Sara murió el día que ella decidió, en un hotel, acompañada por dos personas amigas, también asociadas a la Asociación Derecho a Morir Dignamente. Padecía un padecimiento grave crónico e imposibilitante, pero no solicitó una eutanasia. ¿Por qué? Como bien decía Teresa, también socia de DMD en León, “la respuesta llega enseguida: Sara no quiso esperar. Su capacidad de resistencia había tocado fondo. Tuvo miedo, miedo a que su petición fuera rechazada debido a su juventud, aunque era cumplidamente mayor de edad. Miedo y desconfianza, porque sabía lo que estaba ocurriendo en nuestro país: en algunas comunidades autónomas las Comisiones de Garantía y Evaluación que marca la LORE retrasan y dificultan la gestión de las solicitudes de eutanasia. Hay una gran desinformación por parte de las administraciones autonómicas, hay falta de formación en algunos casos, que necesita subsanarse. Porque las personas que quieren acogerse a este nuevo derecho están en situaciones muy duras, casi siempre de muy larga duración, y la dificultad para acceder a la ayuda legal a morir incrementa su angustia y su padecer. Y no es justo.”
Leyendo el artículo de hace unos días, “Oídos sordos para una mujer que pide morir”, publicado en El País, se entiende esa angustia. Esta mujer tiene otra patología, pero el diagnóstico, la etiqueta, da igual, lo que importa es lo que vive, lo que ella cuenta. Todas las personas con un sufrimiento constante e intolerable lo expresan a su modo, cada una vive y sufre su vida, con su propio relato, pero todos se parecen.
¿Cuándo es intolerable el sufrimiento de una persona? Como ya se ha dicho, cuando así lo decida cada persona. Frente al deterioro irreversible, cada una se las apaña como puede. Unas encuentran sentido a su vida, a pesar del sufrimiento. Otras no lo soportan más y prefieren morir a seguir viviendo así. Respetemos la pluralidad. Libertad, se llama.
Anne Bert murió en 2017 tras una eutanasia. Dos años antes enfermó de ELA (esclerosis lateral amiotrófica) y nos dejó en su libro El último verano un testimonio desgarrador sobre el sufrimiento intolerable. "Amo demasiado la vida como para dejarme morir", decía Anne. “Yo quiero vivir, a mí me gusta vivir, pero esto no es vivir, esto no es vida, no se puede vivir con este dolor. Quiero acabar con esto”, contaba el testimonio de El País, que termina diciendo: “Pero psicológicamente es muy violento. Es violento pensar: “Me estoy suicidando”. Yo no quiero eso. No quiero suicidarme. Solo quiero que me ayuden a dejar de sufrir. Nada más. Para mí es inconcebible que haya una ley y que no se pueda aplicar.”
¡Tremendo! Es muy bestia que algunas Comunidades Autónomas, como Madrid, Andalucía y Extremadura, cinco meses después de la publicación de la ley de eutanasia en el BOE, todavía no hayan nombrado la Comisión de Garantía y Evaluación, imprescindible para gestionar una solicitud de eutanasia. La indiferencia de algunas personas e instituciones es clamorosa. Negligencias aparte, adjunto un extracto de un artículo de El Mundo sobre el libro “El último verano”, en el que se cuenta muy bien qué significa vivir un sufrimiento intolerable.
Como decía en twitter, en un mensaje dirigido a zorrocotrocos, en última instancia la #eutanasia es una opción, no una obligación. Sara no quiso esperar y murió acompañada. "Se precisa de una buena dosis de empatía, caridad, fortaleza y afecto para superar la tensión emocional de momentos de esa naturaleza".
Leyendo el artículo de hace unos días, “Oídos sordos para una mujer que pide morir”, publicado en El País, se entiende esa angustia. Esta mujer tiene otra patología, pero el diagnóstico, la etiqueta, da igual, lo que importa es lo que vive, lo que ella cuenta. Todas las personas con un sufrimiento constante e intolerable lo expresan a su modo, cada una vive y sufre su vida, con su propio relato, pero todos se parecen.
¿Cuándo es intolerable el sufrimiento de una persona? Como ya se ha dicho, cuando así lo decida cada persona. Frente al deterioro irreversible, cada una se las apaña como puede. Unas encuentran sentido a su vida, a pesar del sufrimiento. Otras no lo soportan más y prefieren morir a seguir viviendo así. Respetemos la pluralidad. Libertad, se llama.
Anne Bert murió en 2017 tras una eutanasia. Dos años antes enfermó de ELA (esclerosis lateral amiotrófica) y nos dejó en su libro El último verano un testimonio desgarrador sobre el sufrimiento intolerable. "Amo demasiado la vida como para dejarme morir", decía Anne. “Yo quiero vivir, a mí me gusta vivir, pero esto no es vivir, esto no es vida, no se puede vivir con este dolor. Quiero acabar con esto”, contaba el testimonio de El País, que termina diciendo: “Pero psicológicamente es muy violento. Es violento pensar: “Me estoy suicidando”. Yo no quiero eso. No quiero suicidarme. Solo quiero que me ayuden a dejar de sufrir. Nada más. Para mí es inconcebible que haya una ley y que no se pueda aplicar.”
