
El Hotel Lutetia es uno de los palacios más elegantes de París. Utilizado como cuartel durante la ocupación nazi, allí fue donde Georgette se reencontró con su padre al final de la guerra. Una suerte que no tuvieron las familias de otros deportados, fallecidos en los campos de concentración, que volvieron solas y devastadas a casa.
Georgette fue escritora, profesora de latín, y compañera durante más de 60 años de Bernard, economista y filósofo, alto funcionario del gobierno francés. Después de una vida de trabajo en favor de la cultura, la educación, el arte y la igualdad social, en 2013, ambos ancianos de 86 años reservaron el hotal por internet. Llegaron tranquilamente con sus maletas y pidieron el desayuno en su habitación para las 8:30. Pero esa mañana no hubo desayuno. El mozo los encontró a ambos de la mano, tumbados sobre la cama, muertos por asfixia, con una bolsa de plástico en la cabeza.
Junto a la cama la policía encontró dos cartas. Una dirigida al procurador de la República, en la que se lee: "La ley prohíbe el acceso a toda pastilla letal que permita una muerte serena. ¿Qué derecho tienen para impedirle a una persona que ha trabajado toda su vida, que no tiene deudas ni con el fisco ni con nadie, tras toda una vida de trabajo y de voluntariado durante la jubilación, qué derecho tienen a obligarnos a sufrir crueldades cuando sólo añoramos dejar de vivir?"
Georgette fue escritora, profesora de latín, y compañera durante más de 60 años de Bernard, economista y filósofo, alto funcionario del gobierno francés. Después de una vida de trabajo en favor de la cultura, la educación, el arte y la igualdad social, en 2013, ambos ancianos de 86 años reservaron el hotal por internet. Llegaron tranquilamente con sus maletas y pidieron el desayuno en su habitación para las 8:30. Pero esa mañana no hubo desayuno. El mozo los encontró a ambos de la mano, tumbados sobre la cama, muertos por asfixia, con una bolsa de plástico en la cabeza.
Junto a la cama la policía encontró dos cartas. Una dirigida al procurador de la República, en la que se lee: "La ley prohíbe el acceso a toda pastilla letal que permita una muerte serena. ¿Qué derecho tienen para impedirle a una persona que ha trabajado toda su vida, que no tiene deudas ni con el fisco ni con nadie, tras toda una vida de trabajo y de voluntariado durante la jubilación, qué derecho tienen a obligarnos a sufrir crueldades cuando sólo añoramos dejar de vivir?"
En la segunda carta, dirigida a su familia, animan a su hijo a continuar la lucha por la disponibilidad de la propia vida. Según su hijo dewclaró a Le Figaro, su padres lo habían hablado durante décadas, temían mucho más la separación y la dependencia que la muerte. Debe de ser terrible para los que se creen en posesión de la verdad el saber que gente autónoma y cultivada decide libremente poner fin a sus días cuando el sufrimiento se vuelve intolerable.
Como ya se contaba en este blog, en 2007 la escritora M. Zgustova escribía: Nuestra sociedad actual no acepta que alguien ayude a morir a otro, aunque eso signifique cumplir los deseos de éste; menos acepta que uno se quite la vida a sí mismo. Y es que aún hay muchos los que siguen creyendo, influenciados por uno de los dogmas de la Iglesia, que lo que concedió Dios sólo él puede arrebatarlo. Pero el Dios de nuestros días, ayudado por una avanzada tecnología, respaldado por los últimos inventos de la ciencia y armado por la poderosa industria farmacéutica, suele titubear a la hora de quitar la vida que concedió, dejando así a muchos enfermos y ancianos malviviendo, vegetando contra su voluntad y soportando la tortura cotidiana de las dolencias de la decrepitud. Ese Dios, en definitiva, actúa contra la naturaleza y contra el orden universal.
En la misma linea se expresa el médico argentino Hugo Dopaso, también comentado en la entrada Morir en la ancianidad (2014).
Una búsqueda rápida en google nos muestra la terrorífica situación en la que muchas personas se encuentran, llegando a cometer todo tipo de atrocidades por compasión.
Como ya se contaba en este blog, en 2007 la escritora M. Zgustova escribía: Nuestra sociedad actual no acepta que alguien ayude a morir a otro, aunque eso signifique cumplir los deseos de éste; menos acepta que uno se quite la vida a sí mismo. Y es que aún hay muchos los que siguen creyendo, influenciados por uno de los dogmas de la Iglesia, que lo que concedió Dios sólo él puede arrebatarlo. Pero el Dios de nuestros días, ayudado por una avanzada tecnología, respaldado por los últimos inventos de la ciencia y armado por la poderosa industria farmacéutica, suele titubear a la hora de quitar la vida que concedió, dejando así a muchos enfermos y ancianos malviviendo, vegetando contra su voluntad y soportando la tortura cotidiana de las dolencias de la decrepitud. Ese Dios, en definitiva, actúa contra la naturaleza y contra el orden universal.
En la misma linea se expresa el médico argentino Hugo Dopaso, también comentado en la entrada Morir en la ancianidad (2014).
Una búsqueda rápida en google nos muestra la terrorífica situación en la que muchas personas se encuentran, llegando a cometer todo tipo de atrocidades por compasión.