En la segunda parte del libro que Abel Novoa se ha tomado el trabajazo de resumir, lógicamente Callahan se mantiene en su error de plantear la eutanasia como un falso dilema: tenemos que elegir entre muerte voluntaria o reflexión sobre una nueva cultura de la muerte; decidir cuándo morir o aceptar la muerte, la fragilidad y la dependencia. Pero no es así, porque no tenemos por qué elegir.
Hace unos días le comentaba estos planteamientos a una persona que tiene planeada su muerte voluntaria y no estaba en absoluto de acuerdo. Para ella, pensar en su muerte, planificarla, lejos de ser una huida, ha sido un afrontamiento, un mirarla cara a cara, un sopesar, deliberar, sobre lo que tienes y lo que has perdido, sobre el sentido de su vida, el para qué (después de muchos meses de aguantar todo tipo de tratamientos) seguir sufriendo y sobre cómo abandonar esta vida.
No pretende vencer a la muerte, ni someter a la naturaleza, sino todo lo contrario, aceptarla, decidiendo únicamente cuándo morir, su “tempus”, y cómo morir, en paz, después de despedirse de los suyos, en donde y con quien ella elija. Le gustaría una presencia profesional que se hiciera cargo del trance de morir, técnicamente y sobre todo desde un punto de vista humano, ofreciendo soporte emocional, seguridad, descomprimiendo la tensión del momento. Pero no podrá ser, porque ya no quiere (ni podrá) esperar mucho más. Esa es la experiencia que cuentan los profesionales que ayudan a morir, un proceso emocionante, único con cada familia, que finaliza con una buena muerte, probablemente la mejor que puede vivir un ser humano.
Hace unos días le comentaba estos planteamientos a una persona que tiene planeada su muerte voluntaria y no estaba en absoluto de acuerdo. Para ella, pensar en su muerte, planificarla, lejos de ser una huida, ha sido un afrontamiento, un mirarla cara a cara, un sopesar, deliberar, sobre lo que tienes y lo que has perdido, sobre el sentido de su vida, el para qué (después de muchos meses de aguantar todo tipo de tratamientos) seguir sufriendo y sobre cómo abandonar esta vida.
No pretende vencer a la muerte, ni someter a la naturaleza, sino todo lo contrario, aceptarla, decidiendo únicamente cuándo morir, su “tempus”, y cómo morir, en paz, después de despedirse de los suyos, en donde y con quien ella elija. Le gustaría una presencia profesional que se hiciera cargo del trance de morir, técnicamente y sobre todo desde un punto de vista humano, ofreciendo soporte emocional, seguridad, descomprimiendo la tensión del momento. Pero no podrá ser, porque ya no quiere (ni podrá) esperar mucho más. Esa es la experiencia que cuentan los profesionales que ayudan a morir, un proceso emocionante, único con cada familia, que finaliza con una buena muerte, probablemente la mejor que puede vivir un ser humano.
Coincido con Callahan en que la aceptación es importante, pero no es excluyente, acepto y decido. La dignidad es un valor individual que significa mucho más que disponer de la opción de morir, pero sin esa libertad, la obligación de vivir puede convertirse para esa persona en un infierno indigno de ser vivido. Una persona no se hace un seguro de la casa para al día siguiente meterle fuego, sino por si acaso tiene la desgracia de que arda. La eutanasia es como un seguro, una opción, que alarga la vida porque aporta serenidad.
Pero si confundimos la salida de emergencia con la puerta de la casa, el resultado es absurdo: “hay más relación entre la dignidad en la muerte y nuestra capacidad de aceptarla que entre el derecho a morir dignamente y nuestra capacidad de tomar decisiones”. Esto no es un concurso de dignidad. La decisión de morir obviamente será la última, pero no tiene por qué ser lo más digno que pueda hacer una persona en toda su vida. No se trata de eso, sino de respetar su voluntad, su idea de dignidad en el momento vital en que se encuentra.
Callahan defiende dos conceptos muy interesantes: la muerte natural digna y poner límites. La muerte natural tiene un componente individual, “asumir ser mortal es aceptar que vivir es inseparable de la enfermedad, el daño, el envejecimiento, la decadencia y la muerte”, y otro social, que evite sacrificios no deseados a la sociedad o la familia. Vivir de manera saludable, que no es lo mismo que una vida sin enfermedad, es prepararse para una buena muerte.
Para Callahan la dignidad en la muerte natural es la capacidad para incorporar el sufrimiento sin destruir su integridad: “El hombre es capaz de construir un proyecto libre con su vida porque tiene integridad, puede elaborar una biografía íntegra, es decir, unitaria, armónica y coherente con su propio modo de comprender la vida, al hombre y la existencia en general”.
