Un periódico australiano publica la siguiente historia.
"Emma, si alguna vez me vuelvo loca, recuérdalo: quiero que me disparen", me dijo mi abuela muchas veces. Cuando Hitler invadió Polonia, ella tenía 13 años. Huyó con su madre a Rusia, luego a Irán, la India y Zambia, donde trajo al mundo a sus tres hijos. Se trasladó a Australia, donde compró una bonita villa de ladrillos en la que deseaba morir. NO tuvo esa opción, porque dese hace 5 años padece demencia.
Ahora tiene casi 93 años, los últimos ha vivido 4 en una residencia. Se olvidó de la existencia de su pequeña casa, impecable y tranquila, con su jardín primorosamente cuidado. Por suerte, también olvidó su rabia y dolor al verse obligada a abandonarla. La residencia no está mal, está limpia y el personal es agradable. Hace un año, mi abuela fue trasladada a la zona de personas con demencia, que está cerrada, desarrollando la (entendible) conducta de intentar escapar. Ella no es la única. Cuando pones el código para salir de la sala, los veteranos se lanzan a caminar con la esperanza de llegar hasta ti, oliendo su oportunidad, como una manada de zombis de movimiento lento. Es una mierda cerrarles la puerta.
"Emma, si alguna vez me vuelvo loca, recuérdalo: quiero que me disparen", me dijo mi abuela muchas veces. Cuando Hitler invadió Polonia, ella tenía 13 años. Huyó con su madre a Rusia, luego a Irán, la India y Zambia, donde trajo al mundo a sus tres hijos. Se trasladó a Australia, donde compró una bonita villa de ladrillos en la que deseaba morir. NO tuvo esa opción, porque dese hace 5 años padece demencia.
Ahora tiene casi 93 años, los últimos ha vivido 4 en una residencia. Se olvidó de la existencia de su pequeña casa, impecable y tranquila, con su jardín primorosamente cuidado. Por suerte, también olvidó su rabia y dolor al verse obligada a abandonarla. La residencia no está mal, está limpia y el personal es agradable. Hace un año, mi abuela fue trasladada a la zona de personas con demencia, que está cerrada, desarrollando la (entendible) conducta de intentar escapar. Ella no es la única. Cuando pones el código para salir de la sala, los veteranos se lanzan a caminar con la esperanza de llegar hasta ti, oliendo su oportunidad, como una manada de zombis de movimiento lento. Es una mierda cerrarles la puerta.
La sala tiene un olor de hospital y un aire general de tranquila desesperación. Hicimos un esfuerzo para que la habitación de la abuela pareciera como en casa, llevando algunos de sus viejos muebles, ropa, joyas, fotos enmarcadas, etc., pero las cosas desaparecen, se ensucian y se rompen. En el mejor de los casos, el efecto general es sombrío.
La abuela no sabe dónde está. No puede hablar y es discutible que nos reconozca. A menudo siente dolor y, como una mascota con una dolencia, no puede hacer más que tocar el lugar que duele. Pero, a diferencia de un perro, no podemos liberar a la abuela de su miseria. Todo lo que le queda es la rutina.
Hace menos de un año, ingresó unos días en el hospital por una neumonía. Mi madre y mi tío dieron instrucciones de que si empeoraba no volvieran a trasladarla al hospital, que procuraran que estuviera cómoda, mientras la naturaleza sigue su curso. Sin embargo, fue trasladada de nuevo. La abuela entró en pánico y se volvió agresiva, arrancándose la máscara de oxígeno, golpeando al personal y negándose a tomar medicamentos. Tenían que sedarla, le pusieron antibióticos por vía intravenosa, una máscara de oxígeno, analgésicos y medicamentos para reducir su temperatura. Cuando se lo comunicaron a mi madre, habían estabilizado a la abuela.
Cuando la visité, ya en la residencia, la situación era desastrosa. Estaba acurrucada en la cama a las 10.30 de la mañana, con una fina manta sobre sus delgados hombros. Había una colchoneta en el suelo, junto a la cama, por si se caía. Su almohada y sábanas estaban manchadas de mocos. Enferma y asustada, se había negado a levantarse para que la cambiaran. La acurruqué y la engatusé durante media hora, pero finalmente me empujó y gritó. Ella no tenía palabras, pero el mensaje era claro: alejaros todos de mí.
Algunas personas padecen una demencia con una calidad de vida aceptable. Mi abuela no es una de ellas. Es hora de que se vaya. No critico a los profesionales que hacen trabajos brillantes en situaciones desafiantes, pero me molesta oír que en lo normal es "salvar la vida a toda costa", que lo normal es que las familias arrojen a sus enfermos con demencia al infierno porque no están listos para decir adiós. Debería ser una obviedad tener archivados los deseos al final de la vida. Es una responsabilidad de cada familia hablar sobre el cuidado al final de la vida y asegurarse de que todos estén en sintonía, que los valores sean expresados y respetados. La muerte es parte de la vida. Es crucial para nuestra sociedad seguir hablando de eso.
La abuela no sabe dónde está. No puede hablar y es discutible que nos reconozca. A menudo siente dolor y, como una mascota con una dolencia, no puede hacer más que tocar el lugar que duele. Pero, a diferencia de un perro, no podemos liberar a la abuela de su miseria. Todo lo que le queda es la rutina.
Hace menos de un año, ingresó unos días en el hospital por una neumonía. Mi madre y mi tío dieron instrucciones de que si empeoraba no volvieran a trasladarla al hospital, que procuraran que estuviera cómoda, mientras la naturaleza sigue su curso. Sin embargo, fue trasladada de nuevo. La abuela entró en pánico y se volvió agresiva, arrancándose la máscara de oxígeno, golpeando al personal y negándose a tomar medicamentos. Tenían que sedarla, le pusieron antibióticos por vía intravenosa, una máscara de oxígeno, analgésicos y medicamentos para reducir su temperatura. Cuando se lo comunicaron a mi madre, habían estabilizado a la abuela.
Cuando la visité, ya en la residencia, la situación era desastrosa. Estaba acurrucada en la cama a las 10.30 de la mañana, con una fina manta sobre sus delgados hombros. Había una colchoneta en el suelo, junto a la cama, por si se caía. Su almohada y sábanas estaban manchadas de mocos. Enferma y asustada, se había negado a levantarse para que la cambiaran. La acurruqué y la engatusé durante media hora, pero finalmente me empujó y gritó. Ella no tenía palabras, pero el mensaje era claro: alejaros todos de mí.
Algunas personas padecen una demencia con una calidad de vida aceptable. Mi abuela no es una de ellas. Es hora de que se vaya. No critico a los profesionales que hacen trabajos brillantes en situaciones desafiantes, pero me molesta oír que en lo normal es "salvar la vida a toda costa", que lo normal es que las familias arrojen a sus enfermos con demencia al infierno porque no están listos para decir adiós. Debería ser una obviedad tener archivados los deseos al final de la vida. Es una responsabilidad de cada familia hablar sobre el cuidado al final de la vida y asegurarse de que todos estén en sintonía, que los valores sean expresados y respetados. La muerte es parte de la vida. Es crucial para nuestra sociedad seguir hablando de eso.