Un artículo publicado en EEUU en 2015 titulado "el lenguaje secreto de los médicos sobre el suicidio asistido" cuenta cómo, donde la eutanasia es ilegal, cuando los pacientes piden ayuda a los médicos para acelerar su muerte, éstos sólo suelen ofrecer eufemismos, vagas insinuaciones, pistas sobre cómo hacerlo, que ellos deben interpretar.
El suicidio asistido ocurre en todo el mundo. Según una encuesta de 1998, poco más del 3% de los médicos de EEUU ha prescrito medicamentos para terminar la vida, y casi el 5% habían suministrado una inyección letal.
¿Cómo? Se producen conversaciones extrañas y veladas entre profesionales y familias abrumadas. Médicos y enfermeras quieren ayudar, pero también evitar las consecuencias legales, por lo que hablan con cuidado, midiendo sus palabras. La familia, en uno de los momentos más confusos y de mayor tensión emocional de su vida, debe interpretarlo como puedan.
El suicidio asistido ocurre en todo el mundo. Según una encuesta de 1998, poco más del 3% de los médicos de EEUU ha prescrito medicamentos para terminar la vida, y casi el 5% habían suministrado una inyección letal.
¿Cómo? Se producen conversaciones extrañas y veladas entre profesionales y familias abrumadas. Médicos y enfermeras quieren ayudar, pero también evitar las consecuencias legales, por lo que hablan con cuidado, midiendo sus palabras. La familia, en uno de los momentos más confusos y de mayor tensión emocional de su vida, debe interpretarlo como puedan.
Ese fue el caso de un hombre de 35 años con cáncer de estómago. Durante once meses, ninguna enfermera, ningún médico, le dijo “te estás muriendo”. Hasta que finalmente, un doctor lo hizo, y él comenzó a planear el final de su vida. El día que fue dado de alta del hospital, un médico le abrazó, le entregó una botella de morfina líquida y le dijo: “puede necesitarlo”. El enfermo se la devolvió porque los de paliativos iban a llevar a casa una máquina que administraría el medicamento para el dolor automáticamente. El médico miró a su mujer, sostuvo su mirada por un segundo, se lo puso de nuevo en la mano y le dijo: “puede que lo necesites”. Ella lo metió en su bolso.
Cuando llegó a casa, su mujer le dijo: “creo que esto es una sobredosis de morfina”. Y él dijo, “tal vez”. Y ya no hablaron más del tema. En dos días, se deterioró rápidamente. La enfermera de paliativos dijo: “está mostrando señales de inminencia”. Su mujer pensaba en la morfina, pero no podía preguntar a nadie. Si lo hubiera hecho, le podrían haber explicado que es legal tomar grandes dosis de narcóticos para aliviar el dolor, incluso si con ellos se acelera la muerte, que eso no es un suicidio asistido. Para los bioéticos "la diferencia tiene que ver con la intención", “algo difícil de medir, porque tiene que ver con lo que está sucediendo en la mente”. Al final, no hizo nada con el frasco extra de morfina, y murió a los pocos días de regresar a casa. Su mujer cuenta que “él nunca me dijo: quiero que me des una sobredosis de morfina”. "En realidad, no sé si quería eso o no, pero ese no es el punto. El punto era que nadie podía hablar de ello”.
En San Francisco, durante la época más dura del SIDA, muchos enfermos pidieron drogas letales para poner fin a su sufrimiento. ONGs como DMD, descubrieron qué médicos estaban dispuestos a ayudar. Los cuidadores se entrenaron sobre cómo hablar con los doctores sobre el tema de una forma deliberadamente ambigua, lo menos comprometedora posible.
Una de las activistas relata cómo vivió, en carne propia, la muerte por cáncer de su marido. Llegó un momento, en el que estaba tan deteriorado que amenazó con dispararse. Una enfermera sugirió sutilmente que había una manera diferente de morir. “Aquí le dejamos los fármacos que le puede dar", le dijeron. “Recuerdo estar ahí parada con las jeringas en la mano. Sola, de pie, con mis manos temblando". Recuerda pensar: "Vale, ¿qué va con qué?" Estaba sola, lo más sola que se ha sentido jamás. Inyectó las drogas. Luego se tumbó en la cama con él y le habló durante las siguientes seis horas. “Literalmente murió en mis brazos. Lo sostenía cuando dejó de respirar. Y fue muy tranquilo”.
