Poco se sabe sobre la actividad de las neuronas y los sentimientos sometidos al estrés de la información del diagnóstico precoz que podrían ser los que inducen las reacciones de frustración, apatía, aislamiento, irritabilidad, ansiedad y depresión. Y todavía menos de la etnografía cotidiana de los diagnosticados, que pasan a ser sujetos pacientes de un sistema de restricciones sanitarias y familiares.
Según sus palabras, es una reflexión, incómoda, sobre los valores intrínsecos de dos sistemas de poder y autoridad, el sanitario y el familiar, que proceden de tradiciones no cuestionadas, basadas en los avances tecnocientíficos y la veneración sagrada a los vínculos familiares. Ambos, y en conjunción, operan como rigurosas sucursales del orden y el bienestar entrometiéndose en la intimidad del diagnosticado, actuando ajenos a su voluntad personal y reduciendo las oportunidades para que use sus propios recursos.
Lo más preocupante es que casi nunca se pone en evidencia la labor negativa que se ejerce sobre el receptor pues el individuo caritativo obtiene el reconocimiento de realizar un acto considerado moral pero al mismo tiempo hace como si el otro sólo tuviera necesidad de recibir pero no de dar, una actitud de sentido único que promueve la desproporción o el dar sin medida, lo cual coloca a los beneficiarios en desventaja y sumisión.
Y ahí está el núcleo del asedio compasivo: más se da y más desproporcionado es el cuidado, mayor es el poder de decisión que menoscaba al receptor sumido en la dependencia y el agradecimiento. Es importante reconocer que en el dar y en el cuidar, aunque se piense en el bien del otro, resulta un bien para uno mismo que generalmente pasa desapercibido para quien cuida y para el medio, pero que no por ello es menos real ni menos invasivo.
Y no sólo eso, sino que se establecen relaciones de dependencia que tienden a generar en el receptor sentimientos de deuda, aunque sean automatismos convencionales, pero que sin duda retroalimentan la continuidad y la profusión del cuidar.
F. Nietzsche (1990) nos advierte, en la consideración de la voluntad de poder del ser humano, que ésta convertía los actos más bellos y hermosos en actos interesados: "torpe ardid consistente en formarse una idea corregida de la persona a la que se trata de ayudar; pensando que ésta merece ayuda, que anhela precisamente su ayuda y que se mostrará profundamente agradecida, adicta y sumisa a ellos por toda su ayuda [...] con esta fantasía disponen de los necesitados como propiedad suya [...]. los encontramos celosos cuando nos cruzamos con ellos o nos adelantamos a ellos”.
Olvidar estas lecciones básicas en la ética del cuidar sólo nos lleva a pensar en la banalidad del mal entendido como provocar el daño sin que haya voluntad de hacerlo. En la descripción de este concepto, H. Arendt (2011) señala que cuando habla de la banalidad del mal se limita a señalar un fenómeno caracterizado por la irreflexión y la normalidad. Un mal que no busca hacerse y que es resultado de la inadvertencia, que no estupidez. Y por ello de una predisposición a actuar mediante automatismos y con un esmero exagerado en un marco de instituciones jurídicas y morales cuyo acatamiento casi impide saber que se realizan actos de maldad.
Sin duda, es una aplicación conceptual poco grata asociar la banalidad del mal con conductas regladas o basadas en la afectividad, pero hay un doble filo en el cuidar que, si no se revisa, puede conducir al asedio compasivo. No porque haya mala intención ni sadismo, sino por pura y simple normalidad e irreflexión.