En 2023, con una demencia grave, su representante hizo valer su volutad anticipada e inició una tramitación que se convirtió en una desagradable sucesión de obstáculos. Tras mucho preguntar, finalmente, una médica de familia aceptó hacerse responsable (MR) y certificó que Ana cumplía los requisitos. Tres meses después (no 10 días, como dice la Ley), la vieron dos médicos consultores (MC), que firmaron un informe muy mal hecho, pero también favorable. Sin embargo, un médico y una jurista de la Comisión de Garantía y Evaluación (CGE) de su Comunidad Autónoma, en contra del criterio de los profesionales que la habían examinado, sin verla, ni hablar con su representante, le negaron la prestación de ayuda para morir porque “no existen evidencias objetivamente constatables del sufrimiento continuo e insoportable a que se refiere la ley”. (Otra vez con la misma excusa que en Asturias, Valencia y a saber cuántos lugares más).
Su representante presentó una reclamación, que la CGE desestimó haciendo un copia y pega del informe de verificación anterior. Entonces recurrió al contencioso administrativo. La cosa pintaba mal. Durante la vista, con la connivencia del juez, el letrado de la administración estuvo borde, maleducado y fuera de lugar, porque mientras tanto Ana empeoraba día a día. Afortunadamente para ella, murió unos días antes de la sentencia, agotada. Habían pasado cinco meses desde que presentó la demanda. Un año desde que su pareja empezara a indagar cómo respetar su voluntad. Ella deseaba evitar todo ese sufrimiento absurdo, unos meses en los que se ha pisoteado la dignidad de una mujer que dedicó toda su vida a enseñar lengua y literatura, y que fue un ejemplo de compromiso con los demás. ¡Qué barbaridad! ¡Qué injusticia! Otra vez.
Las personas tenemos unas pocas certezas sobre nosotros (quiénes somos), los demás (quiénes son los otros) y lo demás (dónde estamos y cómo es el entorno que nos rodea, por ejemplo). La persona del espejo soy yo, esa otra es mi familia (o mi cuidadora), el árbol que veo es un árbol, y esta es mi casa. La pérdida de estas certezas, por ejemplo por ideas delirantes de amenaza o la inseguridad sobre quién soy, dónde y con quién estoy, provoca miedo y un enorme sufrimiento.
Todavía no sabemos bien qué es la conciencia, o la imaginación. Por eso, aunque sea un tema en discusión, actualmente constatar el sufrimiento de un ser humano que no lo puede contar, porque ha perdido el lenguaje y quizás la conciencia de sí mismo, está fuera de nuestras posibilidades.
Si el sufrimiento es siempre subjetivo, la apreciación externa también lo es. El sufrimiento solo puede entenderse en primera persona, por eso la Ley de eutanasia no exige evidencias objetivas del sufrimiento, porque tal cosa no existe. La Ley reconoce la facultad de calificar el sufrimiento físico o psíquico exclusivamente a la persona solicitante, por eso dice, literalmente, que debe ser “constante e intolerable para quien lo padece”.
Es incorrecto abordar una solicitud de eutanasia con una idea reduccionista del sufrimiento, como si fuera una cosa, algo que se puede medir. El sufrimiento no es un requisito aislado, como la mayoría de edad, la nacionalidad o la residencia. Ese es el error de la CGE, sobre el que incide de nuevo el letrado de la Comunidad Autónoma. ¿Quién soy yo para calificar el sufrimiento de Ramón Sampedro como intolerable?
Si la Ley reconoce como válida la voluntad anticipada de morir de una persona incapaz de expresar esa voluntad y su experiencia de sufrimiento, es porque también entiende que el sufrimiento está manifestado ya y valorado en el TV, en el que la persona ha descrito en qué casos desea dejar de vivir. Dicho de otro modo, la Ley acoge la pérdida de la dignidad como origen y expresión del sufrimiento. Esa fue la voluntad del legislador cuanbdo atendió las propuestas de las asociaciones de familiares de enfermos de Alzheimer.
