Tras la muerte el 10/1/16 de la estrella de la música David Bowie (ya mencionada en este blog) un médico de paliativos le escribió una carta en la que le agradecía la forma en que decidió enfrentar su enfermedad y la influencia que su forma de morir podría tener en los profesionales. “Muchas personas piensan que la muerte ocurre en los hospitales, pero tú elegiste tu casa y la planeaste con detalle, (…) supongo que habrás tenido profesionales que te aconsejaron sobre el dolor, las náuseas, los vómitos, la dificultad para respirar, y que lo hicieron bien. Me imagino que también trataron de aliviar la angustia que pudieras haber tenido”, le decía. “Pienso que el hecho de que su muerte dulce coincidiera con el lanzamiento de su álbum, con su mensaje de despedida, no fue una coincidencia. Todo fue cuidadosamente planeado, para convertir a la muerte en una obra de arte. El vídeo de Lázaro es muy profundo y muchas de las escenas significan diferentes cosas para todos nosotros”.
El médico escribió este artículo tras una conversación con una enferma con cáncer avanzado en la que ella expresaba que le gustaría morir como su ídolo. Ambos se imaginaron cómo fueron los últimos momentos de Bowie en su hogar, si alguien sujetaría su mano en ese último suspiro. “Lamentablemente la formación en cuidados paliativos no siempre está disponible para los profesionales de la salud”, afirmaba el doctor.
No sabemos si Bowie decidió el día de su muerte, alguno amigos piensan que sí. Quizá tuvo la suerte de morir de forma natural el día que él deseaba. O puede que, dado lo avanzada que estaba su enfermedad, su médico atendiera su petición de una sedación paliativa y muriera unas horas después. O le puso una inyección letal, que convirtió esas horas en minutos, y para no tener problemas con la justicia dijo que le había sedado. O quizás David se tomó una sustancia letal en compañía de su familia y, una vez fallecido llamaron al médico, que con sus antecedentes pensó en una muerte natural, certificando su defunción sin conocer la causa real.
De las cuatro posibilidades, la primera no es una opción, porque depende del azar. Es ese anhelado por muchos, bendito infarto de miocardio o ictus masivo, que ocurre durante un sueño profundo del que uno no vuelve nunca a despertar. ¡Qué buena muerte, es la mejor!, dice la gente. Una muerte súbita, no enterarse de nada, ¡qué suerte! Sin embargo, incluso cuando una persona se encuentra en una situación en la cual ella y sus seres queridos sienten que la muerte es lo mejor que le puede pasar, la decisión de morir resulta problemática.
No sabemos si Bowie decidió el día de su muerte, alguno amigos piensan que sí. Quizá tuvo la suerte de morir de forma natural el día que él deseaba. O puede que, dado lo avanzada que estaba su enfermedad, su médico atendiera su petición de una sedación paliativa y muriera unas horas después. O le puso una inyección letal, que convirtió esas horas en minutos, y para no tener problemas con la justicia dijo que le había sedado. O quizás David se tomó una sustancia letal en compañía de su familia y, una vez fallecido llamaron al médico, que con sus antecedentes pensó en una muerte natural, certificando su defunción sin conocer la causa real.
De las cuatro posibilidades, la primera no es una opción, porque depende del azar. Es ese anhelado por muchos, bendito infarto de miocardio o ictus masivo, que ocurre durante un sueño profundo del que uno no vuelve nunca a despertar. ¡Qué buena muerte, es la mejor!, dice la gente. Una muerte súbita, no enterarse de nada, ¡qué suerte! Sin embargo, incluso cuando una persona se encuentra en una situación en la cual ella y sus seres queridos sienten que la muerte es lo mejor que le puede pasar, la decisión de morir resulta problemática.
Por un lado, a veces la libertad da vértigo, y así debe ser, porque también somos responsables. Por otro, la muerte voluntaria choca contra la arraigada tradición cultural de que la vida es sagrada y por ello indisponible, aunque sea a través del rechazo de un tratamiento como la alimentación e hidratación artificial. Así lo expresaba la hija de una señora con una demencia grave: “Cada noche deseo que ojalá no se vuelva a despertar, pero por mucho que todos los hermanos estemos seguros de que esa sería su voluntad, ayudarla a morir es una decisión muy difícil. ¡Claro que estoy convencida! No sólo es lo mejor, es lo que mi madre esperaría de mí, por eso nos lo dijo una y mil veces, es lo que yo esperaría de mis hijos y es mi obligación como hija”. La sacralidad de la vida, la culpa, el pecado… mucho camino nos queda por recorrer para crear una cultura de la muerte más acorde con la pluralidad de una sociedad democrática. No proponemos banalizar la muerte, sino conquistarla, con toda su complejidad, respetando la forma de estar en el mundo de cada uno.
Volviendo a Bowie, para que su muerte fuera una obra de arte tenía tres opciones: una sedación, una eutanasia o un suicidio asistido (o acompañado). En el fondo, ¿Qué más da? En realidad, desde un punto de vista moral, de lo que culturalmente consideramos que está bien o mal, si se respeta la libertad no existen diferencias significativas entre una u otra de estas opciones. Lo que importa es que, ya sea David, Juan o Manuela, las personas mueran lo mejor posible, incluso bien, a gusto, con una buena asistencia y cuando ellas deseen o cuando, tras un duro proceso de enfermedad, estén resignados a que por fin llegue la muerte (que ya es hora). A estas alturas de siglo es sorprendente que en los países desarrollados el derecho a morir dependa del país dónde se viva y en el mismo país, del médico que a uno le toque, es decir, a quién se conozca y con qué medios económicos se cuente para buscar otro profesional, en el extranjero si es necesario.
