A todas las personas que ven amenazada su vida por una enfermedad incurable les gustaría alargar el proceso siempre y cuando existan unas mínimas condiciones de calidad. ¿Más tiempo?
El cirujano norteamericano Shervin B. Nuland escribió un magnífico libro titulado Cómo morimos (Alianza editorial, 1998), del que en esta ocasión destaco dos párrafos.
La familia se aferra al hilo de la esperanza que se le ofrece con una estadística; ahora bien, lo que se le presenta como realidad clínica objetiva no es a menudo más que la subjetividad de un ferviente adepto a aquella filosofía que ve la muerte como el enemigo implacable. Para guerreros como éstos, una pequeña victoria temporal justifica la devastación del campo en el que moribundo cultivaba su vida.
El día que yo padezca una enfermedad grave que requiera un tratamiento muy especializado, buscaré un médico experto. Pero no esperaré de él que comprenda mis valores, las esperanzas que abrigo para mí mismo y para los que amo, mi naturaleza espiritual o mi filosofía de la vida. No es para esto para lo que se ha formado y en lo que me puede ayudar. No es esto lo que anima sus cualidades intelectuales. Por estas razones no permitiré que sea el especialista el que decida cuándo abandonar. Yo elegiré mi propio camino o, por lo menos lo expondré con claridad de forma que, si yo no pudiera, se encarguen de tomar la decisión quienes mejor me conocen. Las condiciones de mi dolencia quizá no me permitan “morir bien” o con esa dignidad que buscamos con tanto optimismo, pero en lo que mí dependa, no moriré más tarde de lo necesario simplemente por la absurda razón de que un campeón de la medicina tecnológica no comprende quién soy...