
La madre de Carolina, una anciana de 99 años inválida pero lúcida, fue trasladada tras una caída desde una residencia privada a urgencias del hospital. Tras ocho días ingresada volvió a la residencia, pero a partir de ese momento ya no dejó de sufrir. Una historia muy común entre los enfermos de edad avanzada: un periplo por diferentes centros y médicos, sin ninguna conexión entre ellos.
La anciana pasaba las noches en un grito, pero su hija no logró que el médico de la residencia aumentara la dosis de analgesia. Por fin, la enviaron de nuevo a urgencias. "La familia pide sedación", rezaba el volante del médico. En urgencias tampoco le controlaron el dolor y la derivaron de nuevo al geriátrico. Se supone que a morir. "La doctora de guardia le puso una inyección y cuando me fui estaba dormida. Pero por la mañana la encontré de nuevo rabiando. Había cambiado el turno y el nuevo médico no quería aumentar la analgesia. Decía que tenía efectos secundarios", relata. "Los días siguientes fueron de espanto. No recuerdo cuántas veces me pidió que la matara. A veces deliraba. Hasta que ya no pude más y acabe irrumpiendo en el despacho del jefe de servicio, deseando para su madre una muerte tan horrorosa como la que estaba teniendo la mía". "Esto es por lo de Leganés, ¿verdad?, le dije". Al poco llegó la doctora que la había atendido la primera noche. A partir de ese momento, la anciana encaró los últimos días en paz. Murió tranquila, pero Carolina se quedó con una amarga sensación de catástrofe emocional.
Cuando un moribundo sufre, no sufre solo: la calidad de la muerte no sólo implica pensar en el que se va, también hay que pensar en los que se quedan. El profesor Aranguren decía que la muerte ha de tener un decoro. La familia ha de poder salir de ella con una sensación de dignidad. LEER ARTÍCULO
La anciana pasaba las noches en un grito, pero su hija no logró que el médico de la residencia aumentara la dosis de analgesia. Por fin, la enviaron de nuevo a urgencias. "La familia pide sedación", rezaba el volante del médico. En urgencias tampoco le controlaron el dolor y la derivaron de nuevo al geriátrico. Se supone que a morir. "La doctora de guardia le puso una inyección y cuando me fui estaba dormida. Pero por la mañana la encontré de nuevo rabiando. Había cambiado el turno y el nuevo médico no quería aumentar la analgesia. Decía que tenía efectos secundarios", relata. "Los días siguientes fueron de espanto. No recuerdo cuántas veces me pidió que la matara. A veces deliraba. Hasta que ya no pude más y acabe irrumpiendo en el despacho del jefe de servicio, deseando para su madre una muerte tan horrorosa como la que estaba teniendo la mía". "Esto es por lo de Leganés, ¿verdad?, le dije". Al poco llegó la doctora que la había atendido la primera noche. A partir de ese momento, la anciana encaró los últimos días en paz. Murió tranquila, pero Carolina se quedó con una amarga sensación de catástrofe emocional.
Cuando un moribundo sufre, no sufre solo: la calidad de la muerte no sólo implica pensar en el que se va, también hay que pensar en los que se quedan. El profesor Aranguren decía que la muerte ha de tener un decoro. La familia ha de poder salir de ella con una sensación de dignidad. LEER ARTÍCULO