpación.