
Corazón silencioso (o corazón en calma, Stille hjerte), es una película de emociones. Una madre, Esther, invita a sus hijas y a una íntima amiga a pasar un fin de semana a la casa de campo, en la que vive con su marido, para despedirse. Sufre una esclerosis lateral amiotrófica (ELA), un padecimiento cruel que provoca la paralización progresiva del cuerpo, hasta que la enferma no puede hablar, tragar, ni respirar.
Hace meses que Esther planeó con su marido, su muerte voluntaria, y compartió su voluntad con sus hijas y su mejor amiga. Todavía autónoma para la vida cotidiana, su debilidad muscular aumenta cada día, realizando con torpeza cosas como coger un objeto del suelo o sostener una copa de vino.
Su entorno, marido, amiga, dos hijas, un yerno, un nieto adolescente e incluso el novio de la hija menor, en principio respeta su voluntad. Prefiere morir a vivir una vida dependiente y desea hacerlo ya, antes de que la debilidad muscular le impida físicamente disponer de su vida. Si espera, y ella no pudiera tomarse sola las pastillas, su marido, médico jubilado, podría ir a la cárcel por ayudarla.
Pero según avanza el fin de semana, el plan de Esther se complica, porque una cosa es hablar de la muerte, aceptarla ideológica o filosóficamente, y otra bien distinta afrontarla como un hecho que, de verdad, va a suceder.
El conflicto entre la vida, deseosa de sí misma, y la libertad
¿Por qué morir? ¿Por qué ahora? ¿Por qué no demorarla, permitirse vivir, unos días o unos meses más? Cada persona que se plantea de una forma seria su muerte voluntaria encontrará sus respuestas, según su biografía y sus circunstancias. Pero existe un denominador común: porque la vida que queda es insoportable.
Para vivir un día más no hay que decidir nada, pero para morir mañana hay que agarrar el destino por los cuernos y someterlo definitivamente. Pero para llegar ahí hay que transitar un camino nada sencillo. Para empezar hay que resolver el conflicto entre la vida biológica y la libertad, entre la naturaleza de todo ser vivo, que busca su propia supervivencia, y la vida humana, que necesita un por qué y para qué vivir. No somos bichos, vivir es mucho más que respirar, la vida humana se dota de un proyecto vital y de un sentido, con unos valores y unas creencias que cada persona va configurando a lo largo de su biografía, en libertad. Sin libertad, sin capacidad para dar permiso, la vida es, pero no humana.
La muerte voluntaria no se improvisa. Cuando una persona decide morir ya ha encontrado respuesta a la pregunta fundamental: por qué morir. Ha realizado su proceso personal de afrontamiento de la muerte y de desapego de este mundo, resolviendo el conflicto inicial en favor de su libertad: “mi vida es mía y yo decido hasta cuándo he de vivirla”.
Convivir y conmorir
Nos guste o no, somos seres sociales, nuestros actos siempre afectan a los demás. Cuando se está dando vueltas a la idea de morir cada persona se pregunta también con quién compartir su decisión. Los actos responsables son aquellos de los que damos razones y de cuyas consecuencias respondemos, en este caso procurando amortiguar el daño que la muerte pueda causar en el entorno cercano.
A veces, algunas personas que planean su muerte, pretenden dejar al margen a sus amigos, hijos e incluso a su pareja. El tabú de la muerte, el imaginario social que identifica el suicidio con personas han perdido la chaveta y la criminalización de la ayuda a morir, ejercen una presión social que determina esa tentación de ocultar la voluntad de morir. Pero la muerte en soledad no es la mejor muerte posible, ese no es el camino, hay que plantarse y resolver este otro conflicto creado por el tabú, los prejuicios y los límites de la legalidad y ofrecer a las personas que uno quiere la oportunidad de despedirse.
Si tu amiga, tu pareja o tu hija estuvieran considerando la decisión de morir ¿Te gustaría saberlo? Morir no es ninguna broma, porque es para siempre. Una vez que ocurre, la muerte sólo es dolorosa para los que se quedan, lo muertos no sienten nostalgia, pero los vivos sí, más aún si saben o sospechan que han sido excluidos de un proceso del que quizás hubieran deseado formar parte.
Su entorno, marido, amiga, dos hijas, un yerno, un nieto adolescente e incluso el novio de la hija menor, en principio respeta su voluntad. Prefiere morir a vivir una vida dependiente y desea hacerlo ya, antes de que la debilidad muscular le impida físicamente disponer de su vida. Si espera, y ella no pudiera tomarse sola las pastillas, su marido, médico jubilado, podría ir a la cárcel por ayudarla.
Pero según avanza el fin de semana, el plan de Esther se complica, porque una cosa es hablar de la muerte, aceptarla ideológica o filosóficamente, y otra bien distinta afrontarla como un hecho que, de verdad, va a suceder.
El conflicto entre la vida, deseosa de sí misma, y la libertad
¿Por qué morir? ¿Por qué ahora? ¿Por qué no demorarla, permitirse vivir, unos días o unos meses más? Cada persona que se plantea de una forma seria su muerte voluntaria encontrará sus respuestas, según su biografía y sus circunstancias. Pero existe un denominador común: porque la vida que queda es insoportable.
