Primero, llegan tarde. Es verdad que la democracia española no es muy deliberativa. Si así fuera, tendríamos un referéndum sobre Monarquía o República, y desde luego sería inimaginable que el Estado apaleara a la gente en una votación popular. Pero cualquier persona puede participar a través de sus representantes, en el Parlamento, cuando cada semana vuelven a sus territorios o de forma telemática. Los diputados/as están ahí y se puede hablar con ellos y ellas. Ha habido dos años y medio para hacerlo. Los que se quejan porque “a mí no me han llamado” pudieron hacer llegar sus propuestas a la Comisión de Justicia a través de cualquier partido político, no en el Senado, cuando el texto ya se había consensuado, y mucho menos cuando ya está en el BOE.
Por otra parte, la hemeroteca demuestra que desde la muerte de Ramón Sampedro en 1998, el debate público sobre la eutanasia no ha cesado en todo el Estado (testimonios) y ha sido abordado una veintena de veces en el Congreso de los Diputados. ¿Acaso saben cuántas personas de diferentes ámbitos ciudadanos y profesionales han participado en la elaboración de la Ley? No, pero “a mí no me han llamado”. Ojalá, como reivindicaba el 15M, existiera una democracia deliberativa, pero es poco creíble que esa demanda sea auténtica cuando se expresa solo a propósito de la Ley de eutanasia.
Estamos aburridos del comodín paliativo, un falso dilema que se utiliza como excusa para no dar una respuesta a la persona que, con un “tocho” de informes sobre la mesa, tras haber consultado con media docena de especialistas y después de haber valorado todas las alternativas, decide morir. La idea del “contexto de sufrimiento no aliviado que requiere medidas para aliviarlo” es otra versión de la varita mágica de los paliativos, del mito de su omnipotencia, que no solo es falso, sino que además rezuma desconfianza en la persona que solicita ayuda para morir y en los profesionales.
En la LORE no es necesario distinguir entre prescripción y administración porque la Ley establece que “el médico mantendrá la debida tarea de observación y apoyo hasta el momento de su fallecimiento”. Obviamente debe existir una prescripción, la medicación tiene una persona destinataria y va a su nombre, pero no como en EEUU, donde la muerte asistida -que consiste únicamente en extender una receta- es la menos asistida del mundo.
La experiencia de EEUU es interesante, pero no tiene mucho que ver con el modelo europeo. En España, tal y como ocurre en Benelux, es el médico el que lleva la medicación consigo y está presente durante el trance de morir, garantizando que no habrá problemas. Cada persona que decide morir es la que elige si se bebe la medicación o se la inyectan, una elección que, a esas alturas del proceso, es de mero procedimiento. Por la misma razón que en urgencias se usa más la vía parenteral que la vía oral, en Benelux, para evitar contratiempos en la muerte asistida, los profesionales prefieren la vía intravenosa. Por eso, la inmensa mayoría muere por eutanasia y no tras un suicidio asistido. El “dato incontestable del fenómeno de válvula de escape” de EEUU (donde una de cada tres personas que recogen la receta no utilizan la medicación), no ocurre en Europa, ni siquiera en Suiza, porque para nosotros la muerte asistida también debe ser acompañada, de voluntarios, como en Suiza, o de profesionales, como en Benelux y próximamente en España y Portugal.
Por cierto, la Ley tampoco tiene mucho que ver con las de Victoria (Australia) o Nueva Zelanda y no necesitamos aumentar el plazo de entrada en vigor a un año para que, en los últimos tres meses, las CCAA nombren la Comisión de Garantía y Evaluación. En Benelux no fue así, y gracias a su experiencia ya tenemos un marco, es decir, que la rueda ya está inventada. Los protocolos existen, solo hace falta traducirlos y adaptarlos al Sistema Público de Salud. Lo que necesitamos es empezar a caminar por esta senda, deshacer prejuicios, aprender, evaluar e ir modificando el desarrollo de la LORE para adaptarla a las necesidades de la ciudadanía.
Hay dos propuestas de la ABFyC que son interesantes, aunque ya de poca utilidad. La primera es que es verdad que el concepto sustituido en el Código Penal de graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar, es mejor que el de padecimiento grave crónico e imposibilitante. Pero no por las razones de los que dicen representar las personas con discapacidad (ver ONU discapacidad y muerte asistida: una manipulación muy poco sutil), el CERMI, que deliberadamente confunde dependencia con discapacidad. Como con el CERMI, parece más bien un farol, porque no es congruente que una posición tan desconfiada y tan suspicaz con la vulnerabilidad, que rechaza la eutanasia en el Alzheimer, esté dispuesta a aceptar la muerte asistida en menores y personas con trastorno mental.
La segunda propuesta válida es que la verificación previa de la LORE es innecesaria. La ley de Unidas Podemos no lo incluía y hubiera estado bien que en 2018 la ABFyC expresara sus argumentos, y no ahora, que está en el BOE.
