El paciente, Gordon Stuart, es un hombre de treinta y tres años, escritor, que está muriendo de cáncer.
El médico, Hadley Eliot, es un médico de familia, de cincuenta y tantos años, que trabaja en la atención de enfermos terminales del hospital local.
El Dr. Eliot ha estado visitando a Gordon Stuart en los últimos seis meses, proporcionándole cuidados paliativos para sus dolores y otros síntomas.
Ahora el paciente ha entrado en la última fase de la enfermedad, cáncer de recto con metástasis en varias partes del cuerpo. Está muriendo en su hogar, de acuerdo a sus firmes deseos.
Paciente: ¿Ahora me estoy muriendo, no es verdad?
Médico: Si, así es.
P. Puedo ver mi jardín y estoy viendo las mimosas. Sé que la semana que viene, quizá mañana, estarán brillando igual de hermosas y yo no estaré aquí, no formaré parte de todo esto. ¿Puede darse cuenta lo que esto significa, estar diciendo estas cosas y saber que esto es cierto en tu propio caso, que uno se está muriendo?
El médico, Hadley Eliot, es un médico de familia, de cincuenta y tantos años, que trabaja en la atención de enfermos terminales del hospital local.
El Dr. Eliot ha estado visitando a Gordon Stuart en los últimos seis meses, proporcionándole cuidados paliativos para sus dolores y otros síntomas.
Ahora el paciente ha entrado en la última fase de la enfermedad, cáncer de recto con metástasis en varias partes del cuerpo. Está muriendo en su hogar, de acuerdo a sus firmes deseos.
Paciente: ¿Ahora me estoy muriendo, no es verdad?
Médico: Si, así es.
P. Puedo ver mi jardín y estoy viendo las mimosas. Sé que la semana que viene, quizá mañana, estarán brillando igual de hermosas y yo no estaré aquí, no formaré parte de todo esto. ¿Puede darse cuenta lo que esto significa, estar diciendo estas cosas y saber que esto es cierto en tu propio caso, que uno se está muriendo?
M. Creo que puedo, pero no estoy seguro.
P. Todo este sinsentido que se ha escrito acerca de las fases del morir, como si fueran transiciones completas, habitaciones en las que uno entra, las recorre y luego las deja atrás para siempre.
¡Qué asco! El enfado, la incredulidad, la pena, son cosas de todos los días.
Y no en un orden particular, tampoco.
¿Quién dice que haces un camino que finalmente te llevará a la aceptación? ¡No lo acepto!
¡Hoy no puedo aceptarlo! Ayer lo hice a medias.
El sábado estaba allí: en una especie de trance, esperando, preparado para morir. Pero no ahora. Hoy me ha vuelto el miedo. No quiero morir. Solo tengo treinta y tres años. Tengo mi vida completa por vivir. No se me puede cortar ahora.
No es justo. ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora?
No tienes que contestarme. Ahora estoy en una situación anímica asquerosa.
Esperando el fin te pones sensiblero y moralmente débil. Normalmente soy bastante bueno, ¿no?
Sólo que algunas veces surge algo primitivo y temeroso, que te quiebra.
Por otra parte, me he hecho un hombre mayor, preparándome a mí mismo, pero en semanas, no en años. Al menos, esta es la manera en que quiero irme. En casa, rodeado por mi familia y con mis libros y mi música cerca.
El jardín; hasta ahora yo pensaba en el jardín como algo a lo que miras para escapar de tu propia soledad. Las cosas se movían y tú las veías. Eso refleja mi trabajo.
Escribir es experimentar fantasías, trabajar con visiones, luchar por encontrar la palabra o la frase justa. Pero ahora pienso en mi jardín como un lugar donde tú proyectas tus propios sentimientos para poder organizarlos. Ordenas lo que está adentro mirando lo que está afuera, en el espacio ordenado. ¿Esto tiene sentido o estoy diciendo tonterías?
M. Tiene sentido, mucho sentido
P. ¿Recuerda lo que le dije antes, que no podría aceptar esta situación si me afectaba la mente? Gracias a Dios, no lo ha hecho, por lo menos hasta ahora. (Sigue un largo silencio)
Me parece que siempre he manejado los grandes problemas de mi vida huyendo de ellos, en primer lugar.
Y cuando la energía se agotaba, entonces sí los afrontaba.
Ahora no hay manera de escaparse. No puedo escaparme de esto. No puedo apartar el sentimiento de que me estoy muriendo.
Es un sentimiento profundo, ya sabe. Un sentimiento definido de que las cosas están dejando de funcionar, que me estoy debilitando y perdiendo algo vital.