¡Tremendo! Es muy bestia que algunas Comunidades Autónomas, como Madrid, Andalucía y Extremadura, cinco meses después de la publicación de la ley de eutanasia en el BOE, todavía no hayan nombrado la Comisión de Garantía y Evaluación, imprescindible para gestionar una solicitud de eutanasia. La indiferencia de algunas personas e instituciones es clamorosa. Negligencias aparte, adjunto un extracto de un artículo de El Mundo sobre el libro “El último verano”, en el que se cuenta muy bien qué significa vivir un sufrimiento intolerable.
Como decía en twitter, en un mensaje dirigido a zorrocotrocos, en última instancia la #eutanasia es una opción, no una obligación. Sara no quiso esperar y murió acompañada. "Se precisa de una buena dosis de empatía, caridad, fortaleza y afecto para superar la tensión emocional de momentos de esa naturaleza".
El último verano, Anne Bert
Todo pasó muy rápido. Apenas levantada, deambulo por la casa atemorizada, medio desnuda. Incapaz de vestirme, ni siquiera de cubrirme un poco. Estoy mortificada. Todavía ayer podía ocuparme de mí misma yo sola. Dedicarme a mis rituales matinales femeninos. Claro, un poco menos cada día, es cierto, pero aun así...
Quizá también fingía no advertir todas las debilidades de mi cuerpo rebelde. O, mejor dicho, obstinado y, al negarlo, yo desplegaba mis últimas fuerzas. Pero esta mañana Charcot (la enfermedad de Charcot, la ELA) está intratable. Me roba el cuerpo, le prohíbe hablar conmigo, que me escuche.
Sus brazos, que ya no son los míos, permanecen sordos y pesados. Sus manos, estáticas. Estos síntomas de discordia se añaden a tantos otros que pierdo la cuenta. Este traidor adelgaza a pesar de que lo alimento bien. Sus miembros inertes pesan una tonelada y atormentan a mis hombros y a mi espalda. Mi cuerpo me ha abandonado para siempre. Se desconecta completamente, se vuelve incluso hostil.
Aparentemente estoy impecable: la cabeza alta, el busto erguido, los brazos en reposo y una ropa bonita dan el pego. Al estar tan inmóvil, mi cuerpo, este embustero, no deja que nada se note. Tiene aún buen aspecto, casi altivo. Nadie podría creer su proyecto de destrucción, su intención de hacerme desaparecer.
Es demasiado, no soporto más su reflejo y ese buen aspecto tan mentiroso. El cara a cara es insoportable. De golpe, le doy la espalda y, con el pie que aún me responde, cierro la puerta. A él, que se ha vuelto mi peor enemigo, a pesar de que nos quisimos tanto, de que fuimos tan cómplices. Es él quien me asesina. Este cuerpo caníbal que se divorcia de mí. Llegué hasta el final de mis fuerzas por él.
Era un todo, con mi alma y mi cuerpo. Sin ser uno más sagrado o más sumiso al otro. Mi intimidad y mi identidad anidan en él. No existe una moral específica en el cuerpo. En él nace mi vitalidad. Me encantaba cuando se emancipaba en el amor. Hoy permanece mudo frente al deseo. Ya no quiero este triángulo: él y Charcot contra mí. Mi cuerpo se ha vendido, es un agente de la ELA.
Me encantaba doblar los brazos, las piernas... Revolcarme entre las olas. Calentarme al sol. Darle el pecho a mi hija. Dormirme con la ventana abierta para sentir el frescor de la noche sobre la piel. Aspirar el aire cálido. El olor del huerto y de las manzanas caídas. El de la hierba cortada. Hasta que mi cuerpo acabe saturado de estas sensaciones. Vibrar con una sonata de Bach o el cuadro de Caillebotte “Los acuchilladores de parqué”. Hasta tener la carne de gallina. Nadar, bailar, hacer el amor sin impedimentos, lavarme el cuerpo, el cabello, frotarme la piel. Ponerme a cuatro patas. Estirar la espalda para meditar.
Al domingo siguiente a que me dieran el diagnóstico, antes de ir al mercado, le digo a Rémy: “Sabes..., lo sabes..., que yo no voy a salir adelante con esto”. “Sí, lo sé”. Y entierra la nariz en mi cuello para ocultar los ojos.
Mi cerebro parece hecho de encaje, tiene pequeños agujeros por todas partes. Soy capaz de concentrarme plenamente cuando es necesario que afirme y defienda mi elección de adelantar la muerte y, sin embargo, me derriba una dispersión del espíritu cuando desciendo de mi caballo de batalla y me dejo ir...
No me he podido permitir el lujo de atiborrarme de vida. Mis incapacidades y mi dependencia me comen. Mi cuerpo me devora. Yo no puedo vivir sin deseos. Este silencio bienvenido los adormece, los anestesia, hasta hacerlos desaparecer. Así que bajo los brazos, tanto en sentido literal como figurado, mi dolor existencial es indescriptible.