Durante años, tuvo pesadillas con las jeringas, pero hoy confía en que ella hizo lo correcto. La muerte de su marido fue exactamente lo que había pedido. Pero se resiente porque fuera ella la que tuvo que hacerlo, sin ayuda, sin el soporte de un profesional médico. "No me arrepiento, pero no se lo desearía a nadie. No es justo. No está bien".
Lamentablemente, esto sigue siendo una práctica habitual: los eufemismos, la ambigüedad, la dificultad para explicitar claramente el objetivo: morir en paz, morir dormido, atendiendo a la demanda de sedación de un paciente terminal cuando él decida, por un sufrimiento refractario, sin que el proceso se alargue innecesariamente. Todavía, en demasiadas ocasiones, en lugar de colocar un infusor subcutáneo con suficiente medicación para que el paciente permanezca profundamente dormido (normalmente durante 24 o, como mucho, 48 horas), los equipos de paliativos dejan en el domicilio un montón de jeringas con unas instrucciones vagas sobre el dolor y la ansiedad, sin más explicación, sin dejar claro que las jeringas no son letales. Exactamente lo mismo que cuenta el último testimonio del artículo. "No es justo. No está bien".
Cuando llegó a casa, su mujer le dijo: “creo que esto es una sobredosis de morfina”. Y él dijo, “tal vez”. Y ya no hablaron más del tema. En dos días, se deterioró rápidamente. La enfermera de paliativos dijo: “está mostrando señales de inminencia”. Su mujer pensaba en la morfina, pero no podía preguntar a nadie. Si lo hubiera hecho, le podrían haber explicado que es legal tomar grandes dosis de narcóticos para aliviar el dolor, incluso si con ellos se acelera la muerte, que eso no es un suicidio asistido. Para los bioéticos "la diferencia tiene que ver con la intención", “algo difícil de medir, porque tiene que ver con lo que está sucediendo en la mente”. Al final, no hizo nada con el frasco extra de morfina, y murió a los pocos días de regresar a casa. Su mujer cuenta que “él nunca me dijo: quiero que me des una sobredosis de morfina”. "En realidad, no sé si quería eso o no, pero ese no es el punto. El punto era que nadie podía hablar de ello”.
En San Francisco, durante la época más dura del SIDA, muchos enfermos pidieron drogas letales para poner fin a su sufrimiento. ONGs como DMD, descubrieron qué médicos estaban dispuestos a ayudar. Los cuidadores se entrenaron sobre cómo hablar con los doctores sobre el tema de una forma deliberadamente ambigua, lo menos comprometedora posible.
Una de las activistas relata cómo vivió, en carne propia, la muerte por cáncer de su marido. Llegó un momento, en el que estaba tan deteriorado que amenazó con dispararse. Una enfermera sugirió sutilmente que había una manera diferente de morir. “Aquí le dejamos los fármacos que le puede dar", le dijeron. “Recuerdo estar ahí parada con las jeringas en la mano. Sola, de pie, con mis manos temblando". Recuerda pensar: "Vale, ¿qué va con qué?" Estaba sola, lo más sola que se ha sentido jamás. Inyectó las drogas. Luego se tumbó en la cama con él y le habló durante las siguientes seis horas. “Literalmente murió en mis brazos. Lo sostenía cuando dejó de respirar. Y fue muy tranquilo”.
Durante años, tuvo pesadillas con las jeringas, pero hoy confía en que ella hizo lo correcto. La muerte de su marido fue exactamente lo que había pedido. Pero se resiente porque fuera ella la que tuvo que hacerlo, sin ayuda, sin el soporte de un profesional médico. "No me arrepiento, pero no se lo desearía a nadie. No es justo. No está bien".
Lamentablemente, esto sigue siendo una práctica habitual: los eufemismos, la ambigüedad, la dificultad para explicitar claramente el objetivo: morir en paz, morir dormido, atendiendo a la demanda de sedación de un paciente terminal cuando él decida, por un sufrimiento refractario, sin que el proceso se alargue innecesariamente. Todavía, en demasiadas ocasiones, en lugar de colocar un infusor subcutáneo con suficiente medicación para que el paciente permanezca profundamente dormido (normalmente durante 24 o, como mucho, 48 horas), los equipos de paliativos dejan en el domicilio un montón de jeringas con unas instrucciones vagas sobre el dolor y la ansiedad, sin más explicación, sin dejar claro que las jeringas no son letales. Exactamente lo mismo que cuenta el último testimonio del artículo. "No es justo. No está bien".