"Tan pronto como tuve el TAC comencé a revisarlo. El diagnóstico no se hizo esperar: masas en los pulmones, cáncer. Como médico he revisado cientos de imágenes para ver si la cirugía ofrecía alguna esperanza, escribiendo en la historia "tumor metastásico, sin tratamiento quirúrgico". Pero ese escáner era diferente: era el mío".
Unas palabras de Samuel Beckett retumban en su cerebro: "No puedo seguir, voy a seguir adelante"; hay que buscar un sentido, a pesar de todo (El Innombrable). En su obra Beckett habla de las palabras y las examina, las llama "gotas de silencio a través del silencio", para él lo son todo. "Lo tenue y el vacío. ¿También se van?" (Rumbo a peor).
Algunas reglas básicas son: ser honesto sobre el pronóstico, pero dejar espacio para la esperanza; ser vago, pero preciso: "días a semanas", "semanas a meses", "meses o años"; no citar estadísticas detalladas, y por lo general desaconsejo buscar información en internet (googlear) sobre supervivencia, datos que no son fáciles de interpretar. Decir que un tratamiento tiene un 70 % de supervivencia o un 30 % de mortalidad provoca reacciones diferentes. Aunque los números sean los mismos, la gente confía más en la primera opción. Pero las cifras son demasiado secas, es necesaria la experiencia diaria de un médico, manteniendo siempre alguna esperanza.
Las curvas de supervivencia miden el progreso en el tratamiento del cáncer. En algunos casos, la línea se parece a un avión comienza su descenso con suavidad, en otros es como un vuelo en picado. Por ejemplo, en los tumores cerebrales, mientras que la supervivencia no ha cambiado mucho, cada vez hay una cola más larga, porque algunos pacientes viven años. El problema es que es imposible saber en qué punto de la curva se encuentra una persona en concreto, afirmar lo contrario es una irresponsabilidad.
Cuando mi oncóloga se sentó junto a mi cama yo no pregunté por las estadísticas de supervivencia. Entonces yo tenía el mismo anhelo de números que todos los pacientes, esperaba que me iba a tratar como a un experto, que me daría certezas, yo podía soportarlo, pero ella se negó rotundamente. Cada cita era como un combate de lucha libre en el que mi médica siempre evitó ser inmovilizada con una cifra.
En vez de pensar por qué algunos pacientes insisten en pedir estadísticas, me pregunto por qué los médicos se ofuscan, cuando tienen tanto conocimiento y experiencia. Al principio, cuando vi el TAC, me imaginé que tenía sólo unos meses de vida. Había perdido 14 kilos, tenía un dolor de espalda insoportable y me sentía cada día más cansado. Desde hacía meses yo sospechaba que tenía cáncer, había visto muchos pacientes jóvenes con cáncer, así que no estaba sorprendido. De hecho, hubo un cierto alivio. Los pasos siguientes eran claros: prepararme para morir, llorar, decirle a mi esposa que debe casarse de nuevo, refinanciar la hipoteca, escribir a los amigos. Sí, había un montón de cosas que me hubiera gustado hacer en la vida, pero a veces esto sucede. Sin embargo, en mi primera visita la oncóloga mencionó el volver a trabajar algún día. ¿No era yo un fantasma? No. Pero entonces ¿cuánto tiempo tenía? Silencio.
Por supuesto, no podía dejar de leer minuciosamente los estudios, tratando de encontrar el que me diera los mejores datos. Decían que el 70-80% de los pacientes con cáncer de pulmón morirían en dos años, no había mucha esperanza, pero la mayoría de los pacientes eran fumadores de más edad y con sobrepeso. ¿Dónde estaba el estudio de los neurtocirujanos de 36 años que no fuman? Tal vez mi juventud y mi salud importaban, o tal vez mi enfermedad estaba tan avanzada, tan extendida, que yo estaba peor esos enfermos.
Muchos amigos contaban anécdotas sobre un amigo de un amigo de su madre, o un tío del peluquero del compañero de tenis de su hijo, que con el mismo cáncer había vivido diez años. Al principio me preguntaba si todas las historias se referían a la misma persona, las ignoraba como una ilusión sin fundamento. Sin embargo, de vez en cuando, esas historias se filtraban por las rendijas de mi realismo basado en la evidencia.
Y entonces mi salud comenzó a mejorar, gracias a una píldora que se dirige a una mutación genética específica ligada a mi cáncer. Empecé a caminar sin un bastón y decir cosas como: “Bueno, es poco probable vivir una década, pero es posible”. Una pequeña gota de esperanza.
Sin embargo, de alguna manera la certeza de la muerte era más llevadera que la incertidumbre de esta vida. ¿Se supone que debía preparar el funeral? ¿Dedicarme a mi familia? ¿Escribir el libro que siempre había querido escribir? ¿O tenía que volver a negociar mis ofertas de trabajo para los próximos años?
Si yo supiera cuántos meses o años me quedan, el camino a seguir sería obvio. Si fueran tres meses pasaría más tiempo con la familia. Si es un año, tendría un plan (escribir ese libro). Si tuviera diez años me gustaría volver a tratar enfermedades, pero la oncóloga se limitó a decir: “No te puedo ayudar, tienes que encontrar lo que más le importa”.
Comencé a darme cuenta de que en cierto sentido encontrarme cara a cara con mi propia mortalidad había cambiado todo y nada. Antes del diagnóstico sabía que algún día me iba a morir, pero no cuándo. Tras el diagnóstico, sabía lo mismo, pero lo vivía más intensamente. No era un problema científico. El hecho de la muerte es inquietante, pero no hay otra manera de vivir.
La razón por la que los médicos no dan un pronóstico no es simplemente porque no pueden. Las expectativas de los pacientes son muy diferentes. Los médicos se encargan de llevar estas expectativas al campo de las posibilidades razonables. Pero la gama de lo razonablemente posible es muy amplia, morir en dos años o llegar a diez y las nuevas terapias añaden aún más incertidumbre. Frente a la mortalidad, el conocimiento científico puede proporcionar sólo una certeza: sí, morirás. Uno querría más, pero eso no está en oferta.
Los pacientes buscan en los médicos conocimientos científicos difíciles de hallar, pero cada uno debe encontrar por su cuenta la autenticidad existencial. Acercarse demasiado a las estadísticas es como tratar de saciar la sed con agua salada, la angustia de enfrentarse a la mortalidad no encuentra alivio en la probabilidad.
Recuerdo el momento en que mi inquietud abrumadora cedió. Siete palabras del escritor Samuel Beckett, comenzaron a repetirse en mi cabeza: “No puedo seguir, voy a seguir adelante".
Ahora, casi ocho meses tras el diagnóstico he recuperado mis fuerzas. El cáncer está mejorado con el tratamiento, he vuelto al trabajo. Estoy escribiendo más, viendo más, sintiendo más. Cada mañana a las 5:30, cuando suena el despertador, mi cuerpo muerto se despierta, mi esposa duerme a mi lado: "Yo no puedo seguir." Unos minutos más tarde estoy con mi uniforme, camino del quirófano, con vida: “Voy a seguir adelante”.