Morir voluntariamente, permitir la muerte tras rechazar un tratamiento del que depende la vida (desde un respirador a cualquier medida de soporte vital como la hidratación intravenosa o por sonda), es una decisión que resuelve el conflicto entre dos valores constitucionales: el derecho a la libertad de elección y el derecho a la vida.
Está claro que el derecho a la vida y a la integridad física y moral (art. 15), es un derecho esencial y troncal, el supuesto ontológico sin el cual los restantes derechos no tendrían existencia posible. Pero la dignidad personal y el libre desarrollo de la personalidad (Artículo 10.2) es la base de todos los derechos fundamentales, incluida la vida. La doctrina penal considera que solo la vida libremente deseada es un bien jurídicamente protegido y la jurisprudencia ha dejado claro que, ante la decisión de rechazar un tratamiento, aunque con ello se adelante la muerte, el mal que se trata de evitar (la muerte) no es superior al que se lesiona (la libertad de conciencia).
Por eso la Ley 41/2002 de autonomía del paciente impide realizar cualquier intervención sin consentimiento, aunque peligre la vida, reconociendo el derecho a elegir entre las opciones disponibles, como la sedación paliativa en caso de sufrimiento irreversible. La Constitución no jerarquiza los principios y derechos, y el estado no puede imponer a los ciudadanos la obligación de vivir contra su voluntad y contra sus propias convicciones en todas las circunstancias. Existen valores al menos igual de importantes que la vida y será el propio paciente, en el ejercicio libre de sus derechos, el que determinará la importancia de estos. El deber del Estado de velar por la vida y la salud de las personas finaliza, tratándose de adultos autónomos, con la renuncia expresa de la persona a recibir protección y tratamiento médico.
Está claro que el derecho a la vida y a la integridad física y moral (art. 15), es un derecho esencial y troncal, el supuesto ontológico sin el cual los restantes derechos no tendrían existencia posible. Pero la dignidad personal y el libre desarrollo de la personalidad (Artículo 10.2) es la base de todos los derechos fundamentales, incluida la vida. La doctrina penal considera que solo la vida libremente deseada es un bien jurídicamente protegido y la jurisprudencia ha dejado claro que, ante la decisión de rechazar un tratamiento, aunque con ello se adelante la muerte, el mal que se trata de evitar (la muerte) no es superior al que se lesiona (la libertad de conciencia).
Por eso la Ley 41/2002 de autonomía del paciente impide realizar cualquier intervención sin consentimiento, aunque peligre la vida, reconociendo el derecho a elegir entre las opciones disponibles, como la sedación paliativa en caso de sufrimiento irreversible. La Constitución no jerarquiza los principios y derechos, y el estado no puede imponer a los ciudadanos la obligación de vivir contra su voluntad y contra sus propias convicciones en todas las circunstancias. Existen valores al menos igual de importantes que la vida y será el propio paciente, en el ejercicio libre de sus derechos, el que determinará la importancia de estos. El deber del Estado de velar por la vida y la salud de las personas finaliza, tratándose de adultos autónomos, con la renuncia expresa de la persona a recibir protección y tratamiento médico.