Templo del dolor: viento tiznado de harapos, presagio lacerante, rumor hosco de noches. No soy el único paciente: una chica con el pelo color trigo se oprime el estómago; un hombre con asma solloza en silencio; madres con niños (los ojos de los niños caramelos de fiebre) susurran plegarias; una monja y un anciano de comisuras tristes. Qué hago aquí, me pregunto: la sala un alud de bufandas, de sombreros, fiebre y soledad. Rostros absortos de mansos y crédulos, mi nombre a última hora de la tarde. Doy cabezadas, no contaba con la voz recia y vibrante de la auxiliar. Agotado, el último enfermo exhala un suspiro. Abandono mis ropas como quien las extravía, el gusano que arroja su piel a una piedra caliente. En pie continúo, el box blanco y helado. Mi madre en el zaguán de una iglesia, su voz lívida y susurrante: me mira con ojos negros. No entiendo qué hago aquí, quién me ha convocado, por qué tiemblan así mis manos. En la luz de la consulta, biombos como huesos, persiste, sofocada, una turbiedad de crisálidas. Diario de León |