La periodista Eliane Brun cuenta en El País un testimonio demoledor:
A principios de 2016 perdí a un pariente querido. Una noche, justo después de un día especialmente feliz, se le rompió un aneurisma en la aorta. Tras una larga cirugía, las posibilidades de recuperación eran escasas. Después de más de una semana en la UCI, durante la cual no se despertó ni una sola vez, las complicaciones mostraban que no había ninguna oportunidad. Era necesario dejarlo partir. Pero aun así seguía intubado, continuaban pinchándolo con agujas y manipulándolo de varias maneras. Se había convertido en un objeto sobre el que intervenían. Cuando manifestábamos nuestra preocupación, la respuesta era: "No se preocupen, no siente nada".
(Fotografía de Jörg Heidenberger)
A principios de 2016 perdí a un pariente querido. Una noche, justo después de un día especialmente feliz, se le rompió un aneurisma en la aorta. Tras una larga cirugía, las posibilidades de recuperación eran escasas. Después de más de una semana en la UCI, durante la cual no se despertó ni una sola vez, las complicaciones mostraban que no había ninguna oportunidad. Era necesario dejarlo partir. Pero aun así seguía intubado, continuaban pinchándolo con agujas y manipulándolo de varias maneras. Se había convertido en un objeto sobre el que intervenían. Cuando manifestábamos nuestra preocupación, la respuesta era: "No se preocupen, no siente nada".
(Fotografía de Jörg Heidenberger)
Recibir la noticia de la pérdida de alguien tan estructural en la vida es devastador. Podemos hacer tan poco en ese momento. Y lo que podemos es cuidar. Para nosotros, no es un cuerpo sedado que allí está. Es una persona en la grandiosidad de sus últimos momentos de vida.
Así que pedí hablar con uno de los médicos. Él me atendió molesto por estar siendo llamado. Manifesté, de forma educada, nuestra preocupación por la continuidad de los procedimientos invasivos y nuestra necesidad de entender mejor lo que estaba sucediendo y cuáles serían los próximos pasos. Ya que no era posible desear que aquel que amábamos viviese, queríamos garantizar su dignidad en la muerte y despedirnos en paz.
Estábamos en el pasillo de la UCI, de pie. El médico no había aceptado hablar con la familia en una sala reservada, a pesar de que existía un espacio para eso. Subió la voz, casi gritando. Claramente, se sentía afrontado porque, como "doctor", cualquier pregunta sonaba como un desafío a una autoridad que creía incontestable. Me dijo que no había nada que cuestionar, que sabían lo que tenían que hacer, y que lo estaban haciendo.
Al oír la voz alterada del médico, el hijo del hombre que se estaba muriendo se puso a mi lado. Él, que perdía tanto, le dijo al médico con toda la calma que no era aceptable ser maleducado cuando ya sufríamos tanto. Y reiteró que necesitábamos entender mejor el momento y los próximos pasos para hacer las mejores elecciones. Después de algunos minutos más de aspereza, el médico se alejó sin darnos ninguna respuesta. Estábamos en uno de los templos del sistema hospitalario.
En aquel momento, además del dolor de la pérdida, ya se sumaba otro. Habíamos sido agredidos cuando estábamos tan frágiles. En vez de acogimiento, abuso.
Una médica amiga fue al hospital y entró en la UCI como visita para poder explicarnos qué estaba pasando y qué podría exigir para que fuese diferente. Queríamos evitar procedimientos invasivos e innecesarios y poder alcanzar la mejor despedida posible dentro de las circunstancias.
Es importante subrayar: fue necesario infiltrar a una médica para obtener información e intentar hacer elecciones que respetasen a aquel que se moría. En un momento tan límite de la vida de todos, fue necesaria una "clandestina" para poder proteger a quien partía. ¿Y qué era proteger y cuidar cuando ya no era posible salvar? Tratarlo como a una persona, un ser con historia, y no como un objeto, un envoltorio de carne "que nada sentía".
Poco antes de su muerte, supimos, por una enfermera, que hacía al menos una semana que ya estaba claro que ese sería el desenlace. Pero no nos dijeron nada de eso. Posiblemente no era necesario que muriese en una UCI, posiblemente no tenía sentido que permaneciese en una UCI. Posiblemente podríamos habernos despedido a nuestra manera. Seguro que podríamos haber elegido mucho más.
Pero, en el instante en que entró en el hospital, en una situación de emergencia, perdimos el acceso a quien amábamos. Teníamos tan solo el acceso restringido a su cuerpo "que nada sentía". De repente, él era un objeto bajo vigilancia, protegido de nosotros, que con él compartíamos la vida y la historia.