En una cena imprevista, frente a la playa, una banda de jóvenes músicos toca. Me fluyen las lágrimas sin que pueda detenerlas y sin que sepa la causa. No estoy triste, simplemente lloro. Estoy aquí, mañana ya no estaré, pero seguirán existiendo... Suelto amarras. Ya no busco decir lo inefable, ni el consuelo imposible para mí, ni para los demás. No hablamos en serio cuando vamos a morir.
Todo pasó muy rápido. Apenas levantada, deambulo por la casa atemorizada, medio desnuda. Incapaz de vestirme, ni siquiera de cubrirme un poco. Estoy mortificada. Todavía ayer podía ocuparme de mí misma yo sola. Dedicarme a mis rituales matinales femeninos. Claro, un poco menos cada día, es cierto, pero aun así...
Quizá también fingía no advertir todas las debilidades de mi cuerpo rebelde. O, mejor dicho, obstinado y, al negarlo, yo desplegaba mis últimas fuerzas. Pero esta mañana Charcot (la enfermedad de Charcot, la ELA) está intratable. Me roba el cuerpo, le prohíbe hablar conmigo, que me escuche.
Sus brazos, que ya no son los míos, permanecen sordos y pesados. Sus manos, estáticas. Estos síntomas de discordia se añaden a tantos otros que pierdo la cuenta. Este traidor adelgaza a pesar de que lo alimento bien. Sus miembros inertes pesan una tonelada y atormentan a mis hombros y a mi espalda. Mi cuerpo me ha abandonado para siempre. Se desconecta completamente, se vuelve incluso hostil.
Aparentemente estoy impecable: la cabeza alta, el busto erguido, los brazos en reposo y una ropa bonita dan el pego. Al estar tan inmóvil, mi cuerpo, este embustero, no deja que nada se note. Tiene aún buen aspecto, casi altivo. Nadie podría creer su proyecto de destrucción, su intención de hacerme desaparecer.
Es demasiado, no soporto más su reflejo y ese buen aspecto tan mentiroso. El cara a cara es insoportable. De golpe, le doy la espalda y, con el pie que aún me responde, cierro la puerta. A él, que se ha vuelto mi peor enemigo, a pesar de que nos quisimos tanto, de que fuimos tan cómplices. Es él quien me asesina. Este cuerpo caníbal que se divorcia de mí. Llegué hasta el final de mis fuerzas por él.
Era un todo, con mi alma y mi cuerpo. Sin ser uno más sagrado o más sumiso al otro. Mi intimidad y mi identidad anidan en él. No existe una moral específica en el cuerpo. En él nace mi vitalidad. Me encantaba cuando se emancipaba en el amor. Hoy permanece mudo frente al deseo. Ya no quiero este triángulo: él y Charcot contra mí. Mi cuerpo se ha vendido, es un agente de la ELA.
Me encantaba doblar los brazos, las piernas... Revolcarme entre las olas. Calentarme al sol. Darle el pecho a mi hija. Dormirme con la ventana abierta para sentir el frescor de la noche sobre la piel. Aspirar el aire cálido. El olor del huerto y de las manzanas caídas. El de la hierba cortada. Hasta que mi cuerpo acabe saturado de estas sensaciones. Vibrar con una sonata de Bach o el cuadro de Caillebotte “Los acuchilladores de parqué”. Hasta tener la carne de gallina. Nadar, bailar, hacer el amor sin impedimentos, lavarme el cuerpo, el cabello, frotarme la piel. Ponerme a cuatro patas. Estirar la espalda para meditar.
Al domingo siguiente a que me dieran el diagnóstico, antes de ir al mercado, le digo a Rémy: “Sabes..., lo sabes..., que yo no voy a salir adelante con esto”. “Sí, lo sé”. Y entierra la nariz en mi cuello para ocultar los ojos.
Mi cerebro parece hecho de encaje, tiene pequeños agujeros por todas partes. Soy capaz de concentrarme plenamente cuando es necesario que afirme y defienda mi elección de adelantar la muerte y, sin embargo, me derriba una dispersión del espíritu cuando desciendo de mi caballo de batalla y me dejo ir...
No me he podido permitir el lujo de atiborrarme de vida. Mis incapacidades y mi dependencia me comen. Mi cuerpo me devora. Yo no puedo vivir sin deseos. Este silencio bienvenido los adormece, los anestesia, hasta hacerlos desaparecer. Así que bajo los brazos, tanto en sentido literal como figurado, mi dolor existencial es indescriptible.
En una cena imprevista, frente a la playa, una banda de jóvenes músicos toca. Me fluyen las lágrimas sin que pueda detenerlas y sin que sepa la causa. No estoy triste, simplemente lloro. Estoy aquí, mañana ya no estaré, pero seguirán existiendo... Suelto amarras. Ya no busco decir lo inefable, ni el consuelo imposible para mí, ni para los demás. No hablamos en serio cuando vamos a morir.