Para él la dignidad no implica independencia, ni autosuficiencia, porque más tarde o más temprano la dependencia llegará. La fragilidad es nuestra condición, aunque provisionalmente podamos vivir ignorándola. “Una vida que pretenda poner la independencia como el valor más importante está condenada a estar empobrecida por ignorar nuestra inevitable interdependencia, siempre presente aunque normalmente invisible, y por su incapacidad para darse cuenta de que no hay pérdida de la integridad personal por ser dependiente”. “Hay mucha generosidad cuando aceptamos nuestra dependencia de otros, cuando nos abrimos a su cuidado compasivo. Ser íntegro implica vivir en la perpetua tensión entre dependencia e independencia. Una y otra son parte de nosotros. La independencia nos hace sentir mejor pero siempre será la mitad de la historia”.
No y no. Precisamente, para preservar su integridad, muchas personas que consideran que su proyecto vital, su biografía, ha concluido, deciden morir. Probablemente para la mitad de las personas la dependencia es inevitable, pero la vida no. Podemos renunciar a “esa” vida cuando nos de la gana, cuando ya no nos merezca la pena. Eso sí: procuremos hacerlo con responsabilidad. A algunas personas les parece humillante que les cambien el pañal o les tengan que duchar y vestir cada día para, finalmente, morir. Aceptar la dependencia no es una cuestión de generosidad, sino de valores.
Una manera menos drástica de renunciar a la vida es poner límites. Además de poner sobre la mesa la “no cultura” de la muerte, Callahan propone un tema muy conflictivo: poner límites a la asistencia médica a las personas mayores. “¿Tiene sentido que gastemos millones para mantener con vida, en regulares condiciones, dos años más a un anciano, que ya ha completado su ciclo vital, mientras no hay dinero para una educación pública de calidad, destinada a las nuevas generaciones y a las que les queda toda la vida por delante?” “Es posible una vejez llena de sentido, limitada cronológicamente, sin acudir a la medicina de manera compulsiva en busca de más tiempo”. “Es una paradoja que la costosa atención sanitaria a los mayores estén rompiendo la secular solidaridad intergeneracional en la que los viejos legaban una sociedad mejor a sus hijos y nietos, en gran medida gracias a su paulatina y voluntaria “retirada de la escena”. La muerte natural no será posible sin una retirada voluntaria de la persona, una reducción de su huella sanitaria, en el momento en el que piense que ha alcanzado objetivos biográficos y personales suficientes, probablemente, en algún momento entre los 75 y los 85 años (ver quiero morir a los 75 años).
Dicho esto, lo que no entiendo es por qué Callahan me propone que cuando sea viejo acepte mi mortalidad y evite ir al médico, pero se opone a que yo, cuando considere que mi biografía ha terminado, decida despedirme y morir en paz.
La dignidad no es algo que se nos pueda dar, sino que creamos nuestro propio concepto de dignidad. Para morir dignamente la sociedad debe asegurar mi bienestar, más allá de los paliativos (“pensar que la extensión y mejora de los cuidados paliativos va a garantizar la buena muerte es tan iluso como pensar que lo va a hacer la regulación de la muerte médicamente asistida”). Pero eso no basta.
Para el autor del blog, "bajo algunas circunstancias (no muchas) la muerte médicamente asistida podría estar moralmente justificada pero, en cualquier circunstancia, la ley debería defender el derecho de un/a paciente, que ha agotado -en el contexto de un sistema que garantiza una buena muerte- todos sus recursos para restablecer su sentido de integridad, a solicitarla”.
De cauerdo, pero con un matiz sobre la integridad. Asumo el valor de la integridad como una biografía unitaria, armónica y coherente, que puede culminar con mi muerte voluntaria, precisamente para preservarla.
¿Se puede morir para mantener mi integridad? Seguiremos…
Pero si confundimos la salida de emergencia con la puerta de la casa, el resultado es absurdo: “hay más relación entre la dignidad en la muerte y nuestra capacidad de aceptarla que entre el derecho a morir dignamente y nuestra capacidad de tomar decisiones”. Esto no es un concurso de dignidad. La decisión de morir obviamente será la última, pero no tiene por qué ser lo más digno que pueda hacer una persona en toda su vida. No se trata de eso, sino de respetar su voluntad, su idea de dignidad en el momento vital en que se encuentra.