La autora aporta en este largo artículo otro testimonio que justifica sus comentarios iniciales: "Es necesario que los muertos por causas no violentas cesen de morir violentamente dentro los hospitales. Aquellos que amamos se convierten en víctimas de la violencia en el espacio donde debería existir el cuidado. Y nosotros, que los perdemos, también nos convertimos en víctimas. Cuando todo acaba, no somos solo personas en luto por algo doloroso, pero natural. El sistema médico-hospitalario nos violenta. No hay tan solo luto, sino trauma. Y es necesario que comience a responder por eso, o la rutina de violencias no cesará".
Desgraciadamente todas las semanas escuchamos en la Asociación DMD experiencias similares de todos los rincones del estado. No hay ningún hospital que se libre. Si tienes suerte, te tocará un médico compasivo, educado y respetuoso con el enfermo y su familia. Si no, todo será mucho peor. Mientras tanto, los políticos se dedican a hacer declaraciones grandilocuentes sobre la dignidad en el proceso de morir con proyectos de leyes que no nos llevan a ninguna parte.
Así que pedí hablar con uno de los médicos. Él me atendió molesto por estar siendo llamado. Manifesté, de forma educada, nuestra preocupación por la continuidad de los procedimientos invasivos y nuestra necesidad de entender mejor lo que estaba sucediendo y cuáles serían los próximos pasos. Ya que no era posible desear que aquel que amábamos viviese, queríamos garantizar su dignidad en la muerte y despedirnos en paz.
Estábamos en el pasillo de la UCI, de pie. El médico no había aceptado hablar con la familia en una sala reservada, a pesar de que existía un espacio para eso. Subió la voz, casi gritando. Claramente, se sentía afrontado porque, como "doctor", cualquier pregunta sonaba como un desafío a una autoridad que creía incontestable. Me dijo que no había nada que cuestionar, que sabían lo que tenían que hacer, y que lo estaban haciendo.
Al oír la voz alterada del médico, el hijo del hombre que se estaba muriendo se puso a mi lado. Él, que perdía tanto, le dijo al médico con toda la calma que no era aceptable ser maleducado cuando ya sufríamos tanto. Y reiteró que necesitábamos entender mejor el momento y los próximos pasos para hacer las mejores elecciones. Después de algunos minutos más de aspereza, el médico se alejó sin darnos ninguna respuesta. Estábamos en uno de los templos del sistema hospitalario.
En aquel momento, además del dolor de la pérdida, ya se sumaba otro. Habíamos sido agredidos cuando estábamos tan frágiles. En vez de acogimiento, abuso.
Una médica amiga fue al hospital y entró en la UCI como visita para poder explicarnos qué estaba pasando y qué podría exigir para que fuese diferente. Queríamos evitar procedimientos invasivos e innecesarios y poder alcanzar la mejor despedida posible dentro de las circunstancias.
Es importante subrayar: fue necesario infiltrar a una médica para obtener información e intentar hacer elecciones que respetasen a aquel que se moría. En un momento tan límite de la vida de todos, fue necesaria una "clandestina" para poder proteger a quien partía. ¿Y qué era proteger y cuidar cuando ya no era posible salvar? Tratarlo como a una persona, un ser con historia, y no como un objeto, un envoltorio de carne "que nada sentía".
Poco antes de su muerte, supimos, por una enfermera, que hacía al menos una semana que ya estaba claro que ese sería el desenlace. Pero no nos dijeron nada de eso. Posiblemente no era necesario que muriese en una UCI, posiblemente no tenía sentido que permaneciese en una UCI. Posiblemente podríamos habernos despedido a nuestra manera. Seguro que podríamos haber elegido mucho más.
Pero, en el instante en que entró en el hospital, en una situación de emergencia, perdimos el acceso a quien amábamos. Teníamos tan solo el acceso restringido a su cuerpo "que nada sentía". De repente, él era un objeto bajo vigilancia, protegido de nosotros, que con él compartíamos la vida y la historia.
La autora aporta en este largo artículo otro testimonio que justifica sus comentarios iniciales: "Es necesario que los muertos por causas no violentas cesen de morir violentamente dentro los hospitales. Aquellos que amamos se convierten en víctimas de la violencia en el espacio donde debería existir el cuidado. Y nosotros, que los perdemos, también nos convertimos en víctimas. Cuando todo acaba, no somos solo personas en luto por algo doloroso, pero natural. El sistema médico-hospitalario nos violenta. No hay tan solo luto, sino trauma. Y es necesario que comience a responder por eso, o la rutina de violencias no cesará".
Desgraciadamente todas las semanas escuchamos en la Asociación DMD experiencias similares de todos los rincones del estado. No hay ningún hospital que se libre. Si tienes suerte, te tocará un médico compasivo, educado y respetuoso con el enfermo y su familia. Si no, todo será mucho peor. Mientras tanto, los políticos se dedican a hacer declaraciones grandilocuentes sobre la dignidad en el proceso de morir con proyectos de leyes que no nos llevan a ninguna parte.