Nos comportamos como si nunca fuéramos a morir, ignorando que habitualmente, todos los días, hay en España 1.200 fallecimientos. En 2018, fueron 35 mil al mes, más en invierno por la gripe y menos en verano, hasta un total 427.721 personas, con nombre y apellidos, con una biografía propia y, en la mayoría, un entorno que lloró su desaparición.
Una de las sombrías ironías de la pandemia es que el mundo ha mostrado un interés sin precedentes en los datos, y sin embargo nunca ha habido tanta incertidumbre en torno a las estadísticas oficiales. Todavía no sabemos cuántas personas han muerto por (a causa del) Covid o con Covid (por otras causas). Tal y como indica algunos estudios, la mejor manera de medir la mortalidad es examinar el "exceso de muertes" en comparación con el mismo periodo de tiempo en años anteriores. Aún nos faltan datos, pero ya está claro que el Covid-19 ha superado con creces las peores temporadas de gripe.
Crear una cultura de la muerte digna, que procure que cada persona muera como, donde, y cuando ella decida, y que considere que morir bien es un valor social, propio de una sociedad democrática y del estado del bienestar. Una vida digna no puede finalizar con una muerte indigna, dice la ley de muerte digna de Andalucía en 2010. Ahora hace falta que nos lo creamos y lo pongamos en valor.
Si la muerte no fuera tabú, y morir bien fuera un valor social, solo en caso de negligencia se podría vivir como un fracaso profesional. Hace 25 años quedó claro que morir bien es uno de los fines de la medicina del siglo XXI, que ayudar a morir es un objetivo irrenunciable, tan importante como ayudar a vivir. Sin embargo, morir bien todavía no es un indicador de calidad asistencial. El Observatorio de la Muerte Digna no es un asunto sencillo, pero es una tarea inexcusable, en el que algunas CCAA estñan trabajando, para que morir bien sea una realidad.
El Covid-19 ha sido un tsunami en algunos territorios del Estado. Los hospitales, con una enorme demanda asistencial, reaccionaron como pudieron. Al borde del colapso, gracias al enorme esfuerzo del personal sanitario, evitaron el “sálvese quien pueda”, pero también nos mostró lo mucho que nos queda para que morir bien sea un derecho.
Por ejemplo, en plena crisis, el 27 de marzo el titular de un periódico entrecomillaba las siguientes palabras de una enfermera: “No va a haber psiquiatras para todos cuando esto acabe”. “Todos los días llaman de las plantas para trasladar pacientes. Ayer fueron 41. No hay respiradores así que no se les puede mover y eso significa que sabes que esos pacientes se morirán ahogándose", decía un cirujano.
¡Qué barbaridad! Ninguna persona se debería morir ahogada en un centro sanitario.
Si la muerte no fuera tabú, quizá la pandemia del Covid-19 se viviría con menos angustia, con menos pánico. El lenguaje bélico, militares en la calle, en ruedas de prensa, no ayuda. En una guerra se cuentan los caídos, no importa si los soldados murieron bien o mal; pero esto no es una guerra, es una enfermedad, en la que no hacen falta armas de fuego, ni bombas, sino medidas socio-sanitarias. Y colocar la muerte en su contexto real para mantener la calma.
Sin embargo, hemos pasado de la ocultación de la muerte a su exhibición, a veces pornográfica y fuera de contexto, en televisión, en RRSS… El relato de un joven con neumonía grave siempre es estremecedor, pero el estado de alarma amplifica su impacto y provoca más pánico social. Como pollo sin cabeza, y de mala fe, se produce una “infoxicación” con imágenes de muertos, datos falsos y bulos que distorsiona la realidad. Por ejemplo, sobre el triaje, los criterios de ingreso en UCI, se han dicho y escrito muchos disparates, que se comentarán en otra entrada de este blog.
Por último, aunque la muerte no fuera tabú, y morir bien fuera un valor social, con unos recursos en salud pública bajo mínimos, y falta de materiales de protección, era imposible evitar lo ocurrido. Se improvisaron protocolos de aislamiento por Coronavirus que son inhumanos, que convierten a la persona en un objeto, un caso, un cuerpo -conectado o no- a un respirador, porque no se podía hacer otra cosa. La forma de contagio del Covid (evitable con mascarillas y lavado de manos) y su transmisión comunitaria (ya estaba en la calle: hospitales, residencias, hogares…), no justifican que no se respeten derechos humanos, como el consentimiento informado, las visitas o el acompañamiento. Pero ¿Qué podían hacer los sanitarios? Ellos y ellas también han sido víctimas de la pandemia, como consecuencia de un sistema sanitario y social que les ha arrojado a los pies de los caballos, dejándoles en primera línea sin protección, con una organización caótica que, al igual que la salud pública, ha sido muy debilitada por políticas de austeridad y de mercantilización de la salud. Nadie sabía cómo hacer frente a esta pandemia, pero las costuras del sistema estallaron demasiado pronto.
Los sanitarios tuvieron que improvisar sobre la marcha, con protocolos que se modificaban continuamente. ¿Quién puede hacer frente en estas condiciones a una avalancha de pacientes, muchos de ellos graves, sentados durante días en un sillón, a la espera de una cama, y con un pronóstico muy incierto? Ellos y ellas lo hicieron, desgraciadamente muchos a costa de su propia vida, por lo que se merecen todo nuestro reconocimiento y gratitud. No es fácil imaginar cuánto sufrimiento genera la impotencia de no llegar a todos, ni a tiempo, la sensación de no estar haciendo lo suficiente, cuando ya has sobrepasado tu resistencia física y mental y cada día te vas llorando a casa.
Sería absurdo reprochar a los sanitarios que han estado en primera línea el incumplimiento de derechos humanos o el sufrimiento añadido a todas las personas afectadas por el Covid (enferma y familia), por no permitir el acompañamiento o la despedida. Hicieron lo que pudieron, que fue mucho.
Pero tenemos que revisar lo que se hizo, para procurar que no vuelva a ocurrir. Nadie debería morir solo. Como seres sociales, la presencia de un ser querido en el proceso de morir puede ser muy significativa. Tenemos que conciliar los derechos, la humanidad y la compasión, con las medidas de protección frente al Covid o a cualquier otra pandemia. La situación es muy grave, muy difícil de gestionar, miles de personas han fallecido. Pero con todo, en esta segunda etapa, el aplanamiento de la curva no puede provocar el aplanamiento de los derechos civiles, ahora ya no debemos permitir meter a la dignidad en cuarentena, ni que esto nos deje una pandemia de deshumanización.
Para empezar, no bastan los aplausos, hay que financiar mejor la sanidad (100% pública, universal y de calidad), sobre todo la atención primaria y la salud pública, introduciendo mucha más sensatez en el hospitalocentrismo actual. Como sociedad, debemos aprender a morir.
Ver artículo de Público (24/4/2020):Cómo defender una muerte digna también en esta pandemia. "A veces no se puede evitar que alguien muera, pero sí que se muera mal".
24/4/2020, Cadena Ser, Hora 25: "La dignidad de las personas no debe ponerse en cuarentena."
Nota: A sugerencia de algunos/as compañeros/as, los cuatro últimos párrafos fueon modificados el 30/4/2020. Gracias por sus comentarios.