
En un magnífico artículo, publicado en la revista The Conversation, dos historiadores nos recuerdan que la historia puede arrojar mucha luz sobre nuestro presente, y señalan cinco lecciones de la historia:
- Las epidemias siempre han existido
- Hay que estar preparados (mentalmente, al menos) para lo peor
- ¿Cómo actuar?
- No hay que menospreciar las consecuencias de la epidemia sobre las vidas de la gente
- La vida sigue
Las epidemias siempre han existido
Desde antes incluso de que la convivencia con los animales domesticados en el Neolítico incrementara dramáticamente nuestra exposición a nuevos patógenos, ya los cazadores recolectores sufrían de la acción de ciertos parásitos. De hecho, no hay que subestimar al enemigo porque sea invisible. La humanidad tuvo que esperar hasta finales del siglo XVII para saber de la existencia de las bacterias, y hasta fines del XIX para los virus.
Hay que estar preparados (mentalmente, al menos) para lo peor
En la Gran Mortandad de las poblaciones indígenas de América, la gripe, el sarampión, la viruela y otras redujeron en un siglo la población de 60 a 6 millones de americanos. La gripe de 1918-20 segó la vida de entre 50 y 100 millones de personas, tantas como las dos guerras mundiales juntas.
Aunque nunca se está preparado para una epidemia seria –no se puede vivir como si lo extraordinario fuera cotidiano– hay que actuar. Parece obvio, pero es importante. Aunque sea dando palos de ciego, los seres humanos no se han resignado nunca al curso de la epidemia, sino que las han combatido con las herramientas y conocimientos que han tenido a su alcance. Por cortas y equivocados que fueran.
¿Cómo actuar?
Con una actuación basada en la evidencia científica, coordinación, prudencia y transparencia.
Lo que da legitimidad a las autoridades es que los ciudadanos crean que genuinamente se actúa por su bien. Y eso exige transparencia y honestidad. La historia está repleta de casos en que las autoridades no obtuvieron la obediencia buscada precisamente por falta de legitimidad.
No hay que menospreciar las consecuencias de la epidemia sobre las vidas de la gente
Dejando aparte los muertos y enfermos (y es mucho dejar), las consecuencias económicas, sobre el sistema sanitario, sobre los derechos fundamentales, en la política, no son asuntos menores.
Hay que asumir esos costes sociales y económicos, tratando de minimizarlos. Pero, teniendo en cuenta que no se pueden evitar del todo, debe primar el principio de eficacia (controlar la pandemia) sobre el de eficiencia (hacerlo al menor coste posible). Lo que hoy es desempleo y pobreza, antaño eran brutalmente hambre y miseria.
La vida sigue
Los castellanos del siglo XVI, en medio de la peor epidemia de la Edad Moderna, seguían litigando, conspirando, casándose, comprando y vendiendo, evadiendo impuestos y, por supuesto, trabajando. En medio de la plaga, es posible y hasta necesario amar, reír, leer la prensa, emborracharse y hasta trabajar. No hay que consentir, de ninguna de las maneras, que la enfermedad venza a la vida.
Desde antes incluso de que la convivencia con los animales domesticados en el Neolítico incrementara dramáticamente nuestra exposición a nuevos patógenos, ya los cazadores recolectores sufrían de la acción de ciertos parásitos. De hecho, no hay que subestimar al enemigo porque sea invisible. La humanidad tuvo que esperar hasta finales del siglo XVII para saber de la existencia de las bacterias, y hasta fines del XIX para los virus.
Hay que estar preparados (mentalmente, al menos) para lo peor
En la Gran Mortandad de las poblaciones indígenas de América, la gripe, el sarampión, la viruela y otras redujeron en un siglo la población de 60 a 6 millones de americanos. La gripe de 1918-20 segó la vida de entre 50 y 100 millones de personas, tantas como las dos guerras mundiales juntas.
Aunque nunca se está preparado para una epidemia seria –no se puede vivir como si lo extraordinario fuera cotidiano– hay que actuar. Parece obvio, pero es importante. Aunque sea dando palos de ciego, los seres humanos no se han resignado nunca al curso de la epidemia, sino que las han combatido con las herramientas y conocimientos que han tenido a su alcance. Por cortas y equivocados que fueran.
¿Cómo actuar?
Con una actuación basada en la evidencia científica, coordinación, prudencia y transparencia.
Lo que da legitimidad a las autoridades es que los ciudadanos crean que genuinamente se actúa por su bien. Y eso exige transparencia y honestidad. La historia está repleta de casos en que las autoridades no obtuvieron la obediencia buscada precisamente por falta de legitimidad.
No hay que menospreciar las consecuencias de la epidemia sobre las vidas de la gente
Dejando aparte los muertos y enfermos (y es mucho dejar), las consecuencias económicas, sobre el sistema sanitario, sobre los derechos fundamentales, en la política, no son asuntos menores.
Hay que asumir esos costes sociales y económicos, tratando de minimizarlos. Pero, teniendo en cuenta que no se pueden evitar del todo, debe primar el principio de eficacia (controlar la pandemia) sobre el de eficiencia (hacerlo al menor coste posible). Lo que hoy es desempleo y pobreza, antaño eran brutalmente hambre y miseria.
La vida sigue
Los castellanos del siglo XVI, en medio de la peor epidemia de la Edad Moderna, seguían litigando, conspirando, casándose, comprando y vendiendo, evadiendo impuestos y, por supuesto, trabajando. En medio de la plaga, es posible y hasta necesario amar, reír, leer la prensa, emborracharse y hasta trabajar. No hay que consentir, de ninguna de las maneras, que la enfermedad venza a la vida.