Sin embargo, en contra de lo que dice la ABFyC, la opción de morir cuando de forma irreversible se han perdido las facultades mentales y así se ha expresado en un testamento vital es un avance indiscutible. No es difícil de entender que muchas personas, para vivir así, prefieran morirse. Y basta un poco de compasión para no obligarlas a vivir en contra de su voluntad, expresada de forma anticipada. Es de Perogrullo que la persona no puede hacer una petición reiterada, ni deliberar. Precisamente por eso prefiere morir, porque ya no es capaz de expresarse, de relacionarse con el mundo, ni de valerse por sí misma, porque para esa persona no solo su biografía ha terminado, sino que su vida está desprovista de toda dignidad. Que sea complejo, no es motivo para mirar para otro lado. Solamente desde el paternalismo y la desconfianza se puede afirmar que las personas no saben lo que firman, que son como niñas que no han deliberado lo suficiente para tomar sus decisiones.
¿Cuál es el papel de los Comités de ética asistencial (CEA) en la LORE? Lógicamente ninguno. Primero, porque en la eutanasia no tiene por qué existir un conflicto de valores, ni es necesario encontrar un curso intermedio. Cualquier persona mínimamente compasiva percibe el sufrimiento de otra y es capaz de hacerse cargo del sentimiento de pérdida de dignidad. En la voluntad de morir, sufrimiento y pérdida de dignidad son conceptos indisociables, que no se pueden abarcar uno sin el otro, ya sea en el momento presente o en un futuro inmediato. El profesional debe explorar esas vivencias, conversar como personas adultas, aportando información sobre las opciones bio-psico-sociales disponibles (que generalmente la persona solicitante ya conocerá y habrá valorado previamente). Asegurar que su decisión sea informada para llegar al mutuo acuerdo de que, en su caso, con sus valores, su vivencia de dignidad y sufrimiento, morir es la opción menos mala. El papel del profesional no es medicalizar el sufrimiento-pérdida de dignidad, tratando de medir con escalas absurdas lo que no se puede medir.
La supuesta complejidad de la eutanasia no está en las “situaciones amenazantes, generadoras de un sufrimiento no aliviado”, que son habituales en la práctica clínica, sino la carga emocional de la despedida, que es similar a la de una sedación paliativa.
Deliberar es lo que hacen los equipos de atención primaria cada día, que no necesitan un máster, ni enredarse en distinguir entre “ayuda médica a morir” y “ayuda médica para morir”. Ya veremos cómo responden los equipos de primaria y de paliativos a las solicitudes de eutanasia. Probablemente bastante mejor de lo que anticipan los expertólogos de la deliberación y los profesionales integristas que no sólo piensan objetar, sino que pretenden que todos lo hagan.
En segundo lugar, la Ley encarga a cada comunidad autónoma la creación de una Comisión de Garantía y Evaluación (CGE) para realizar una verificación previa y posterior que debería ser de tipo administrativo: de los requisitos (diagnóstico y pronóstico) y de los procedimientos (documentación, información, plazos, médico consultor). Desde un punto de vista operativo, la disparidad territorial y de composición de los CEA, así como su inexistencia en algunos ámbitos del sistema sanitario, como la atención primaria o la sanidad privada (incluyendo la socio-sanitaria), hacen inviable que puedan verificar la ayuda a morir.
La eutanasia no viene a solucionar el problema de la muerte, su objetivo no es mejorar su calidad, sino respetar el derecho de las personas a decidir cuándo morir. Si, necesitamos un Observatorio de la Muerte Digna, pero no por la eutanasia, sino para que morir bien sea un derecho para toda la ciudadanía, independientemente de que decida, o no, adelantar su muerte con una eutanasia.
Por último, ante este documento, cabe preguntarse: Una vez descartados como argumentos los bulos, como la pendiente resbaladiza, ¿Por qué tanto miedo? ¿De dónde procede? ¿Por qué incluso personas que se consideran laicas sospechan de ese modo de la libertad del otro? Espero que en unos años nadie dude de que, como nos enseña el feminismo, la eutanasia es un derecho individual, pero también un derecho colectivo que redunda en el bien común y en el progreso social. Se conjuga un individualismo sano insertado en una tradición progresista, democrática y de izquierda, en una noción ilustrada de solidaridad, igualdad, progreso y bien común. El derecho a morir dignamente transmite una serie de valores éticos como el valor de apreciar la vida, de evitar el sufrimiento, una prueba de madurez de la humanidad para asumir la finitud de la vida de forma consciente, científica y racional. La defensa de la eutanasia exige reivindicar una asistencia de calidad a las personas enfermas o dependientes y el respeto a todos los derechos humanos, valores que son la antítesis del individualismo atroz y neoliberal.