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Magnífico artículo de Guillermo Jaim Etcheverry sobre el libro de Ivonne Bordelois A la escucha del cuerpo (Libros del Zorzal, 2009):
La tecnología ha deslazado a la palabra del centro del quehacer médico. Deberíamos volver a considerarla lo que en realidad es: el medio más sensible y específico para diagnosticar las enfermedades y una de las más poderosas herramientas que el médico puede poner al servicio del paciente.
Explorando la evolución histórica de los conceptos relacionados con la salud y con la enfermedad, con las sensaciones del paciente y con el saber médico, se descubren las riquezas y los matices de las palabras, pero también sus carencias, discriminaciones y parcialidades, así como las distorsiones que la palabra está experimentando en nuestra época.
"En algún momento, cada ciencia se vincula al arte y, a su vez, cada arte posee su aspecto científico; el peor hombre de ciencia es aquel que nunca actúa como un artista..." (Trousseau).
Los avances de la ciencia y la tecnología han modificado radicalmente la práctica de la medicina y el péndulo se ha ido desplazando del extremo artístico hacia el científico. La medicina parece estar engañándose a sí misma con esta obsesión por ser sólo ciencia, cuando es evidente que siempre permanecerá firmemente enraizada en el terreno de los asuntos humanos, con todos los matices nebulosos, subjetivos e irracionales que esto inevitablemente supone y que la vinculan con la esencia profunda de lo humano.
Nadie discute hoy que la ciencia resulta esencial para la medicina, pero para algunos no queda tan claro que ésta no pueda ser simplemente identificada con la ciencia pura, lo que nos conduce, inevitablemente, a la pérdida de la comprensión del papel central que desempeña la palabra.
Magnífico artículo de Guillermo Jaim Etcheverry sobre el libro de Ivonne Bordelois A la escucha del cuerpo (Libros del Zorzal, 2009):
La tecnología ha deslazado a la palabra del centro del quehacer médico. Deberíamos volver a considerarla lo que en realidad es: el medio más sensible y específico para diagnosticar las enfermedades y una de las más poderosas herramientas que el médico puede poner al servicio del paciente.
Explorando la evolución histórica de los conceptos relacionados con la salud y con la enfermedad, con las sensaciones del paciente y con el saber médico, se descubren las riquezas y los matices de las palabras, pero también sus carencias, discriminaciones y parcialidades, así como las distorsiones que la palabra está experimentando en nuestra época.
"En algún momento, cada ciencia se vincula al arte y, a su vez, cada arte posee su aspecto científico; el peor hombre de ciencia es aquel que nunca actúa como un artista..." (Trousseau).
Los avances de la ciencia y la tecnología han modificado radicalmente la práctica de la medicina y el péndulo se ha ido desplazando del extremo artístico hacia el científico. La medicina parece estar engañándose a sí misma con esta obsesión por ser sólo ciencia, cuando es evidente que siempre permanecerá firmemente enraizada en el terreno de los asuntos humanos, con todos los matices nebulosos, subjetivos e irracionales que esto inevitablemente supone y que la vinculan con la esencia profunda de lo humano.
Nadie discute hoy que la ciencia resulta esencial para la medicina, pero para algunos no queda tan claro que ésta no pueda ser simplemente identificada con la ciencia pura, lo que nos conduce, inevitablemente, a la pérdida de la comprensión del papel central que desempeña la palabra.
El arte de la medicina está centrado, esencialmente, en la capacidad de escucha y en la interacción humana, es decir, que la ciencia sólo puede cumplir su misión si los médicos practican con efetividad el arte de la medicina, con técnica y con medicamentos, pero sobre todo, mediante palabras.
La visión excluyente de la medicina como ciencia ha llevado a que quienes la practican estén crecientemente entrenados en esos aspectos de su quehacer pero poco capacitados en las habilidades personales y sociales necesarias para relacionarse como seres humanos con sus pacientes. En ese vínculo con el otro que busca ayuda, la palabra ocupa una posición central. Paradigma de comunicación, la relación entre el médico y su paciente está mediada por palabras, las que se dicen, las que se escuchan, hasta las que se callan.
Efectivamente, toda la información, independientemente de cuán completa y exacta sea, debe ser interpretada por el médico, quien le da sentido y la aplica a su tarea. Además de los parametros "científicos", los expertos toman en cuenta detalles imprecisos, tales como el contexto, el costo, la conveniencia y el sistema de valores de cada paciente. También influencian el juicio clínico factores que dependen del médico: emociones, prejuicios, temor al riesgo, tolerancia de la incertidumbre y conocimiento personal del paciente. Por eso, la práctica de la medicina clínica, con la complejidad y sofisticación de los juicios cotidianos a los que obliga, es el arte de utilizar la ciencia para auxiliar al paciente. Mientras que la ciencia busca conocer, la medicina intenta ayudar a quien sufre. Por eso, al recurrir a la ciencia y la tecnología, el médico debe ubicarlas en su contexto apropiado, guiado por la estructura filosófica subyacente de su arte. Debe reconocer que las quejas acerca de lo somático son en realidad parte de un complejo más abarcador y que, para ser útil, la medicina debe actuar de manera efectiva en ese estrato fundamental.