No estoy seguro de que esto es justo, pero es así. (...)
He estado intentando escribir mis sentimientos, pero simplemente no tengo ni energía ni concentración para hacerlo. Se me olvida lo que me ha pasado.
Todas las horas en las clínicas y en las salas de espera, las hospitalizaciones, los resultados de los análisis que sólo empeoraban. El curso inexorable de las cosas. El sentimiento de que hay algo en mí que no soy yo, un ello, comiéndome el cuerpo. Soy el creador de mi propia destrucción. Esas células cancerígenas son yo y sin embargo no son yo.
Sé que estoy muriéndome. Realmente no quiero morir. Sé que debo morir. Y que moriré. Lo sé, pero no quiero.
M. ¿Quiere que apague la grabadora?
P. No, esto me ayuda a sentir que dejaré algo. No algo tan grande como la inmensa ambición que he tenido, pero algo, no obstante. Quiero agradecerle, Hadley, por el tiempo que ha pasado conmigo, por las cosas que ha hecho. Sé que no podría estar aquí sin Ud.
No podría soportar morir en un hospital, va contra todo lo que aprecio: la naturaleza, el hogar, la vida, y lo que es humano y tierno. Gracias, Hadley.
M. Es usted el que lo está haciendo, Gordon.
“Gordon Stuart tuvo una buena muerte y se mantuvo lúcido hasta el fin. Tuvo fortaleza y carácter y murió de acuerdo a sus deseos, como había vivido y siendo él mismo. No dejó de estar enfadado y no aceptó el final, pero mantuvo su sentido de la ironía y su manera de usar las palabras. Parecía crecer hacia aquello que quería ser, y su muerte confirmó su vida. De no haber estado presente allí, hubiera creído que la muerte de un hombre de treinta y tres años al comienzo de su carrera fue una tragedia. Pero para aquellos que tuvimos el privilegio de estar allí, tragedia es una palabra errónea. De cualquier modo, es una palabra que Gordon odiaba, que consideraba sensiblera, y a su muerte ordenó las cosas de tal manera que es la palabra que viene a la cabeza. Fue un modelo para mí, y desearía lo mismo para mi propia muerte.”
El profesor de Historia de la Medicina de la UCM, Gustavo Pis-Diez Pretti, en el libro Pensar el final (Madrid: Ed. Complutense; 2007) escribió un capítulo titulado "la enseñanza de la medicina y la asistencia al moribundo: entre la gravedad de la reflexión y el imperativo de la práctica", en el que aparece el texto anterior. "Si releyéramos el caso apreciaríamos que el médico casi no dice nada, apenas unas pocas respuestas y observaciones sumamente sencillas. Pero está ahí, su respuesta consiste precisamente en ese estar ahí, y esa aparente sencillez con la que lo hace es la cosa más difícil de lograr. Justamente, no es fácil dar con las respuestas más simples y adecuadas para contener la angustia y el dolor que envuelve al moribundo. Más que contener, diríamos para abrir un espacio donde tengan cabida. Pues ¿quién puede darle forma al morir propio, si no es uno mismo? (...) Debemos ser conscientes que es otra la medicina que necesitamos para poder acoger –en esos terribles instantes de la vida humana- la pregunta que Chejov pone como epígrafe de su cuento: ¿A quién confío mi tristeza?".
P. Todo este sinsentido que se ha escrito acerca de las fases del morir, como si fueran transiciones completas, habitaciones en las que uno entra, las recorre y luego las deja atrás para siempre.
¡Qué asco! El enfado, la incredulidad, la pena, son cosas de todos los días.
Y no en un orden particular, tampoco.
¿Quién dice que haces un camino que finalmente te llevará a la aceptación? ¡No lo acepto!
¡Hoy no puedo aceptarlo! Ayer lo hice a medias.
El sábado estaba allí: en una especie de trance, esperando, preparado para morir. Pero no ahora. Hoy me ha vuelto el miedo. No quiero morir. Solo tengo treinta y tres años. Tengo mi vida completa por vivir. No se me puede cortar ahora.
No es justo. ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora?
No tienes que contestarme. Ahora estoy en una situación anímica asquerosa.
Esperando el fin te pones sensiblero y moralmente débil. Normalmente soy bastante bueno, ¿no?
Sólo que algunas veces surge algo primitivo y temeroso, que te quiebra.
Por otra parte, me he hecho un hombre mayor, preparándome a mí mismo, pero en semanas, no en años. Al menos, esta es la manera en que quiero irme. En casa, rodeado por mi familia y con mis libros y mi música cerca.
