El problema de la medicina con el cuidado de los enfermos y los ancianos no es que haya tenido una visión incorrecta de lo que hace que la vida tenga sentido, sino que prácticamente no ha tenido ninguna visión. La visión de la medicina es estrecha. Los profesionales se concentran en el restablecimiento de la salud, no en el sustento del alma. Sin embargo -y ahí está la dolorosa paradoja-, hemos aceptado que son los médicos quienes deben decidir cómo tenemos que vivir los días de nuestro ocaso. Es un experimento de ingeniería social, tratar los padecimientos de la enfermedad, el envejecimiento y la mortalidad como cuestiones médicas, poniendo nuestro destino en manos de personas que valoramos más por su destreza técnica que por su comprensión de las necesidades humanas (pág. 128).
Un superviviente de cáncer expresa: la mediana no es el mensaje. ¿Qué tiene de malo buscar esa larga cola de probabilidad, por delgada que sea? Nada, siempre no eso no nos impida prepararnos para el resultado más probable. El problema es que hemos construido nuestro sistema y nuestra cultura de la medicina alrededor de esa larga cola. Hemos creado un edificio de muchos billones de dólares para repartir el equivalente en medicina de los décimos de lotería, y tan sólo disponemos de los rudimentos de un sistema que nos permita preparar a los pacientes para la certeza casi total de que esos décimos no saldrán premiados. La esperanza no es un plan, pero la esperanza es nuestro plan (168).
Uno de los errores básicos es conceptual. Para la mayoría de los médicos el objetivo principal de una conversación sobre una enfermedad terminal es determinar lo que quieren los pacientes -si quieren someterse a quimioterapia o no, si quieren que les resuciten o no, si desean cuidados paliativos o no-. Nos centramos en exponer los hechos y las opciones. Pero eso es un error. Gran parte de la tarea consiste en ayudar a los pacientes a lidiar con la angustia que les desborda: angustia ante la muerte, ante el sufrimiento, angustia por sus seres queridos, angustia por su economía. Hay muchas preocupaciones y verdaderos terrores. Es imposible abordarlos todos en una única conversación. Llegar a aceptar que uno es mortal, y comprender claramente los límites y las posibilidades de la medicina es un proceso, no una revelación.
No existe una única manera de guiar a lo largo de ese proceso a un paciente con una única enfermedad terminal, pero si hay algunas normas. Te sientas con el paciente. Le dejar que se tome su tiempo. No estás ahí para averiguar si prefiere el tratamiento X frente al Y. Estás intentando averiguar lo que es más importante para él dadas las circunstancias -para después poder darle información y consejos sobre cuál es el enfoque que le ofrece las máximas posibilidades de lograrlo. Ese proceso requiere no sólo hablar sino también escuchar. Si estás hablando más de la mitad del tiempo, estás hablando demasiado. Las palabras son importantes. Nunca hay que decir: "lamento que las cosas hayan acabado así", suena como que estás guardando la distancia. Lo que tienes que decir es: "Me gustaría que las cosas fueran diferentes". Nunca preguntes: "¿Qué querrá usted cuando se esté muriendo?". Pregúntale: "Si le quedara poco tiempo, ¿qué sería lo más importante para usted?". Otras preguntas son: ¿Cuál supone que es su pronóstico? ¿Qué le preocupa acerca del futuro inmediato? ¿Qué está dispuesto a sacrificar? ¿Cómo quiere pasar su tiempo si empeora? ¿Quién tomará las decisione si el paciente no puede? (178)
Asumir la finitud del tiempo de que disponemos puede ser un regalo. La conciencia de fragilidad puede modificar los ámbitos de interés y los deseos, dedicar más tiempo a la familia, hacer testamento, organizar sus asuntos para cuando ya no esté... (203)
Una de las ventajas del antiguo sistema era que simplificaba ese tipo de decisiones. Uno se sometía al tratamiento más agresivo que hubiera. En realidad, no era una decisión, sino la opción por defecto. Eso de reflexionar sobre nuestras opciones -que decidamos cuáles son nuestras prioridades y que trabajemos con un médico para que el tratamiento se ajuste a ellas- resultaba agotador y complicado, sobre todo si uno no contaba con un experto que estuviera dispuesto a ayudarle a despejar las incógnitas y las ambigüedades. La presión está siempre en la misma dirección, a favor de hacer más, porque el único error que aparentemente temen cometer los clínicos es hacer demasiado poco. La mayoría de los médicos no tienen en cuenta que es posible cometer errores igual de horribles en otra dirección, que hacer demasiado podría resultar no menos devastador para la vida de una persona (213).
Nuestra meta por excelencia no es una buena muerte, sino una buena vida hasta el final.
Indudablemente, a veces el sufrimiento al final de la vida es inevitable e insoportable, y puede que resulte necesario ayudar a la gente a poner fin a su suplicio. Si me dieran la oportunidad, yo apoyaría una ley que proporcionara a la gente la receta de un fármaco letal. Aproximadamente la mitad de los que la consiguen ni siquiera la utilizan. Simplemente les tranquiliza saber que tienen esa facultad si la necesitan. Pero estaríamos causando un daño a toda la sociedad si permitiéramos que el hecho de facilitar esa solución nos distrajera de la tarea de mejorar la existencia de los enfermos. La residencia asistida es mucho más dura que la muerte asistida, pero sus posibilidades también son mucho mayores (235).
Sin comentarios (no hacen ninguna falta), excepto este comentario sobre la eutanasia, con la que está de acuerdo, pero cayendo en la falacia de pensar los paliativos como una alternativa, en lugar de como opciones complementarias. La mejor garantía para afrontar la muerte, mejorar los cuidados al final de la vida y el desarrollo de los paliativos es la regulación legal de la eutanasia.