Para vivir un día más no hay que decidir nada, pero para morir mañana hay que agarrar el destino por los cuernos y someterlo definitivamente. Pero para llegar ahí hay que transitar un camino nada sencillo. Para empezar hay que resolver el conflicto entre la vida biológica y la libertad, entre la naturaleza de todo ser vivo, que busca su propia supervivencia, y la vida humana, que necesita un por qué y para qué vivir. No somos bichos, vivir es mucho más que respirar, la vida humana se dota de un proyecto vital y de un sentido, con unos valores y unas creencias que cada persona va configurando a lo largo de su biografía, en libertad. Sin libertad, sin capacidad para dar permiso, la vida es, pero no humana.
La muerte voluntaria no se improvisa. Cuando una persona decide morir ya ha encontrado respuesta a la pregunta fundamental: por qué morir. Ha realizado su proceso personal de afrontamiento de la muerte y de desapego de este mundo, resolviendo el conflicto inicial en favor de su libertad: “mi vida es mía y yo decido hasta cuándo he de vivirla”.
Convivir y conmorir
Nos guste o no, somos seres sociales, nuestros actos siempre afectan a los demás. Cuando se está dando vueltas a la idea de morir cada persona se pregunta también con quién compartir su decisión. Los actos responsables son aquellos de los que damos razones y de cuyas consecuencias respondemos, en este caso procurando amortiguar el daño que la muerte pueda causar en el entorno cercano.
A veces, algunas personas que planean su muerte, pretenden dejar al margen a sus amigos, hijos e incluso a su pareja. El tabú de la muerte, el imaginario social que identifica el suicidio con personas han perdido la chaveta y la criminalización de la ayuda a morir, ejercen una presión social que determina esa tentación de ocultar la voluntad de morir. Pero la muerte en soledad no es la mejor muerte posible, ese no es el camino, hay que plantarse y resolver este otro conflicto creado por el tabú, los prejuicios y los límites de la legalidad y ofrecer a las personas que uno quiere la oportunidad de despedirse.
Si tu amiga, tu pareja o tu hija estuvieran considerando la decisión de morir ¿Te gustaría saberlo? Morir no es ninguna broma, porque es para siempre. Una vez que ocurre, la muerte sólo es dolorosa para los que se quedan, lo muertos no sienten nostalgia, pero los vivos sí, más aún si saben o sospechan que han sido excluidos de un proceso del que quizás hubieran deseado formar parte.
Respeto: el corazón tiene razones que la razón desconoce.
En la película, unos meses antes la madre había compartido su voluntad de morir con sus seres queridos, que habían expresado su respeto. Ideológicamente, analizando los hechos, el razonamiento estaba claro: padecía una enfermedad incurable que progresivamente la iría dejando paralizada, provocando un enorme sufrimiento del que deseaba liberarse, adelantando su muerte.
Sin embargo, emocionalmente sus hijas no habían afrontado la pérdida de su madre, no se habían hecho cargo del significado de despedirse (expetere, darle permiso para que se marche, para siempre). Por eso, a la hora de la verdad, su decisión les resulta perturbadora.
Las hijas han de resolver su propio conflicto, entre el respeto a la voluntad del otro y sus sentimientos, que no entienden de certezas. No quieren que sufra, pero tampoco quieren que muera y ambas cosas son un imposible, esa es la tragedia. “Todavía no, no estoy preparada, te necesito…”, dice su hija menor, “no es una decisión suya”, dice la otra.
El amor de las hijas protagoniza en ese momento la película, sus sentimientos les enfrentan a una pérdida que no desean, aparece la tentación natural de aplazar decisiones que nos provocan tristeza. Su egoísmo les lleva a pensar que la fiesta puede continuar, aunque traicionen a Esther, hasta que se enfrentan a la realidad: su madre también tiene miedo, pero para ella ya no se trata de elegir entre la vida y la muerte, sino entre morir de una manera o morir de otra.
Es entonces cuando, esta vez sí, se afronta la muerte, el tabú desaparece y el egoísmo se transforma en generosidad. ¡Ya lo han comprendido! ¡Ya se han hecho cargo! Lo que más desea su madre en el mundo es morir, morir en paz, en su casa, junto a su compañero del alma, después de despedirse durante ese fin de semana de las personas que ama.
Un acto de amor
Sin hacer ningún alegato en favor de la eutanasia, la película muestra cómo respetar la voluntad de morir de un ser querido, de tu madre, tu abuela, tu esposa o tu amiga, y acompañarla en su proceso, se transforma en un bello acto de amor. A estas alturas de la película, plantear que con unos buenos cuidados paliativos, los mejores que se puedan imaginar, Esther podría llevar una existencia satisfactoria es sencillamente una estupidez. Basta un pelín de empatía para convencerse de que no hay nada en el mundo que pueda modificar su determinación.