El jardín; hasta ahora yo pensaba en el jardín como algo a lo que miras para escapar de tu propia soledad. Las cosas se movían y tú las veías. Eso refleja mi trabajo.
Escribir es experimentar fantasías, trabajar con visiones, luchar por encontrar la palabra o la frase justa. Pero ahora pienso en mi jardín como un lugar donde tú proyectas tus propios sentimientos para poder organizarlos. Ordenas lo que está adentro mirando lo que está afuera, en el espacio ordenado. ¿Esto tiene sentido o estoy diciendo tonterías?
M. Tiene sentido, mucho sentido
P. ¿Recuerda lo que le dije antes, que no podría aceptar esta situación si me afectaba la mente? Gracias a Dios, no lo ha hecho, por lo menos hasta ahora. (Sigue un largo silencio)
Me parece que siempre he manejado los grandes problemas de mi vida huyendo de ellos, en primer lugar.
Y cuando la energía se agotaba, entonces sí los afrontaba.
Ahora no hay manera de escaparse. No puedo escaparme de esto. No puedo apartar el sentimiento de que me estoy muriendo.
Es un sentimiento profundo, ya sabe. Un sentimiento definido de que las cosas están dejando de funcionar, que me estoy debilitando y perdiendo algo vital.
No estoy seguro de que esto es justo, pero es así. (...)
He estado intentando escribir mis sentimientos, pero simplemente no tengo ni energía ni concentración para hacerlo. Se me olvida lo que me ha pasado.
Todas las horas en las clínicas y en las salas de espera, las hospitalizaciones, los resultados de los análisis que sólo empeoraban. El curso inexorable de las cosas. El sentimiento de que hay algo en mí que no soy yo, un ello, comiéndome el cuerpo. Soy el creador de mi propia destrucción. Esas células cancerígenas son yo y sin embargo no son yo.
Sé que estoy muriéndome. Realmente no quiero morir. Sé que debo morir. Y que moriré. Lo sé, pero no quiero.
M. ¿Quiere que apague la grabadora?
P. No, esto me ayuda a sentir que dejaré algo. No algo tan grande como la inmensa ambición que he tenido, pero algo, no obstante. Quiero agradecerle, Hadley, por el tiempo que ha pasado conmigo, por las cosas que ha hecho. Sé que no podría estar aquí sin Ud.
No podría soportar morir en un hospital, va contra todo lo que aprecio: la naturaleza, el hogar, la vida, y lo que es humano y tierno. Gracias, Hadley.
M. Es usted el que lo está haciendo, Gordon.
“Gordon Stuart tuvo una buena muerte y se mantuvo lúcido hasta el fin. Tuvo fortaleza y carácter y murió de acuerdo a sus deseos, como había vivido y siendo él mismo. No dejó de estar enfadado y no aceptó el final, pero mantuvo su sentido de la ironía y su manera de usar las palabras. Parecía crecer hacia aquello que quería ser, y su muerte confirmó su vida. De no haber estado presente allí, hubiera creído que la muerte de un hombre de treinta y tres años al comienzo de su carrera fue una tragedia. Pero para aquellos que tuvimos el privilegio de estar allí, tragedia es una palabra errónea. De cualquier modo, es una palabra que Gordon odiaba, que consideraba sensiblera, y a su muerte ordenó las cosas de tal manera que es la palabra que viene a la cabeza. Fue un modelo para mí, y desearía lo mismo para mi propia muerte.”
El profesor de Historia de la Medicina de la UCM, Gustavo Pis-Diez Pretti, en el libro Pensar el final (Madrid: Ed. Complutense; 2007) escribió un capítulo titulado "la enseñanza de la medicina y la asistencia al moribundo: entre la gravedad de la reflexión y el imperativo de la práctica", en el que aparece el texto anterior. "Si releyéramos el caso apreciaríamos que el médico casi no dice nada, apenas unas pocas respuestas y observaciones sumamente sencillas. Pero está ahí, su respuesta consiste precisamente en ese estar ahí, y esa aparente sencillez con la que lo hace es la cosa más difícil de lograr. Justamente, no es fácil dar con las respuestas más simples y adecuadas para contener la angustia y el dolor que envuelve al moribundo. Más que contener, diríamos para abrir un espacio donde tengan cabida. Pues ¿quién puede darle forma al morir propio, si no es uno mismo? (...) Debemos ser conscientes que es otra la medicina que necesitamos para poder acoger –en esos terribles instantes de la vida humana- la pregunta que Chejov pone como epígrafe de su cuento: ¿A quién confío mi tristeza?".