Callahan defiende dos conceptos muy interesantes: la muerte natural digna y poner límites. La muerte natural tiene un componente individual, “asumir ser mortal es aceptar que vivir es inseparable de la enfermedad, el daño, el envejecimiento, la decadencia y la muerte”, y otro social, que evite sacrificios no deseados a la sociedad o la familia. Vivir de manera saludable, que no es lo mismo que una vida sin enfermedad, es prepararse para una buena muerte.
Para Callahan la dignidad en la muerte natural es la capacidad para incorporar el sufrimiento sin destruir su integridad: “El hombre es capaz de construir un proyecto libre con su vida porque tiene integridad, puede elaborar una biografía íntegra, es decir, unitaria, armónica y coherente con su propio modo de comprender la vida, al hombre y la existencia en general”.
Para él la dignidad no implica independencia, ni autosuficiencia, porque más tarde o más temprano la dependencia llegará. La fragilidad es nuestra condición, aunque provisionalmente podamos vivir ignorándola. “Una vida que pretenda poner la independencia como el valor más importante está condenada a estar empobrecida por ignorar nuestra inevitable interdependencia, siempre presente aunque normalmente invisible, y por su incapacidad para darse cuenta de que no hay pérdida de la integridad personal por ser dependiente”. “Hay mucha generosidad cuando aceptamos nuestra dependencia de otros, cuando nos abrimos a su cuidado compasivo. Ser íntegro implica vivir en la perpetua tensión entre dependencia e independencia. Una y otra son parte de nosotros. La independencia nos hace sentir mejor pero siempre será la mitad de la historia”.
No y no. Precisamente, para preservar su integridad, muchas personas que consideran que su proyecto vital, su biografía, ha concluido, deciden morir. Probablemente para la mitad de las personas la dependencia es inevitable, pero la vida no. Podemos renunciar a “esa” vida cuando nos de la gana, cuando ya no nos merezca la pena. Eso sí: procuremos hacerlo con responsabilidad. A algunas personas les parece humillante que les cambien el pañal o les tengan que duchar y vestir cada día para, finalmente, morir. Aceptar la dependencia no es una cuestión de generosidad, sino de valores.
Una manera menos drástica de renunciar a la vida es poner límites. Además de poner sobre la mesa la “no cultura” de la muerte, Callahan propone un tema muy conflictivo: poner límites a la asistencia médica a las personas mayores. “¿Tiene sentido que gastemos millones para mantener con vida, en regulares condiciones, dos años más a un anciano, que ya ha completado su ciclo vital, mientras no hay dinero para una educación pública de calidad, destinada a las nuevas generaciones y a las que les queda toda la vida por delante?” “Es posible una vejez llena de sentido, limitada cronológicamente, sin acudir a la medicina de manera compulsiva en busca de más tiempo”. “Es una paradoja que la costosa atención sanitaria a los mayores estén rompiendo la secular solidaridad intergeneracional en la que los viejos legaban una sociedad mejor a sus hijos y nietos, en gran medida gracias a su paulatina y voluntaria “retirada de la escena”. La muerte natural no será posible sin una retirada voluntaria de la persona, una reducción de su huella sanitaria, en el momento en el que piense que ha alcanzado objetivos biográficos y personales suficientes, probablemente, en algún momento entre los 75 y los 85 años (ver quiero morir a los 75 años).
Dicho esto, lo que no entiendo es por qué Callahan me propone que cuando sea viejo acepte mi mortalidad y evite ir al médico, pero se opone a que yo, cuando considere que mi biografía ha terminado, decida despedirme y morir en paz.
La dignidad no es algo que se nos pueda dar, sino que creamos nuestro propio concepto de dignidad. Para morir dignamente la sociedad debe asegurar mi bienestar, más allá de los paliativos (“pensar que la extensión y mejora de los cuidados paliativos va a garantizar la buena muerte es tan iluso como pensar que lo va a hacer la regulación de la muerte médicamente asistida”). Pero eso no basta.
Para el autor del blog, "bajo algunas circunstancias (no muchas) la muerte médicamente asistida podría estar moralmente justificada pero, en cualquier circunstancia, la ley debería defender el derecho de un/a paciente, que ha agotado -en el contexto de un sistema que garantiza una buena muerte- todos sus recursos para restablecer su sentido de integridad, a solicitarla”.
De cauerdo, pero con un matiz sobre la integridad. Asumo el valor de la integridad como una biografía unitaria, armónica y coherente, que puede culminar con mi muerte voluntaria, precisamente para preservarla.
¿Se puede morir para mantener mi integridad? Seguiremos…