De nada sirvió el relato del infierno en el que vivía Ana, que su representante describió con detalle en su reclamación. Sufría delirios (cree que va a entrar gente a su casa, se la van a quitar y la van a matar), labilidad emocional, con episodios de llanto inconsolable, por ejemplo cuando pregunta por sus padres, alternando con otros de agresividad y pánico. Cuando su pareja escribe: "como puede constatar el Cuartel de la Guardia Civil cercano a su casa", ¿Alguna persona con una mínima sensibilidad se atreve a negar el sufrimiento de Ana?. Si, la CGE negaba el sufrimiento, sin explicar por qué sustituyó el criterio favorable de la MR y los dos MC por el suyo, sin otro motivo que unas dudas sobre el sufrimiento basadas en lo que no decían los informes, que no trataron de resolver ni explicar.
Que el médico de la CGE que hizo la verificación previa, unos meses antes firmara un artículo contra la eutanasia titulado “¿Hemos perdido el sentido común?”, solo es una anécdota, pero ayuda a entender qué demonios está pasando en algunos territorios con la eutanasia.
La CGE desestimó la reclamación con un copia y pega del informe anterior y le negó otra vez su derecho a una muerte digna. Sin más, sin verla, sin hablar con nadie. Sin compasión, sin humanidad. Una CGE con una o dos reclamaciones en todo el año, que no tiene otra cosa que hacer. Ana moriría 5 meses después de esa reunión.
El representante de Ana, con bastante escepticismo, recurrió al contencioso administrativo. Tenía razón, a ella no le iba a servir de nada. Para su abogado, “el núcleo gordiano sobre que el que gira el presente recurso es la calificación del sufrimiento de la peticionante".
Un médico también hizo un magnífico informe pericial en el que, entre otras cosas, señalaba que Ana no estaba tranquila, sino sedada, llamando la atención sobre la compleja problemática del uso de los psicofármacos como una contención química, considerada una coerción a la libertad de movimientos semejante a la contención mecánica (ataduras) y física (encierre). Los efectos secundarios de los tranquilizantes no solo provocan sufrimiento físico, sino que además pueden ser denigrantes y atentar contra la dignidad de las personas.
¿Y qué hacemos? ¿Le retiramos la medicación para ver si se agita, se pone agresiva y ver cuánto sufre? Eso sería absurdo y maleficiente. La única opción aceptable es respetar su voluntad. (Esto de la contención química no lo entendió el letrado de la Comunidad Autónoma, que no se resistió a demostrar su ignorancia tratando de descalificar en su escrito el informe pericial del médico. En fin).
Para la forense, como cualquier enfermedad crónica e imposibilitante, el Alzheimer provoca sufrimiento. “En un momento de la evolución de la enfermedad, tal requisito era visible, por lo que en ese momento adquirió el derecho que solicita, si bien dada la evolución de la enfermedad no expresa ni verbaliza ningún tipo de sufrimiento por el severo deterioro cognitivo, lo que no significa que no exista. Y lógicamente ese progreso de la enfermedad no debe perjudicar un derecho adquirido con anterioridad.”
Conclusión:
- La solicitud de eutanasia en un testamento vital, por una demencia o cualquier otro daño cerebral como un estado vegetativo, lleva implícita tal consideración personal de pérdida de dignidad, que necesariamente significa que existe un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece.
- Esta consideración personal es independiente de la impresión de sufrimiento percibida por otras personas.
- Como en cualquier otro padecimiento, es la persona solicitante la única que puede calificar el sufrimiento como constante e intolerable, en este caso de forma anticipada.
- Lo único que se puede constatar para objetivar el contexto eutanásico es la existencia de un padecimiento grave, crónico e imposibilitante, cuya definición según la Ley de eutanasia coincide con las pérdidas irreversibles que caracterizan una demencia.
- Es injusto que el ejercicio de este derecho fundamental dependa del médico, el juez o la comunidad autónoma toquen.
- Esperemos que el Ministerio de Sanidad asuma su responsabilidad y actualice, como ordena la Ley, el Manual de Buenas Prácticas.