Paradójicamente, la muerte voluntaria es una forma de vencer a la muerte. Esta vez la Parca no sorprende al moribundo, no aparece con su halo negro de sufrimiento y dramatismo que la caracteriza. Esther se acuesta junto a su marido y se duerme, esperando a la buena muerte, que poco a poco ha de liberarla de un cuerpo y una vida que se ha convertido en un infierno.
Cuando los que están alrededor de una persona que desea morir comprenden que eso es lo mejor que le puede pasar, cuando se ponen en su lugar y respetan su decisión, la muerte voluntaria puede ser una experiencia gratificante y significativa, un legado que nos ofrece nuestro ser querido.
Finalmente, como en la vida real, todo sale bien. Pero no por ello, el espectador deja de pensar que, en el siglo XXI, tener que actuar en la clandestinidad es inadmisible. Con una ley de eutanasia esa familia podría haberse despedido sin la presión de tener que esconder lo que está ocurriendo, sin la premura de hacerlo antes de perder la capacidad para mover las manos, sin la necesidad de proteger a su marido, ni de ocultar dónde consiguió una medicación que quizás no era la mejor. Una ley le asegure a Esther y a otras tantas miles de personas que viven su tragedia que podrá morir cuando ella desee, quizás un poco después de ese día, en su cama, con todas las garantías de una sociedad civilizada.
(Artículo publicado en la revista de la AFDMD, nº 70, diciembre 2015)
En la película, unos meses antes la madre había compartido su voluntad de morir con sus seres queridos, que habían expresado su respeto. Ideológicamente, analizando los hechos, el razonamiento estaba claro: padecía una enfermedad incurable que progresivamente la iría dejando paralizada, provocando un enorme sufrimiento del que deseaba liberarse, adelantando su muerte.
Sin embargo, emocionalmente sus hijas no habían afrontado la pérdida de su madre, no se habían hecho cargo del significado de despedirse (expetere, darle permiso para que se marche, para siempre). Por eso, a la hora de la verdad, su decisión les resulta perturbadora.
Las hijas han de resolver su propio conflicto, entre el respeto a la voluntad del otro y sus sentimientos, que no entienden de certezas. No quieren que sufra, pero tampoco quieren que muera y ambas cosas son un imposible, esa es la tragedia. “Todavía no, no estoy preparada, te necesito…”, dice su hija menor, “no es una decisión suya”, dice la otra.
El amor de las hijas protagoniza en ese momento la película, sus sentimientos les enfrentan a una pérdida que no desean, aparece la tentación natural de aplazar decisiones que nos provocan tristeza. Su egoísmo les lleva a pensar que la fiesta puede continuar, aunque traicionen a Esther, hasta que se enfrentan a la realidad: su madre también tiene miedo, pero para ella ya no se trata de elegir entre la vida y la muerte, sino entre morir de una manera o morir de otra.
Es entonces cuando, esta vez sí, se afronta la muerte, el tabú desaparece y el egoísmo se transforma en generosidad. ¡Ya lo han comprendido! ¡Ya se han hecho cargo! Lo que más desea su madre en el mundo es morir, morir en paz, en su casa, junto a su compañero del alma, después de despedirse durante ese fin de semana de las personas que ama.
Un acto de amor
Sin hacer ningún alegato en favor de la eutanasia, la película muestra cómo respetar la voluntad de morir de un ser querido, de tu madre, tu abuela, tu esposa o tu amiga, y acompañarla en su proceso, se transforma en un bello acto de amor. A estas alturas de la película, plantear que con unos buenos cuidados paliativos, los mejores que se puedan imaginar, Esther podría llevar una existencia satisfactoria es sencillamente una estupidez. Basta un pelín de empatía para convencerse de que no hay nada en el mundo que pueda modificar su determinación.
Paradójicamente, la muerte voluntaria es una forma de vencer a la muerte. Esta vez la Parca no sorprende al moribundo, no aparece con su halo negro de sufrimiento y dramatismo que la caracteriza. Esther se acuesta junto a su marido y se duerme, esperando a la buena muerte, que poco a poco ha de liberarla de un cuerpo y una vida que se ha convertido en un infierno.
Cuando los que están alrededor de una persona que desea morir comprenden que eso es lo mejor que le puede pasar, cuando se ponen en su lugar y respetan su decisión, la muerte voluntaria puede ser una experiencia gratificante y significativa, un legado que nos ofrece nuestro ser querido.
Finalmente, como en la vida real, todo sale bien. Pero no por ello, el espectador deja de pensar que, en el siglo XXI, tener que actuar en la clandestinidad es inadmisible. Con una ley de eutanasia esa familia podría haberse despedido sin la presión de tener que esconder lo que está ocurriendo, sin la premura de hacerlo antes de perder la capacidad para mover las manos, sin la necesidad de proteger a su marido, ni de ocultar dónde consiguió una medicación que quizás no era la mejor. Una ley le asegure a Esther y a otras tantas miles de personas que viven su tragedia que podrá morir cuando ella desee, quizás un poco después de ese día, en su cama, con todas las garantías de una sociedad civilizada.
(Artículo publicado en la revista de la AFDMD, nº 70, diciembre 2015)