La medicina debería reencontrarse con su razon de ser. El médico corre hoy el grave peligro de perder "la conexión válida y profunda con la palabra, tanto en el plano del monólogo interior, como en el del diálogo auténtico con los pacientes".
"El verdadero médico tiene una amplitud de intereses shakesperiana: se interesa en el sabio y en el simple, en el orgulloso y en el humilde, en el héroe estoico y en el villano doliente. Cuando es capaz de demostrar todos esos intereses, el médico se involucra en historias humanas particulares. Eso no es materia de la ciencia sino de lo poético. Se manifiesta en el ámbito de la particularidad, la paradoja y las pasiones. Al médico se le descubre el drama de las vidas individuales, uno de los privilegios de su actividad. Ve a las personas en sus mejores aspectos y también en sus peores circunstancias. Las ve estoicas y vulnerables, devastadas y entusiasmadas. Y, si presta atención, en el proceso aprende algo de lo que significa ser humano” (Harrison, Tratado de Medicina Interna)
En especial, adquiere la oportunidad de participar en el drama del ser humano mortal en búsqueda de sentido. De este modo, si el médico esta atento a la palabra de su paciente y si comprende lo que significa, puede trascender la profesión médica, incorporándose así a sus tradiciones más antiguas. A pesar de que la medicina depende de la ciencia en lo que respecta a muchas de sus herramientas, sus fines suponen más que un triunfo sobre la enfermedad ya que también incluyen las batallas espirituales y morales que libran los pacientes viviendo con la incertidumbre y el sufrimiento. Incluso las destinadas a ser perdidas. Es en esas situaciones cuando el médico puede demostrar su virtud en la medida en que sea capaz de comprender eso que distingue la medicina de la ciencia, una distinción que, no pocas veces, reside en las palabras. Puede advertir que concebir a su paciente como pura materialidad es una suerte de degradación, inclusive si es eso lo que el propio enfermo desea.
De maneras sutiles, o no tanto, el joven médico cientifico actual aprende que sus interrogantes más naturales son considerados ingenuos o, en el mejor de los casos, lo aproximan a un tembladeral de subjetividad que tiende a evitar. Sin embargo, nuestras propias limitaciones como médicos, en lugar de ser sólo ocasiones para la desilusión, ofrecen una oportunidad para reflexionar sobre el destino del ser humano. Para ello, necesitamos incorporar a nuestra visión las obvias limitaciones de la ciencia natural cuando se trata de develar los interrogantes humanos fundamentales.
Los médicos de hoy son sin duda más poderosos que los de antaño pero tambien, más sordos. Están mucho menos inermes ante el sufrimiento pero, a menudo, no pueden comprender el sentido profundo de las palabras mediante las que se lamentan quienes lo padecen. Una formación más integral, más preocupada por su "humanizacion", que les proporcione una comprensión más clara de la naturaleza de su labor, puede atenuar esa sordera de los médicos. Seguramente no les facilitará evitar lo irremediable pero, al menos, los dejará menos desvalidos en su tarea cotidiana.
No resulta sencillo para la medicina contemporanea admitir estas otras dimensiones porque escapan al rumbo pretendidamente exacto y científico al que, ante la incertidumbre de su quehacer, busca aferrarse con desesperación.
Este es el dilema central de la profesión médica: el mantenimiento del delicado equilibrio entre el arte y la ciencia de la medicina. El libro es un preocupado y preocupante llamado de atención ante la pérdida de sentido que amenaza a la medicina actual. Sin la comprensión de lo que las palabras denotan, no se puede pensar lo que la medicina es. El libro nos muestra los límites que enfrentan quienes se dedican a acompañarnos cuando sufrimos, nos sugiere los peligros de la extrema "medicalización" de la vida en la que estamos embarcados, nos descubre los intereses a los que esto responde y, sobre todo, reivindica la palabra -que es lo que nos define como humanos- como el elemento central de la comunicación de aquello que somos y de lo que nos sucede en el devenir de nuestras vidas.
La visión excluyente de la medicina como ciencia ha llevado a que quienes la practican estén crecientemente entrenados en esos aspectos de su quehacer pero poco capacitados en las habilidades personales y sociales necesarias para relacionarse como seres humanos con sus pacientes. En ese vínculo con el otro que busca ayuda, la palabra ocupa una posición central. Paradigma de comunicación, la relación entre el médico y su paciente está mediada por palabras, las que se dicen, las que se escuchan, hasta las que se callan.