Todos los profesionales que tengan contacto con la muerte deberían saber cómo aliviar ese proceso, en qué consiste el abordaje paliativo, cómo se tratan los síntomas que el médico le menciona a Bowie. También la angustia. Pero morir bien, como Bowie, en el momento oportuno, hacer de la experiencia de la muerte una última obra de arte, no será posible si los médicos no entienden que respetar la voluntad de morir –seria, reiterada, inequívoca– del paciente es un imperativo moral. En este sentido los cuidados paliativos tienen una doble responsabilidad: por supuesto aliviar el sufrimiento, pero también no generar aún más angustia negando la voluntad de morir.
He conocido a muchas personas que murieron de forma voluntaria. No estaban al borde de un precipicio o fuera de sus cabales, no sentían que tuvieran toda una vida por delante, sino por detrás, como David Bowie, personas conscientes de que vivían el último trayecto, una última etapa amenazada por la enfermedad o, también, el hastío de vivir. Un contexto en el que la frase de “no se trata de elegir entre la vida y la muerte, sino entre morir de una manera o morir de otra” es clarificadora. Casi todas iban a morir pronto, un pronto cualitativo imposible de traducir en días, semanas o meses. Otras no tanto, no tan pronto, pero todas sentían profundamente que su biografía había terminado tiempo atrás y que las escasas satisfacciones que supuestamente les pudiera ofrecer la vida, una y otra vez se estrellaban con su demoledora realidad: la certeza de estar sobrellevando una vida mala, que ya no deseaban.
No sentían una macabra atracción por la muerte, porque amaban la vida. A la mayoría las cuentas entre sufrimiento y felicidad les salían a favor. Precisamente por eso, por la manera en que habían vivido su vida, su libertad de morir, en lugar de vértigo les daba la tranquilidad que –al igual que los medicamentos- les ayudaba a sobrellevar su vida.
David Bowie fue un crack, un artista integral de los pies a la cabeza. Pero no hace falta ser David Bowie para morir con arte. Finalmente, para todas aquellas personas, su determinación de no seguir viviendo “así” fue una liberación, y morir en paz un privilegio de un destino que ellos, y sólo ellos, se habían ganado.
(Publicado en la revista 73, diciembre 2016, de la AFDMD)
Volviendo a Bowie, para que su muerte fuera una obra de arte tenía tres opciones: una sedación, una eutanasia o un suicidio asistido (o acompañado). En el fondo, ¿Qué más da? En realidad, desde un punto de vista moral, de lo que culturalmente consideramos que está bien o mal, si se respeta la libertad no existen diferencias significativas entre una u otra de estas opciones. Lo que importa es que, ya sea David, Juan o Manuela, las personas mueran lo mejor posible, incluso bien, a gusto, con una buena asistencia y cuando ellas deseen o cuando, tras un duro proceso de enfermedad, estén resignados a que por fin llegue la muerte (que ya es hora). A estas alturas de siglo es sorprendente que en los países desarrollados el derecho a morir dependa del país dónde se viva y en el mismo país, del médico que a uno le toque, es decir, a quién se conozca y con qué medios económicos se cuente para buscar otro profesional, en el extranjero si es necesario.
Todos los profesionales que tengan contacto con la muerte deberían saber cómo aliviar ese proceso, en qué consiste el abordaje paliativo, cómo se tratan los síntomas que el médico le menciona a Bowie. También la angustia. Pero morir bien, como Bowie, en el momento oportuno, hacer de la experiencia de la muerte una última obra de arte, no será posible si los médicos no entienden que respetar la voluntad de morir –seria, reiterada, inequívoca– del paciente es un imperativo moral. En este sentido los cuidados paliativos tienen una doble responsabilidad: por supuesto aliviar el sufrimiento, pero también no generar aún más angustia negando la voluntad de morir.
He conocido a muchas personas que murieron de forma voluntaria. No estaban al borde de un precipicio o fuera de sus cabales, no sentían que tuvieran toda una vida por delante, sino por detrás, como David Bowie, personas conscientes de que vivían el último trayecto, una última etapa amenazada por la enfermedad o, también, el hastío de vivir. Un contexto en el que la frase de “no se trata de elegir entre la vida y la muerte, sino entre morir de una manera o morir de otra” es clarificadora. Casi todas iban a morir pronto, un pronto cualitativo imposible de traducir en días, semanas o meses. Otras no tanto, no tan pronto, pero todas sentían profundamente que su biografía había terminado tiempo atrás y que las escasas satisfacciones que supuestamente les pudiera ofrecer la vida, una y otra vez se estrellaban con su demoledora realidad: la certeza de estar sobrellevando una vida mala, que ya no deseaban.
No sentían una macabra atracción por la muerte, porque amaban la vida. A la mayoría las cuentas entre sufrimiento y felicidad les salían a favor. Precisamente por eso, por la manera en que habían vivido su vida, su libertad de morir, en lugar de vértigo les daba la tranquilidad que –al igual que los medicamentos- les ayudaba a sobrellevar su vida.
David Bowie fue un crack, un artista integral de los pies a la cabeza. Pero no hace falta ser David Bowie para morir con arte. Finalmente, para todas aquellas personas, su determinación de no seguir viviendo “así” fue una liberación, y morir en paz un privilegio de un destino que ellos, y sólo ellos, se habían ganado.
(Publicado en la revista 73, diciembre 2016, de la AFDMD)