Efectivamente, toda la información, independientemente de cuán completa y exacta sea, debe ser interpretada por el médico, quien le da sentido y la aplica a su tarea. Además de los parametros "científicos", los expertos toman en cuenta detalles imprecisos, tales como el contexto, el costo, la conveniencia y el sistema de valores de cada paciente. También influencian el juicio clínico factores que dependen del médico: emociones, prejuicios, temor al riesgo, tolerancia de la incertidumbre y conocimiento personal del paciente. Por eso, la práctica de la medicina clínica, con la complejidad y sofisticación de los juicios cotidianos a los que obliga, es el arte de utilizar la ciencia para auxiliar al paciente. Mientras que la ciencia busca conocer, la medicina intenta ayudar a quien sufre. Por eso, al recurrir a la ciencia y la tecnología, el médico debe ubicarlas en su contexto apropiado, guiado por la estructura filosófica subyacente de su arte. Debe reconocer que las quejas acerca de lo somático son en realidad parte de un complejo más abarcador y que, para ser útil, la medicina debe actuar de manera efectiva en ese estrato fundamental.
La medicina debería reencontrarse con su razon de ser. El médico corre hoy el grave peligro de perder "la conexión válida y profunda con la palabra, tanto en el plano del monólogo interior, como en el del diálogo auténtico con los pacientes".
"El verdadero médico tiene una amplitud de intereses shakesperiana: se interesa en el sabio y en el simple, en el orgulloso y en el humilde, en el héroe estoico y en el villano doliente. Cuando es capaz de demostrar todos esos intereses, el médico se involucra en historias humanas particulares. Eso no es materia de la ciencia sino de lo poético. Se manifiesta en el ámbito de la particularidad, la paradoja y las pasiones. Al médico se le descubre el drama de las vidas individuales, uno de los privilegios de su actividad. Ve a las personas en sus mejores aspectos y también en sus peores circunstancias. Las ve estoicas y vulnerables, devastadas y entusiasmadas. Y, si presta atención, en el proceso aprende algo de lo que significa ser humano” (Harrison, Tratado de Medicina Interna)
En especial, adquiere la oportunidad de participar en el drama del ser humano mortal en búsqueda de sentido. De este modo, si el médico esta atento a la palabra de su paciente y si comprende lo que significa, puede trascender la profesión médica, incorporándose así a sus tradiciones más antiguas. A pesar de que la medicina depende de la ciencia en lo que respecta a muchas de sus herramientas, sus fines suponen más que un triunfo sobre la enfermedad ya que también incluyen las batallas espirituales y morales que libran los pacientes viviendo con la incertidumbre y el sufrimiento. Incluso las destinadas a ser perdidas. Es en esas situaciones cuando el médico puede demostrar su virtud en la medida en que sea capaz de comprender eso que distingue la medicina de la ciencia, una distinción que, no pocas veces, reside en las palabras. Puede advertir que concebir a su paciente como pura materialidad es una suerte de degradación, inclusive si es eso lo que el propio enfermo desea.
De maneras sutiles, o no tanto, el joven médico cientifico actual aprende que sus interrogantes más naturales son considerados ingenuos o, en el mejor de los casos, lo aproximan a un tembladeral de subjetividad que tiende a evitar. Sin embargo, nuestras propias limitaciones como médicos, en lugar de ser sólo ocasiones para la desilusión, ofrecen una oportunidad para reflexionar sobre el destino del ser humano. Para ello, necesitamos incorporar a nuestra visión las obvias limitaciones de la ciencia natural cuando se trata de develar los interrogantes humanos fundamentales.
Los médicos de hoy son sin duda más poderosos que los de antaño pero tambien, más sordos. Están mucho menos inermes ante el sufrimiento pero, a menudo, no pueden comprender el sentido profundo de las palabras mediante las que se lamentan quienes lo padecen. Una formación más integral, más preocupada por su "humanizacion", que les proporcione una comprensión más clara de la naturaleza de su labor, puede atenuar esa sordera de los médicos. Seguramente no les facilitará evitar lo irremediable pero, al menos, los dejará menos desvalidos en su tarea cotidiana.
No resulta sencillo para la medicina contemporanea admitir estas otras dimensiones porque escapan al rumbo pretendidamente exacto y científico al que, ante la incertidumbre de su quehacer, busca aferrarse con desesperación.
Este es el dilema central de la profesión médica: el mantenimiento del delicado equilibrio entre el arte y la ciencia de la medicina. El libro es un preocupado y preocupante llamado de atención ante la pérdida de sentido que amenaza a la medicina actual. Sin la comprensión de lo que las palabras denotan, no se puede pensar lo que la medicina es. El libro nos muestra los límites que enfrentan quienes se dedican a acompañarnos cuando sufrimos, nos sugiere los peligros de la extrema "medicalización" de la vida en la que estamos embarcados, nos descubre los intereses a los que esto responde y, sobre todo, reivindica la palabra -que es lo que nos define como humanos- como el elemento central de la comunicación de aquello que somos y de lo que nos sucede en el devenir de nuestras vidas.